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Domingo, 13 de noviembre de 2011

CINE > DE CARAVANA: ¿LA PELíCULA ARGENTINA DEL AñO?

Cuarteto de oro

Con un estreno mucho más chico del que se merece, el cordobés Rosendo Ruiz presenta De caravana, una película vertiginosa en la que un chico bien se sumerge en el mundo cordobés de la bailanta, los malandras y los marginales. Y sin moralina, bajadas de líneas o paternalismo, regala un tour de force filoso y callejero que, al ritmo de la Mona Jiménez, irrumpe en el cine argentino para mostrar cómo ser moderno y popular al mismo tiempo.

 Por Mariano Kairuz

Dice esas cosas tan terribles y es a la vez tan festiva, analiza, palabras más palabras menos, la encantadora pero probablemente peligrosa Penélope, travesti de espaldas anchas que advierte con tranquilidad, solo por esta vez, que no le gusta nada que le digan chabón ni que le recuerden que eso que tiene en la cabeza es una peluca. Lo que analiza Penélope son las canciones de la Mona Jiménez, pero su lectura habla, bastante evidentemente, de De caravana, el contundente, enérgico primer largometraje del cordobés (nacido en San Juan) Rosendo Ruiz, que –a pesar de haber sorprendido al público del Festival de Mar del Plata hace un año, y de haber sido más que bien recibido por la crítica en su estreno porteño la semana pasada– ya es algo así como la tapada del año, la película que debió haber competido en más salas capitalinas y más funciones por día que las que le tocaron. Porque De caravana es una rareza: una película argentina perfectamente moderna y con vocación inequívocamente popular.

Penélope –Martín Rena, una de las revelaciones actorales de la película– es una de sus protagonistas, miembro de una bandita de dealers “de faso”, que se cruza un poco accidentalmente con un fotógrafo, chico cheto de la ciudad enviado por trabajo (el trabajo: sacar las fotos para el próximo disco de La Mona) a una bailanta donde está claramente fuera de lugar. El fotógrafo queda, a partir del encuentro con Penélope y con su amiga y socia en la desventura, Sara, atrapado en una serie de misiones delictivas que hasta ahora solo conocía por los diarios. De caravana es entonces un poco como las canciones del cuartetero más famoso, porque se mete con personajes marginales, con chorros y con villeros, y lo hace con humor, provocando el choque entre el punto de vista de un chico privilegiado con el de “malandras” y pobres vitalicios, sin caer jamás en una mirada paternalista, la de –como se ha acusado más de una vez al nuevo cine argentino–, los “bien comidos” sobre los que quedaron, por origen o circunstancia, del lado de debajo de la raya.

La historia no empieza con el fotógrafo sino con Sara y Laucha: en una breve escena inicial que ya prueba la capacidad de cargar de energía y velocidad la pantalla, nos enteramos de que ella (Yohana Pereyra) lo abandonó hace poco; él (Gustavo Almada, otro de los notables de esta película) por su parte, muestra muy poco tacto para pedirle las disculpas que dice ya haberle pedido antes. Van unos pocos minutos y los parlamentos se cruzan como tiros mientras otro personaje menor, el Pelusa, se convierte con sus comentarios y desde un segundo plano en un torpe alivio cómico e instala el plan de la película, que no parece ser apuntar a ese tono tan elusivo, tan complicado y a menudo destinado al fracaso más obsceno que es el del realismo, sino a construir un verosímil: vidas e historias de gentes que podrá ser más o menos así o no, sin preocuparse por caerle bien a nadie, sin insultar pero sin cuidar la corrección política, simplemente observando el mundo y creando a partir de ello algo tan valioso como lo es una ficción. Ni más ni menos: sin mensajes sobre la marginalidad, sin pretensiones absurdas ni grandilocuentes.

Y por supuesto que Ruiz (1967) no llegó hasta acá de la nada: tras estudiar cine en su provincia adoptiva, no marchó a Buenos Aires como muchos de sus compañeros de estudios –entre ellos directores con films ya estrenados en el circuito comercial, como Liliana Paolinelli y Santiago Loza– sino que se quedó allá, donde no sólo se hizo cargo de la casa de comidas (el parripollo) que le dejó su padre, sino que lo amplió con una propuesta improbable y exitosa: montó un bar anexo que funciona como cineclub, empanadas y vino mediante. Cinéfilo Bar, se llama, y los ciclos cuentan con curadoría y presentación. Ahí programó una enorme cantidad de retrospectivas que le permitieron descubrir y absorber, por fuera de sus estudios formales, el cine de Cassevetes (él mismo lo pone como ejemplo) e incrementar su sistema de influencias y referencias hasta que bien atrás terminó quedando, dice, su gusto por Tarantino. No es por mencionarlo gratuitamente, sino que en la película hay, en particular en algunas de sus escenas de diálogos más filosas, algo que remite inequívocamente al cine del director de Perros de la calle. Aunque también, sin pensarlo demasiado, a Calles salvajes, del joven Scorsese. Palabra clave: calle. Que es lo que hay detrás del guión de Ruiz y sin duda de sus actores, y lo que le falta a su protagonista, el fotógrafo con pretensiones de artista que se mete en problemas por seguir a Sara y osar llevársela a su casa, tan lejos de su mundo.

Hay un tercer actor que debería dejar una marca imborrable en el cine argentino de este año si De caravana fuera vista por tanta gente como merece: Rodrigo Savina. Savina interpreta a Maxtor, dealer carismático de vocación filosofal, con muchas ideas sobre lo que la vida en los márgenes de la sociedad hace de tipos con personalidades libres, y con más de una teoría sobre la expresión personal a través del arte. Sus más locuaces apariciones remiten por su timing y encuadre preciso y algo cool al cine de Tarantino, e incluso a Guy Ritchie; sin embargo todo está jugado en un inobjetable tono local que permite descubrir que hay vida más allá del nuevo cine capitalino. Las escenas que registran la bailanta cuartetera con la Mona sobre el escenario son absolutamente poderosas en imagen, sonido y montaje. Casi tanto como el monólogo que el Laucha le descerraja al fotógrafo en la cara cerca del clímax entre una ametralladora de insultos: “¿Qué te pensás, que esto es una de cowboys? ¿Qué es un hobby ser malandra, boludazo? Si vos sacás una foto como el orto a quién carajo le importa, vas y hacés otra, pelotudo; yo me mando un moco con estos dos pajeros y me mandan en cana. ¿Qué te pensás que vas a hacer con Sara, pajerazo? ¿Sos el príncipe azul, la vas a venir a rescatar, estúpido imbécil?”. Sólo la puesta en escena de esas dos secuencias –la bailanta de comienzo y el discurso del final– alcanzan para revelar un universo entero que el cine se estaba perdiendo.

Obra de la productora El Carro, De caravana también encabeza un proyecto de distribución bautizado Cine Cordobés, que continúa esta semana con el estreno porteño de otra ópera prima, Hipólito (de Teodoro Ciampagna, con Luis Brandoni y Enrique Liporace; desde el jueves pasado) y seguirá la que viene con El invierno de los raros (de Rodrigo Guerrero, con Lautaro Delgado, Luis Machín y Max Berliner). El proyecto debería continuar por, si Rosendo Ruiz mantiene lo que le sugirió a Radar el día del estreno, colgar en Internet el mediometraje que hizo hace unos pocos años con su compañía de teatro independiente, de la que salieron los actores de De caravana, que fue algo así como su origen y su prueba y en cuyo título potente y sin sutilezas, Una manga de negros, ya asoma el espíritu de este cine nuevo.

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