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Domingo, 18 de diciembre de 2011

PERSONAJES > LA BELLEZA IMPERECEDERA DE JESSICA LANGE SE ROBA AMERICAN HORROR STORY

DAMA DE MIEDO

 Por Mariano Kairuz

“La mongoloide” llama a su hija, con toda la naturalidad del mundo. No es que no la quiera, Constance está dispuesta a defender a sus hijos con sus propias garras, pero por alguna razón, nos va revelando, los chicos, todos, nacieron marcados por alguna deficiencia física o mental, o alguna psicopatología, y ella no sabe nada de corrección política. Constance dice esencialmente lo que le pasa por la cabeza. Y es eso justamente lo que, a los pocos capítulos, ya la había convertido en el verdadero corazón negro de American Horror Story, la nueva serie de Ryan Murphy que es sin duda la mejor de esta temporada de ficciones televisivas norteamericanas. En medio de la improbable acumulación de atrocidades que constituyen su universo (sus fantasmas en busca de descanso o venganza, su historial de masacres, de científicos locos, de arrebatos pasionales; sus muertos vivos, sus hechizos y alucinaciones, sus enfermedades incurables y sus deformidades) la de Constance es una maldad básicamente humana, perfectamente real; ella es el más vivo de todos los personajes. La vecina de al lado que no duda en invitarse todo el tiempo a la casa (embrujada) de los protagonistas. La dama sureña con lejanos aires de diva; dueña de un estilo teatral, potente y melodramático; y de un poder de sugestión casi brujeril; la madre posesiva y represiva, la esposa despechada y temible viuda, celosa dueña de múltiples secretos. Y, lo que definitivamente la hace más perturbadora todavía: la poseedora de una belleza madura pero todavía magnética, de un poderoso atractivo sexual capaz de llevar a los hombres a destruir sus familias.

Constance es Jessica Lange, y llamarla fue la mejor idea que tuvo Murphy para su programa. Era un personaje secundario que fue creciendo de manera inexorable: no importa en qué orden aparezca en los créditos, ella es la verdadera protagonista de American Horror Story.

Lange (Minnesota, 1949) tiene 62, pero una cara donde cada año se traduce en fuerza y seguridad. En un mundo donde las actrices hacen descalabros con sus caras antes de los 45 (Meg Ryan, Nicole Kidman), Lange parece haber dejado al tiempo hacer su recorrido, y el resultado es de una naturalidad cautivante y hasta un poco intimidante. Si se hizo algo, no es evidente, y el atractivo de Constance –por momentos montado sobre una máscara de frialdad y cinismo– invierte su efecto: lo real se vuelve sobrenatural. No es la primera vez que Jessica tuerce exitosamente el tiempo: ya tenía más de treinta cuando hizo de la sufrida actriz Frances Farmer (en el biopic Frances, 1982), empezando a los 16 años, y hace poco ganó un incuestionable Emmy por su “Big” Edie Bouvier, a quien interpreta a lo largo de 40 años (de los 37 a los 77) en la versión ficcionalizada de Grey Gardens, con una convicción que es la misma que parece volver impermeable su rostro, no tanto a las arrugas de la piel como a todo eso otro que va horadando a cualquier ser humano más o menos normal de adentro hacia afuera.

Tampoco es la primera vez que apoya buena parte de su poder en su belleza: lo hizo desde aquello que los críticos llaman “su falso inicio en la actuación”, la remake de King Kong que produjo Dino De Laurentiis a mediados de los ‘70. Tenía 27 años; no la conocía nadie y sobrevivía con sus ingresos como camarera en un departamento sin agua caliente. La crítica recibió la superproducción como uno de los peores cachivaches de su tiempo, y por el camino algunos se llevaron puesta a la novia del gorila. Es injusto: incluso si era el papel de la rubia tarada, apenas vestida con la remera recortada arriba del ombligo y el shortcito que dejaba de existir donde empezaban sus interminables piernas, algo en su mirada ya marcaba otro horizonte. Algo que anticipaba las mujeres vulnerables pero poderosas, muchas veces neuróticas o al borde de la autodestrucción, que interpretó en los momentos más altos de su carrera. Después del mono no hizo otra película en tres años, hasta que apareció Bob Fosse y la convirtió en el más hipnótico ángel de la muerte en su semiautobiográfica All That Jazz. El argumento del viejo director y coreógrafo había sido inapelable: “Si tuviera que enfrentar a la muerte”, le dijo, “me gustaría que fuera como vos”.

Y entonces fue al verdadero incendio, el fuego bautismal de su obra: el incandescente polvo con Jack Nicholson, los dos revolcándose entre la harina y los bollos de pan, superponiendo sus manos sobre la entrepierna de ella, la escena de la versión de El cartero siempre llama dos veces, de James Cain, filmada por Bob Rafelson. (Fue Nicholson quien la definió por ese entonces como “una cruza entre un ciervo y un Buick”, frase archicitada por la manera en que expresa, sin sutilezas, esa coctelera de belleza y sensibilidad, potencia y carácter que hay en Jessica.) Como un reguero de pólvora, esa naturaleza calenturienta fue encendiendo uno a uno sus siguientes personajes: de Farmer (alcanza la escena en la que se prueba las medias de seda en el asiento trasero de un auto para prenderle fuego a toda la película: pregúntenle a Sam Shepard, su pareja desde entonces hasta hoy) a su trágica heroína country (Patsy Cline, en Dulces sueños, un papel que le arrebató a Meryl Streep en 1985), o incluso a la ingenua amiga de Tootsie en la película de Sidney Pollack por la que ganó el primero de sus dos Oscar (y obtuvo la segunda de seis nominaciones). Hay quienes vieron en ella a principios de los ‘80 algo de la fuerza de las grandes actrices de carácter de los ‘40 y ‘50, de una Barbara Stanwyck. Y parece lógico que haya protagonizado una versión televisiva de La gata sobre el tejado de zinc caliente y otra, precedida por una exitosa puesta en el West End londinense, de Un tranvía llamado deseo.

Tan lógico como que la hayamos visto muy poco en el cine de los últimos diez años (porque se estuvo dedicando a sus hijos, y a la fotografía y al teatro, y porque las películas no le ofrecieron papeles a su altura) y que, si es cierto ese lugar común de que el cine de riesgo que se hacía en los ‘70 se mudó a la televisión, ella encontrara un lugar justamente ahí, en un personaje poderoso como Constance, ese remolino de frustraciones y de un oscuro instinto materno; una dama, una diva de otra época; una bruja y una depredadora sexual que no se deja doblegar por el tiempo.

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