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Domingo, 20 de noviembre de 2011

PERSONAJES > ELENA ROGER, UNA ESTRELLA DE CINE DEBUTA: AHORA REVELACIóN EN PANTALLA GRANDE

Mil naves

 Por Juan Pablo Bertazza

Existe una relación directa entre el talento y algunos rasgos faciales que detentan cierto anacronismo, como si la capacidad artística estuviera signada también en la apariencia, en un rasgo físico correspondiente a otra época. La combinación de ojos claros, fina nariz aguileña y cara terriblemente angulosa de Elena Roger parecen provenir de otro mundo, de otra instancia de la Historia. Parece mentira pero, a pesar del gran desarrollo de nuestro cine, en los últimos años no aparecieron grandes actrices en nuestro país, no al menos alguien que pueda servir de pareja presidencial al mandato hegemónico de Ricardo Darín, o al infierno encantador de Lito Cruz. Ninguna actriz, haciendo excepción de la imprescindible y omnipresente Mercedes Morán, fue capaz de heredar el trono de nuestra madre reina, Norma Aleandro. Por eso antes de destacar su actuación, antes incluso de decir que Un amor, la nueva película de Paula Hernández, es uno de los films argentinos chicos, humildes, más importantes de los últimos años, es necesario destacar la idea, la innovación de quien ató cabos, sumó, restó, despejó la x y advirtió que Elena Roger era, sin lugar a dudas, una estrella de cine que nunca había actuado en la pantalla grande.

En ese sentido, Elena Roger es la verdadera elegida: en 1995 fue elegida por Pepe Cibrián para actuar en El jorobado de París, se hizo mundialmente célebre por haber sido elegida por Andrew Lloyd Webber para interpretar el papel de Eva Perón en el musical Evita, nada menos que en el reestreno de la obra en Londres en 2006. Fue la elegida en el año 2009, cuando obtuvo el Premio Olivier a la Mejor Actriz en Obra Musical por su actuación protagónica en Piaf, y sólo una elegida puede encarnar las múltiples vidas, las múltiples reinvenciones dentro de la vida, dentro de esa creación que fue la vida y obra de Edith Piaf.

Ahora –tal vez tardaron demasiado tiempo, tal vez se necesitaba la sensibilidad pragmática de una mujer como Paula Hernández– fue la elegida para hacer su debut en cine, un debut bajo la piel del personaje de Lisa, que no podía resultar más auspiciosa.

Basada en “Un amor para toda la vida”, el relato de Sergio Bizzio, el primer acierto radica en ese hachazo que le dieron al título, que se quedó sólo con el muñón de “un amor”. Un acierto porque ese aspecto indeterminado del título refuerza la idea de triángulo amoroso que la película capta a la perfección, y que Elena Roger supo plasmar también a la perfección, como si sonriera y brillara mientras se desgaja entre dos hombres que la estiran, uno de cada lado. Menuda, baja (mide 1,50), pero repleta de senderos laberínticos en su cuerpo que siempre se bifurcan, algo extraña pero auténtica y dueña de una pureza difícil de explicar, Elena Roger es de esas actrices que podrían actuar sólo con los ojos; de hecho se podrían resumir los puntos centrales de la trama de este film a partir de distintos momentos de la mirada de Roger: una mirada que interrumpe casi con ternura un beso, el beso que le da el personaje de Peretti, que es el tercero en discordia, el voyeur que disfruta más de mirar que de actuar; una mirada blindada al viaje, personaje que no puede dejar de viajar, Lisa viaja después de varias décadas a Victoria para reencontrar a su amigo de toda la vida, a su gran primer amor; una mirada que evacua la nostalgia cuando hacia el final de la película los diques del humor no pueden contener más las rencillas y broncas entre esos dos amigos de toda la vida que, nunca quisieron reconocerlo porque eso implica la ruptura de un código básico, son capaces de renunciar a su amistad para declararse una guerra doméstica por esa mujer que, como la otra Helena, es capaz de hacer arrojar mil naves griegas contra las murallas de Troya.

Cada vez que una ficción, una película o un libro ofrece en su historia un triángulo amoroso, es indispensable que haya entre los tres personajes uno –y sólo uno– que genere una atracción indeclinable en el público, es indispensable que uno –y sólo uno– hipnotice, enamore para que se vuelva legítima y también infinita la disputa por ese amor, para que transgreda de la ficción hacia el mismo público. Eso es lo que genera precisamente la actuación de Elena Roger: con la singularidad de una Cecilia Roth, la erupción hormonal de una Romina Gaetani, la excentricidad de una Leticia Brédice y el talento personal e intransferible que le otorga su naturaleza polirrubra –actriz, cantante, autora, entre otros, del disco Vientos del sur–, Elena Roger es una especie de Frankenstein femenino de la actuación pero sin costuras, un pequeño oasis que riega un desierto gigante, una hendidura que cierra por todos lados.

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