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Domingo, 8 de junio de 2003

MúSICA

El renacimiento

Vuelve al Colón Bomarzo, la ópera de Alberto Ginastera y Manuel Mujica Lainez prohibida en 1967 por el dictador Juan Carlos Onganía. Con régie de Alfredo Arias y escenografía de Roberto Platé –dos hijos pródigos del Instituto Di Tella–, la nueva versión de este clásico del escándalo pone en escena las truculencias renacentistas del duque de Bomarzo, jorobado, impotente y criminal, en el contexto pop de la calle Florida modelo años ‘60.

Por Diego Fischerman
“Mirá Eugenio, vos me sacás Bomarzo mañana mismo o yo te cierro el Colón”, dicen que le dijo el dictador Juan Carlos Onganía al entonces intendente, el coronel Schettini. La escena sucedió en el palco presidencial durante la velada de gala del 9 de julio de 1967. De ese mismo palco se habían retirado un año antes el teniente general y su esposa, ofendidos por la inmoralidad de la obra de un joven coreógrafo: la versión de Oscar Aráiz de La consagración de la primavera. Bomarzo, la segunda ópera de Alberto Ginastera, con libro de Manuel Mujica Lainez basado en su propia novela, había sido programada para esa temporada por el anterior director del teatro, Juan Pedro Montero, derrocado por la alianza del ejército golpista con un sector gremial del Colón, que reclamaba “óperas nacionales”. El nuevo director, Enzo Valenti Ferro, confirmó, a pesar de todo, los planes de su antecesor. El estreno de Bomarzo se había realizado en Washington, con auspicio de la Cancillería y gran boato en los festejos posteriores, responsabilidad del embajador en Estados Unidos, el ingeniero militar Alvaro Alsogaray, y su joven hija María Julia, que se ocupó personalmente de que las langostas servidas en la mesa tuvieran forma de clave de sol. Las críticas y comentarios laudatorios, que hablaban de la osadía de la obra (y respondían a una gigantesca operación de prensa de otros sectores del poder), fueron las señales que alertaron a ese oscuro teniente general por entonces apodado “caño” (duro por fuera y hueco por dentro), que había agregado una tilde a su apellido para disimular la huella itálica de Ongania (compartida por muchos de los que accedían entonces a la carrera militar) con un apócrifo sabor vascuence.
Toda obra de arte es, al mismo tiempo, la que fue creada y la que la historia construye con ella. Bomarzo, en ese sentido, está condenada a arrastrar su propia leyenda, a ser, mucho más que una ópera, la señal de una fractura en la derecha argentina, como señala el musicólogo y escritor Esteban Buch en su brillante The Bomarzo affair, recién publicado por Adriana Hidalgo Editora. No era lo mismo la derecha laica que la católica, no eran lo mismo los católicos cultos que los incultos, y sobre todo no eran lo mismo los militares antiguos, aristocráticos y liberales, que los recibidos en el Colegio Militar en las décadas más recientes. Onganía –salvo por el aplauso del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Caggiano– estuvo bastante solo en su decisión de prohibir el estreno de Bomarzo. En su contra se alzaban las voces de quienes, desde la misma derecha, aseguraban que el arte era superior a las ideologías (incluso a las morales), una facción encabezada por Manucho Mujica Lainez y Ginastera, antiguo fundador de la carrera de música en la Universidad Católica y amigo personal de su rector, el tomista Monseñor Derisi.
La izquierda, como otras veces, estuvo ausente. Así como en los años siguientes no registrarían el rock (ni serían registrados por él, a decir verdad), los intelectuales de lo que podría considerarse la progresía de entonces no estaban al tanto de las posibles polémicas entre reacción y vanguardia en el campo de la música de tradición occidental y escrita. El italiano Luigi Nono, entonces de visita en Buenos Aires, fue el único músico que condenó abiertamente la prohibición. El mismo Juan Carlos Paz, más allá de llamar “bromazo” al episodio y pronunciarse genéricamente contra la censura, hizo muy poco para defender a su archienemigo, el conservador Ginastera, que parecía descubrir el dodecafonismo treinta años después que él.
Pero la figura de Ginastera (y no la de Paz, que nunca tuvo medios para molestar demasiado) convertida en símbolo de la libertad creadora y de la persecución ideológica del onganiato no es, en todo caso, la única paradoja de esta historia. La otra, puesta en escena en la régie que se estrenará el próximo viernes en el Colón, es el hecho de que fuera él, Ginastera (y no Paz), el director del Centro Latinoamericano de AltosEstudios Musicales del Instituto Di Tella, núcleo excluyente de la modernidad musical de la época.
Según la mirada del director Alfredo Arias, responsable de la puesta, la acción transcurre en una galería de arte. En la escenografía de Roberto Platé (el notable artista plástico que provocó el cierre del instituto cuando remedó en el Di Tella un gran baño público donde los asistentes pintaban grafitis), al fondo, detrás de los ventanales, se ve la imagen del mítico café Florida Garden, lo que no deja dudas acerca de qué galería de arte se trata. La tensión entre la arquitectura racionalista recreada en el escenario –con sus ángulos rectos y sus metales– y las curvas, volutas y arpas soldianas del teatro reproduce las contradicciones del propio Ginastera, un hombre del Colón y del establishment musical –con todo lo que eso significaba en la década de 1960– y al mismo tiempo, acaso contra su voluntad, un icono de la modernidad. Su partitura, además de partir de una serie dodecafónica –la misma, curiosamente, que utiliza Luigi Nono en Il canto sospeso–, emplea algunos otros elementos usuales en las vanguardias de ese momento: racimos de notas, “nubes” de sonidos, la aleatoriedad. Según el mismo Ginastera, “el misterio sobrenatural inculcado a la música” estaba en íntima relación con la trama: una historia ambientada en el Renacimiento italiano, en la que los famosos monstruos de los jardines de Bomarzo eran la contracara del largo periplo de dolor del duque jorobado, vejado de pequeño por su padre y sus hermanos, y de grande impotente, asesino y (posiblemente) homosexual. En la novela de Mujica Lainez, por otra parte, una cierta ambigüedad envuelve la supuesta inmortalidad que la abuela le promete al noble. De hecho, en su largo flashback, él no deja de señalar las modificaciones a la ciudad realizadas por Mussolini. El libreto elimina esa duda y la ópera termina –como casi todas– con una muerte.
A pesar de las modernidades explícitas, el lenguaje de Ginastera se basa en algunas superposiciones largamente pregonadas por el ideario estético de la Facultad de Música de la UCA que él supo dirigir; en particular el hecho de que, no importa lo que pasara por el lado de los aggiornamientos, el conocimiento de la tradición debía quedar perfectamente claro. El compositor, por ejemplo, utiliza un Dies Irae gregoriano y lo superpone con un Saltarello que es, en realidad, un malambo. La operación, con todo, no es esencialmente novedosa: Berlioz utilizó el mismo Dies Irae en el aquelarre de su Sinfonía Fantástica, Franz Liszt lo usó como tema en su Totentanz (danza de la muerte) y Rachmaninov en el final de su última sinfonía. En cuanto al mundo renacentista evocado, las fuentes son indirectas y sumamente identificables en el material que circulaba por ese entonces. El pastor, que abre y cierra la ópera con su canto (“No me cambio en mi pobreza, por el duque de Bomarzo...”), usa la música del Lamento de Tristano, una de las pocas piezas medievales que a mediados de la década del 60 ya había sido grabada en disco. La secuencia de las danzas (Passemezzo, gagliarda, saltarello) revela el conocimiento de la Orchesographie de Toinot Arbeau (el Pasemezzo es casi literal, sólo que atonalizado) o, por lo menos, de dos adaptaciones contemporáneas en ese entonces muy en boga: las Antiche Danze ed arie de Ottorino Respighi y la Capriol Suite de Peter Warlock.
Bomarzo terminó estrenándose en Buenos Aires en 1972 y fue repuesta con otra régie en 1984. La versión que subirá a escena el viernes próximo ficcionalizará por primera vez la leyenda de Bomarzo y su prohibición tanto como el argumento de Mujica Lainez que musicalizó Ginastera. Si es cierto que la vida de ese duque (que en realidad no fue jorobado ni tuvo una existencia torturada) habla más de las pasiones y preocupaciones estéticas de la Argentina de los ‘60, el homenaje explícito al viejo Instituto Di Tella de la calle Florida coloca ese dato en primer plano. Allí trabajaba Ginastera y allí los dos autores explicaron cómo habíancompuesto la ópera, en una conferencia que se convirtió en el acto público de repudio a la prohibición más importante del momento. Y tanto Arias como Platé fundan su genealogía artística en el Di Tella. En esta ocasión, la ópera subirá a escena en siete funciones, una de ellas –la del 25, día en que se cumplen 20 años de la muerte de Ginastera– dedicada a estudiantes, y lo hará con un elenco encabezado por Carlos Bengolea, Carole Farley, Virginia Correa Dupuy, Marcelo Lombardero, Ricardo Yost y Alejandra Malvino. La dirección musical está a cargo de Stefan Lano, el vestuario es de Françoise Tournafond, la iluminación de Joël Hourbeit y la coreografía fue realizada por Diana Theocharidis.

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