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Sábado, 31 de diciembre de 2011

FENóMENOS > MISIóN IMPOSIBLE: TOM CRUISE EN SU MEJOR FORMATO

La era del vacío

Le vaya bien o mal en lo que emprende, Tom Cruise siempre puede volver a casa: mientras Bond lucha por aggiornarse al siglo XXI y el agente Bourne busca instalarse como el héroe contemporáneo, Ethan Hunt se despega cada vez más de la realidad para volverse el justiciero del entretenimiento. Con la cuarta entrega de Misión: Imposible, Cruise se libera definitivamente de toda pretensión y juega en el corazón vacío del espionaje, la aventura y la posmodernidad espejada.

 Por Mariano Kairuz

Su nombre es Cruise, Tom Cruise, y es el dueño de una sonrisa que se pretende encantadora pero ha conseguido arruinar innumerables escenas en películas de diversos géneros y autores. Sin embargo, para quienes lo consideran, sin matices, un mal actor, hay una millonaria saga de películas que funciona como una especie de refugio: Misión: Imposible. En su serie de relatos destinados mayormente a sacudir los sentidos, Cruise es un protagonista no tan solo adecuado, sino sencillamente perfecto. Porque su Ethan Hunt es, como les gusta decir a los autores de thrillers de espionaje, una cifra; un muñeco de acción cuyo objetivo es la intensidad y el movimiento constante, y nada de James Bond: cuanta menos personalidad y carisma mejor. Hunt es una máscara como lo quedó gráficamente expresado en los jueguitos hi-tech de falsas identidades en las tres primeras películas, que actualizaron un leitmotiv de la serie creada en los ‘60 por Bruce Geller. Para eso, Cruise, Tom Cruise, el power-star cuya vida real es un misterio del que todo lo que atisbamos –desde su ferviente adhesión a la cientología hasta el arrebatado festejo televisivo de su noviazgo con Katie Holmes–, son señales casi clínicas de locura, es perfecto. Hay, para ser justos, un par de excepciones en su carrera: cierta ambigüedad volvía muy interesante su composición andrógina para Entrevista con el vampiro, así como el aparente vacío emocional detrás de su personaje en La guerra de los mundos –su segunda colaboración con ese otro enigma que es Steven Spielberg– nos habilitaba para llenarlo con la representación de algo más, dándole acaso más densidad y dramatismo a su papel del everyman norteamericano defendiendo denodadamente a sus hijos de la amenaza exterior. Y también hizo un extraordinario e inesperadamente gracioso cameo en Una guerra de película, la parodia bélica de Ben Stiller.

Pero no por nada, y en especial después de los relativos fracasos de Operación Valkiria y Encuentro explosivo, Cruise se sigue aferrando a la que es definitivamente su franquicia: desde hace una década y media, las Misión: Imposible vienen usando y desechando un director por película –y no cualquiera: Brian De Palma, John Woo; JJ “Lost” Abrams, que ahora es su productor– y un reparto entero, para mantener un único elemento común a todas ella, su estrella, productor y factótum. La prueba de que es acá donde Cruise se siente más a sus anchas y protegido que nunca, es que Misión: Imposible II es la única de sus películas que se ha permitido reírse de la marca registrada de su protagonista, en su propia cara, es decir, de su irritante sonrisa. “Lo peor de tener que hacer de vos”, le decía a Hunt su archienemigo tras sacarse la máscara con la cara de Cruise, “es tener que sonreír como un idiota cada quince minutos”. Ahora, en la entretenidísima Misión: Imposible. El protocolo fantasma, cuarta entrada de la serie, su nombre como productor figura bien visible al comienzo de los créditos, que vuelven a deformar una vez más el tema-mecha de Lalo Schifrin.

Y el gran truco puesto en acción por Cruise para su nueva película consistió en convocar a Brad Bird: ¿quién mejor que Bird, uno de los mejores directores del cine de animación contemporáneo –consultor creativo de Los Simpson durante diez años, realizador de El gigante de hierro, Los Increíbles y Ratatouille– para perfeccionar el sistema de M:I, para hacerla levantar vuelo y lanzarse en caída libre sin prácticamente ninguna consideración por la ley de la gravedad, para desplegar su arsenal de increíbles artilugios tecnológicos, para volver verosímil el universo del Coyote y el Correcaminos que es en definitiva el universo en el que siempre transcurrió esta serie? Si De Palma buscó, como es su estilo, la tensión escenificada al milímetro, la aventura perfecta y perfectamente desapasionada (condensada en la escena de Cruise haciendo equilibrio con una soga sobre una supercomputadora); Woo filmó una telenovela desbordada que ya llevaba a la serie al terreno del dibujo animado, (Abrams no aportó gran cosa) y ahora Bird se despoja del último lastre, arrojándose sin culpa al abismo de entretenimiento más hermosamente descerebrado. Todos los elementos están en su lugar: como casi todos los guiones previos, el de El protocolo fantasma se las arregla para desenganchar al equipo comandado por Hunt de toda responsabilidad hacia sus superiores (el IMF, sigla que debería designar a la Impossible Mission Force pero que, como un crítico perspicaz del New Yorker ha sugerido, más probablemente esconda al Fondo Monetario Internacional), convirtiéndolos en una manga de descastados con carta blanca para hacer lo que haya que hacer en nombre del espectáculo.

La incorporación de Bird también confirma que la misión de El protocolo fantasma consiste en consumar la mayor fantasía de la serie: dejar atrás esa carga que es el mundo real. Mientras que esos asuntos van quedando cada vez más en manos del enésimo y ceñudo relanzamiento de 007 con Daniel Craig, y de ese avatar tan adecuado a la geopolítica contemporánea que es el agente Bourne, MI4 hace un movimiento casi abstracto al proponer un regreso a la guerra fría y un potencial conflicto nuclear entre Estados Unidos y Rusia. No es un homenaje al Doctor Insólito pero podría serlo: los guionistas Appelbaum y Nemec, veteranos de la serie Alias, pergeñaron un argumento vagamente paranoide sobre presuntos resabios del régimen soviético (científicos y militares locos decididos a abrazar la bomba como medio para borrarlo todo y empezar de nuevo), recordando un poco a esa otra rareza reciente que fue Agente Salt, con Angelina Jolie como una célula soviética dormida y olvidada tras la caída del Muro. MI4 arranca con una divertida fuga de cárcel rusa al compás de Dean Martin, sigue con una brutal explosión en el Kremlin y de ahí saltamos a una sucesión de espacios que representan sin dudas el mundo moderno pero solo superficialmente, a un nivel icónico y apenas, difusamente, político o ideológico: en Medio Oriente tienen lugar las dos secuencias clave y más espectaculares de la película. En la primera, Cruise escala la Burj Khalifa de Dubai, la torre más alta del mundo: pura acción y nervio a 140 pisos de altura, diseñado para ser visto, en caso de que uno acepte la misión, en una sala IMAX. Luego, una persecución en una huracanada tormenta de arena. Y hacia el final, una violenta superposición de absurdos en un sofisticado estacionamiento de autos en Bombay, donde casi nada de lo que ocurre es remotamente probable. Ni China, ni Corea del Norte, ni Pakistán, ni Afganistán y Al Qaida: en MI4 todo es ultramoderno y a la vez bizarramente anacrónico, de algún modo intemporal, alcanzando la frontera final del entretenimiento contemporáneo: una superproducción global que refleja algo del mundo en el que fue estrenado, a la vez que nos hace saber que detrás del espejo no hay nada.

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