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Domingo, 1 de abril de 2012

Tópico de Cáncer

Identificada comúnmente como una enfermedad de la vida moderna, el cáncer acompaña y amenaza al hombre desde la Antigüedad. Los intentos por vencerlo conforman, en buena medida, la historia de los progresos (y fracasos) científicos y filosóficos del ser humano frente a la enfermedad. Desde los primeros médicos egipcios y griegos hasta los asépticos laboratorios de la genética, pasando por las operaciones medievales, los quirófanos victorianos, el descubrimiento de la anestesia y los rayos X, el monumental y premiado volumen El emperador de todos los males, del oncólogo Siddartha Mukherjee, es un abordaje sensible e inteligente de la historia de esa enfermedad hoy atravesada por el marketing, los medios, los negocios de los laboratorios, a la que Estados Unidos llegó a declararle la guerra y que recién ahora estamos empezando a comprender. A continuación, una breve historia de esa larga batalla.

 Por Soledad Barruti

“En 2010 unos 600 mil estadounidenses y más de 7 millones de personas en todo el mundo murieron de cáncer. En Estados Unidos, una de cada tres mujeres y uno de cada dos hombres desarrollarán cáncer durante su vida. Una cuarta parte de las muertes estadounidenses, y alrededor del 15 por ciento de todos los fallecimientos en el mundo, se atribuirán a él.” Estos abrumadores números son la puerta de entrada a uno de los éxitos editoriales de 2011. Ganador del Pulitzer y del First Book Award de The Guardian, nominado al National Book Critics Circle Award y Top 10 del año según un abanico crítico tan amplio como el The New York Times, la revista Time y Oprah Winfrey, El emperador de todos los males se presenta nada más y nada menos que como la biografía oficial del cáncer. Escrito de a lapsos de entre 5 y 15 minutos por día (lo que quedaba de tiempo libre a su ahora famosísimo autor, pero entonces respetado y joven oncólogo full time más padre de familia, Siddartha Mukherjee), el libro tiene casi 700 páginas y consiguió contrato cuando su escritura iba más o menos por la mitad. Claro que con el diario del lunes lo primero que uno piensa es que es increíble que los editores no se hayan batido a duelo por publicarlo. Pero lo cierto es que su autor se topó más bien con pensamientos encontrados donde imperaba la cautela. “Las respuestas fueron bipolares. O me decían: ‘Nadie va a leer sobre el cáncer’, o: ‘Cómo puede ser que este libro no haya sido escrito antes’.” En lo que definitivamente acordaban todos era en que el cáncer atemoriza, lo que no hacía más que avivar el entusiasmo de su autor. “Para mí ésa era la respuesta equivocada. Si la gente tiene miedo, es la principal razón para hablar”, dijo enfático mientras redondeaba su ambicioso proyecto.

El Dr. Sidney Farber, confidente y asesor de Mary Lasker, legendaria “hada madrina” de la investigación, que intimó a la nación norteamericana a luchar contra la enfermedad.

BAJO EL SIGNO DEL CANGREJO

¿Dónde empieza la historia del cáncer? ¿Se puede hablar de su nacimiento? Carla, la paciente que da comienzo al relato, no se formula esa pregunta, al menos no de cara al médico que luego va a contar su historia. Carla se pregunta qué tiene y si se va a poder curar. Para ella el comienzo son unas tremendas migrañas, una fatiga irreconocible para su carácter “alegre y entusiasta”. Las dos o tres visitas a médicos que no dieron con ningún diagnóstico. Finalmente, su propio pedido de que le hagan un análisis más profundo. La extracción de sangre y una nueva extracción para confirmar el peor de los pronósticos: leucemia. La segunda de sus preguntas no tendrá respuesta hasta el final del libro. En medio, mientras Mukherjee recorre la historia del cáncer, Carla pasará por la aislación total para someterse a la inmunodepresión gracias a la que soportará el cruento y a la vez esperanzador tratamiento oncológico. Es hacia las últimas páginas de El emperador... cuando el lector se entera de que Carla se cura. Para sorpresa de su propio médico y autor, que esperaba cerrar el libro con la muerte de su paciente, la remisión de Carla se mantiene hasta ahora y su futuro parece de lo más auspicioso. Pero contar el desenlace de la vida de Carla no le quita ni un ápice de intriga al libro. Porque la trama de El emperador... no está centrada en esta maestra jardinera joven (ni en torno de ningún paciente) sino en los científicos que, como piezas de un rompecabezas, fueron armando la silueta de esta enfermedad que por momentos parece tener a la humanidad atenazada.

La empresa de la ciencia es lenta, y la figura que usa Mukherjee para contarla es –una vez más– la de la guerra. Aunque no le gusten las metáforas y cite una y otra vez a Susan Sontag –que en los años ‘70 combatió desde su libro La enfermedad y sus metáforas los estereotipos, las fantasías punitivas y sentimentales alrededor del cáncer–, Mukherjee es médico y trabaja en Estados Unidos, país que oficialmente declaró la guerra no sólo a un sinnúmero de países, sino también a esta enfermedad. Una guerra fría, filosa, de luz blanca, en la que los médicos actúan como generales y héroes que batallan contra un monstruo invasor que se despliega con sus mil y una caras sobre pacientes que son soldados, víctimas, trinchera y campo de batalla.

“Solemos pensar en el cáncer como una enfermedad ‘moderna’ porque sus metáforas lo son, y tanto. Es una enfermedad de la sobreproducción, de crecimiento fulminante: crecimiento imparable, crecimiento inclinado sobre el abismo del descontrol (...) El cáncer es una enfermedad expansionista; invade los tejidos, establece colonias en paisajes hostiles, busca un ‘santuario’ en un órgano y luego migra a otro. Vive desesperada, inventiva, feroz, territorial, astuta y defensivamente; por momentos es como si nos enseñara a sobrevivir. El cáncer explota las características que nos hacen exitosos como especie o como organismo.” Sin embargo, el cáncer aparece por primera vez en la Antigüedad, en un papiro egipcio. Es el propio Imhotep el que escribe sobre “un fruto sanguíneo no maduro, duro y frío al tacto” y él, que siempre tenía un método de cura, frente al tumor se queda mudo. “Cura: no hay ninguna”, sentencia.

De aquella era, Mukherjee cuenta también sobre los cadáveres momificados que conservan sus tumores malignos como un misterio a salvo del paso del tiempo.

Recién dos mil años después aparece un nuevo registro de la enfermedad: en el 440 a.C., Atosa, reina de Persia, sintió la presencia de un bulto sangrante en el pecho. Sumida en una aislación autoinfligida, sin querer recibir tratamiento alguno, se rindió a su padecer. Hasta que un esclavo, Democedes, la convenció de que podría extirpárselo. Nadie sabe cómo resultó esa primera mastectomía, pero sí que cuarenta años después la enfermedad de Atosa aparece nombrada por primera vez. “Bautizar una enfermedad es describir cierto estado de sufrimiento: un acto literario antes que un acto médico”, dice Mukherjee. El racimo de vasos inflamados en torno del tumor fue la viva imagen de un cangrejo desparramado en la arena para Hipócrates: de ahí su nombre karkinos, cangrejo en griego. Luego, ese nombre se cruzaría con otro término que lo completa: onkos, que describe “una carga o, más comúnmente, un peso llevado por el cuerpo”.

Los griegos entendían que el cáncer era el desequilibrio de alguno de los cuatro fluidos que circulaban por dentro. Había rojo, amarillo, blanco y negro. En el 160 d. C., Claudio Galeno reservaba este último al cáncer. “Galeno sostenía que el cáncer era bilis negra ‘atrapada’, esto es bilis estática incapaz de escapar de un lugar y, con ello, coagulada en una masa apelmazada.” Después de nombrarlo, Hipócrates aseguró que era mejor no tratar el cáncer. Galeno, por su parte, creía que era inútil, que “la bilis negra estaba por doquier”. Tintura de plomo, colmillos de jabalí, pulmones de zorro o la compresión de un tumor con planchas eran algunas de las recetas preferibles a entregarse a la descarnada cirugía que se practicaba entonces.

La página publicada en 1969 en la revista Time que le hablaba directamente al presidente: “Sr. Nixon: usted puede vencer al cáncer”. América necesitaba una guerra más fácil que Vietnam y conquistar el espacio interior como se había conquistado el exterior con la llegada a la Luna.

BREVE HISTORIA DE UNA LARGA LUCHA

Fue a partir de la primera autopsia que las teorías de Galeno empezaron a desplomarse. No había bilis negra sino un organismo por descubrir. El estudio de la anatomía retomó la idea de la ablación quirúrgica del cáncer inaugurando toda una etapa tan prolífica como sanguinaria, recién paliada por el descubrimiento de la anestesia, en 1846. “La anestesia y la antisepsia fueron avances tecnológicos aunados que liberaron a la cirugía de su crisálida medieval. Armados de éter y jabón carbónico, una nueva generación de cirujanos acometió los procedimientos anatómicos terriblemente complejos”. Los aventurados primeros oncólogos lograban quitar algunos tumores del cuerpo, pero no lograban evitar que el cáncer volviera a crecer tarde o temprano. Una y otra vez “volvían a la mesa de operaciones y cortaban, como si estuvieran atrapados en un juego del gato y el ratón, mientras el cáncer horadaba el cuerpo humano pedazo a pedazo”.

El encarnizamiento terapéutico para acabar con el maligno cangrejo tuvo su máximo exponente en William Halsted: un médico cocainómano que hacia fines del 1800 inventó la mastectomía radical. Vaciar lo más posible el cuerpo de las mujeres (quitaba glándulas, músculos, incluso huesos de las costillas) con el fin de lograr remisiones totales y, en muchos casos, donde no era necesario operar, con la siniestra intensión de doblegar su carácter.

Las cirugías eran todo un espectáculo. El 1900 inaugura la época de los médicos celebrities “rebozantes de confianza” que operaban para deleite de testigos tan privilegiados como intrigadísimos. “El quirófano era para ellos un teatro de operaciones y la cirugía, una actuación elaborada, a menudo presenciada por un público silencioso que miraba desde una claraboya situada encima del teatro.” Deslumbrados por su propio brillo, ni siquiera podían ver todavía el fracaso que escondía la brutal operación. Es que no importaba cuánto quitaran, el cáncer volvía o ya estaba esperando, agazapado, en algún otro órgano.

Para la misma época, en un escenario diferente, una serie de casualidades dieron los descubrimientos de los rayos X, el radio y finalmente, eureka, la loca idea de que esta nueva forma de energía tal vez sirviera para todo esto. Fue un joven de veintiún años, Emil Grubbe, quien a puro instinto hizo la primera prueba exitosa: “Grubbe comenzó a bombardear con radiación a Rose Lee, una mujer mayor afectada con cáncer de mama, por medio de un tubo improvisado de rayos X (...) La irradió durante 18 días. Aunque doloroso, el tratamiento tuvo algún éxito”. Gruebbe enseguida siguió con otras pacientes, todas con el mismo resultado: los tumores se reducían. A comienzos del siglo XX “había nacido una nueva rama de la medicina del cáncer, la oncología radioterápica”.

Pero la nueva cura tenía dos problemas. La primera era que la radiación en sí misma producía cáncer (y sus víctimas más notorias fueron la propia Marie Curie y el joven inspirado Grubbe). La segunda, que tampoco era eficaz con las metástasis. “El cáncer, aun cuando comience localmente, espera de manera inevitable para salir de su confinamiento.”

Escapar de la encrucijada de elegir entre “el rayo caliente o el cuchillo frío” requirió de una nueva herramienta –o arma, para volver al lenguaje de guerra que subyace detrás de este relato–. Un veneno específico y sistémico para el cáncer.

El descubrimiento de la quimioterapia encuentra sus raíces a fines del siglo XIX en las fábricas textiles, que explotaban el uso de químicos y tinturas. ¿Qué reacción tiene un colorante sobre una célula?, se preguntaba el médico alemán y Nobel de 1908 Paul Ehrlich. Tinturas químicas para atacar microbacterias era lo que probaba cuando descubrió sustancias que las destrozaban. La idea de encontrar una sustancia como ésa que, cual “bala mágica”, destruyera el cáncer obsesionó por años no sólo a Ehrlich sino a quienes siguieron sus pasos. Pero la similitud entre las células cancerosas y las normales no hacían nada fácil la tarea. La investigación recién dio sus frutos cuando el conocimiento químico y molecular se volvió más profundo, alrededor de los años ‘50.

Hasta acá más o menos el racconto de los hechos, que nos lleva a las prácticas actuales que se utilizan para curar el cáncer. Faltaba que la ciencia ahondara en la genética para comprender la complejidad de la enfermedad ante la que se enfrentaba. En ese camino, los científicos irían virando hasta conformar su propio establishment, los pacientes se convertirían en seres de derechos con sus propios reclamos, y la curación sería no sólo un anhelo sino también un negoción multimillonario que, como todos, o, tal vez, más que ningún otro, puede representar los más turbios intereses por sobre cualquier otro propósito.

Imhotep, el médico del Antiguo Egipto que menciona por primera vez, entre los papiros conocidos, el cáncer. Escribe sobre “un fruto sanguíneo no maduro, duro y frío al tacto”, y, él, que siempre tenía un método de cura, frente al tumor se queda mudo. “Cura: no hay ninguna”, sentencia.

JUNTANDO FONDOS PARA LA SILENCIOSA GUERRA MUNDIAL

La primera vez que apareció una gran cantidad de dinero asociada al cáncer fue en 1927. Alertados ya por el aumento de enfermos, el senador Matthew Nelly le pidió al Congreso que ofreciera una suma de cinco millones de dólares “por cualquier información que condujera a la detención del cáncer humano”. Claro que la absurda propuesta, digna del Lejano Oeste, no tuvo ninguna respuesta seria, pero fue el puntapié para que en 1937 el país lanzara un “ataque nacional contra el cáncer”. Así, ese mismo año el presidente Roosevelt promulgó la ley de creación del Instituto Nacional del Cáncer para coordinar la investigación y la educación sobre el tema. Los médicos se pusieron a trabajar con entusiasmo, pero la propuesta se topó enseguida con un límite feroz: la guerra real que los alemanes declaraban al mundo unos meses después truncó esa primera abatida conjunta. Si bien la empresa bélica y sus descubrimientos terminarían nutriendo la lucha contra el cáncer, para los médicos ése fue un duro golpe que se sumaba al achique que ya habían experimentado cuando, en la Primera Guerra, las empresas químicas dejaron de desarrollar remedios para pasar a crear venenos para el enemigo.

Por otro lado, no sólo la Segunda Guerra desplazaba los intereses. Con el descubrimiento de las vacunas y los antibióticos la gente se enfermaba menos. La ciencia había logrado que en treinta años la esperanza de vida trepara de 47 a 68 años. Entre 1945 y 1960 se construyeron en Estados Unidos casi mil hospitales y, ostentando salud, florecía “una joven generación que soñaba con una existencia libre de la muerte y de las enfermedades y arrullada por la idea de perdurabilidad de la vida, se lanzaba al consumo de bienes durables”. Sin embargo, en las sombras y en silencio “a diferencia de las demás enfermedades, el cáncer se había negado a participar de esta marcha del progreso”.

En el mundo de posguerra, entonces, el cáncer aparecería y desaparecería de la primera plana de los medios que despiertan la atención pública. Si había guerra, conflictos económicos, si mataban presidentes, o había que acunar el progreso como la llegada de Dios, el cáncer parecía perder interés público. (Lo que no significaba que no hubieran descubrimientos. Si la utilización de drogas específicas para el cáncer prosperó después de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se debió a que a raíz de un accidente con gas mostaza se creó una unidad encubierta llamada Unidad de Guerra Química para estudiar esos compuestos tóxicos y sus posibles utilidades. El resultado fue el avance más grande contra un tipo de leucemia jamás logrado, “sellando la vinculación entre la guerra química de los campos de batalla y la guerra química del cuerpo”). Pero a primera vista, así como en la guerra muchos científicos dejaban a los pacientes para idear bombas y otras armas letales, en épocas de bonanza nadie quería seguir escuchando hablar de nada terminal.

Para tener continuidad en esos avatares de la coyuntura mundial, la investigación médica debería aggionarse. Es decir, sumar las ideas que bullían en otros barrios, como el de la publicidad y el marketing. Los médicos necesitaban volverse políticos que manejaran fondos. Fue Sidney Farber, un prolífico estudioso de la enfermedad y hasta entonces outsider que hacía sus valiosas pruebas ocupando escritorios vacíos y huecos de escaleras, quien labraría esa relación.

Era una época propicia para la caridad. Los grupos de la alta sociedad como el Variety Club de Nueva Inglaterra empezaban a “mostrar” conciencia social y el público no hacía más que agradecer y aplaudir de pie el melodrama. El Variety Club ya había adoptado una niña huérfana cuando, en su búsqueda por entidades a las que beneficiar, se acercaron al hospital de niños y conocieron a Farber. Juntos crearon el fondo para la investigación del cáncer infantil. Y enseguida se lanzaron al propósito principal: conseguir fondos. La primera propuesta fue organizar una rifa. Obtuvieron casi 50 mil dólares. Mucho. Pero no tanto como esperaban.

“Entendieron que necesitaban un niño como emblema, como gancho para atraer al público.” Algo que no era tarea fácil. “Las salas estaban ocupadas por pacientes en lamentables condiciones, deshidratados y con náuseas a causa de la quimioterapia, niños casi incapaces de mantenerse erguidos.” Había un solo chico, que no tenía leucemia sino un linfoma poco común y un nombre poco común: Einar Gustafson.

La conversión de Einar en el símbolo del niño con cáncer es todo un signo de época. Médico y mecenas le cambiaron el nombre a Jimmy, lo hicieron hablar por la radio y en medio de la transmisión, después de que Einar declarara que su deporte preferido era el béisbol, los jugadores de su equipo favorito entraron a su habitación para cantar con él el himno del juego en vivo, partiendo el corazón de los conductores, de la audiencia, de todo un país que lloraba al ritmo de “llévame al partido de béisbol, llévame con la multitud, cómprame cacahuate”. “Poco se dijo del cáncer del niño: innombrable, la enfermedad acechaba en la sombra como un espectro. (...) Pero aun antes de que los Bravers se hubieran ido, se había formado una fila de donantes frente a la entrada principal del hospital infantil.” La campaña contra el cáncer, al igual que la política, necesitaba “íconos, mascotas, imágenes, consignas; tanto las estrategias de la publicidad como las herramientas de la ciencia”.

Enseguida, los cuartos de hospital se llenaron de dibujitos (“era Disneyworld mezclado con Cancerlandia”), pero la idea recién prosperó realmente cuando Farber y sus benefactores encontraron un hada madrina. Mary Woodward Lasker, una multimillonaria neoyorquina “cuya misión era transformar la geografía de la salud estadounidense mediante la creación de grupos, la presión y la acción política” mientras “almorzaba con los Rockefeller, bailaba con los Truman y cenaba con los Kennedy”.

Con ella nació la Sociedad Estadounidense del Cáncer (que sería seguida por un montón de fundaciones y asociaciones). De su mano las donaciones no paraban de crecer, se comenzó a usar la palabra “cruzada” para la lucha y en el campo de la medicina, los recursos abundaban. Los experimentos, como combinar rayos con quimioterapia para tratar metástasis, daban sus frutos. Hacia 1958, Farber logró que por primera vez un tumor sólido metástico respondiera al tratamiento. Se sintetizaron más drogas y sustancias, se describieron varios tipos de cánceres diferentes y así, entre cocktails y cocktails, había quienes se permitían celebrar esas primeras ganancias.

Einar Gustavson, un paciente del Dr. Farber, convertido durante la postguerra en emblema de la lucha contra el cáncer por el aristocrático Variety Club de Nueva Inglaterra, que lo rebautizó “Jimmy” y lo hizo parte de una campaña junto a su equipo de béisbol favorito para juntar fondos destinados a investigación.

LA NUEVA GUERRA AMERICANA

Claro que la lucha química tenía su contracara tan salvaje como la quirúrgica. Con el avance de la quimioterapia, el límite entre lo que cura y lo que mata se fue volviendo cada vez más difuso. Sin idea de pacientes con derechos, las personas parecían muchas veces las meras portadoras de su acérrimo enemigo. Muertos por infecciones, por nuevos cánceres, por náuseas feroces que derribaban a las personas como patadas en el estómago, la idea de que cualquier cosa parecía mejor que morir de cáncer era llevada al extremo. La fórmula cargaba con la convicción de que si se salvaba una vida mejor, pero lo importante era salvar a la humanidad. La presión estaba puesta sobre todos: políticos, médicos y pacientes. Así, una vez más el cáncer dejaba de ser un murmullo y saltaba con vehemencia a las tapas de los diarios, volviéndose La Enfermedad de la época. La Gran Bomba –escribió una columnista del The New York Times– era reemplazada por La Gran C. En 1969 la revista Time sacaba un artículo instando al presidente: “Señor Nixon: usted puede curar el cáncer”. Sólo faltaba voluntad y, siempre, más dinero; después de todo, parecía mucho más abordable que el fin de la guerra de Vietnam. Además, si el hombre podía llegar a la Luna, no podía ser tan complejo llegar a la gran cura universal (dominar el espacio interior así como habían hecho con el exterior): “Las guerras demandan una definición clara del enemigo. De modo que el cáncer, una enfermedad polimorfa de colosal diversidad, se reformuló como una entidad monolítica. Era una enfermedad”. O más bien, La Enfermedad.

Ahora, si bien había ciertos avances en los tratamientos, nada –o casi nada– se sabía todavía del cáncer en sí. ¿Qué lo generaba exactamente? ¿Por qué su comportamiento era tan anárquico, tan feroz? La idea de indagar en la causa era igual de importante para la cura como para la posibilidad de prevención. Y esas preguntas todavía sin respuesta llamaban al repliegue en los laboratorios. Con el antecedente de que en 1911 el médico norteamericano y también Nobel Peyton Rous había encontrado un virus que provocaba un extraño sarcoma, importantes científicos se abocaron a investigar exhaustivamente todos los tipos de virus y bacterias que pudieran, avivando sin querer una fantasía que sobrevoló desde siempre: la idea de que el cáncer se podía transmitir, como una gripe.

Por fortuna, en paralelo, el descubrimiento de que factores ambientales como el hollín o el radio podían hacer mutar las células que luego devendrían en cáncer empezaban a ahuyentar esas ideas de contagio. Hacia 1960, con el cáncer de pulmón como epidemia, se comenzaron a establecer los claros vínculos entre el hábito con más pregnancia de las sociedades modernas y la enfermedad. El primer carcinógeno irrefutable salió a la luz a mediados de esa década, pero sus víctimas seguirían (siguen) cayendo mucho tiempo después de que las primeras leyendas de alerta aparecieran en las cajas de Marlboro.

La detección de los carcinógenos avanzó en la idea de prevención. “Nómbreme cinco cosas que debería hacer para no contraer cáncer”, le pidió una periodista de The Guardian a Mukherjee. “No fume, no fume, no fume, no fume y no fume”, respondió él. Si los médicos blanden desde hace cincuenta años con tanta furia la campaña antitabaco, es porque desde el comienzo entienden que hacer desaparecer el resto de los carcinógenos nos llevaría a modificar el sistema en el que vivimos integralmente. El mismo Mukherjee lo dice en su libro: “Somos simios químicos: tras descubrir la capacidad de extraer, purificar y hacer reaccionar moléculas para producir nuevas moléculas hemos empezado a hilar un nuevo universo químico a nuestro alrededor. Así, nuestros cuerpos, nuestras células, nuestros genes, se sumergen y vuelven a sumergirse en un cambiante mundo de moléculas: pesticidas, drogas farmacéuticas, plásticos, cosméticos, estrógenos, alimentos, hormonas. Alguna de ellas serán inevitablemente carcinógenas. Pero no podemos hacer que ese mundo desaparezca”.

Más allá de que en torno del cáncer el número de enfermos siempre ha ido en ascenso, la posibilidad de detectarlo antes de que fuera irreversible y los diferentes tratamientos que se iban aplicando hicieron que la sobrevida ante algunas formas malignas fuera cada vez mayor. Las conquistas de esos años (el papanicolaou y la mamografía, por ejemplo, marcarían un antes y un después en la historia del cáncer de cuello de útero y de mama) se completan con la especificidad en las estrategias terapéuticas que traerían los ’70, cuando el estudio de las hormonas logró llegar al descubrimiento de drogas como el tamoxifeno que, junto con la cirugía, la radiación y la quimioterapia adyuvante (la que se administra como complemento para disminuir la posibilidad de reincidencia), generaron progresos muy significativos en algunos cánceres de mama, logrando aumentar la sobrevida de una paciente de 17 a 30 años.

LOS OSCUROS ’80

Ahora bien, si el objetivo era la erradicación del mal, esos avances no eran más que consuelo de pocos. Los ’80 fue la hora más oscura de la quimioterapia, dice Mukherjee. “Fue una época extraordinariamente cruel, que mezcló promesas con decepción y aguante con desesperación.” No sólo por las pruebas de resistencia tóxica que se hacía sobre los pacientes, sino porque venía de la mano con otra ola de presión social y política surgida a la vera del avance de otra enfermedad masiva: el sida.

Eran los mismos pacientes los que pedían que aprobaran las drogas sin tanta prueba, que la medicina avanzara. “Los pacientes habían perdido la paciencia. No querían ensayos, querían drogas y curas.” Pero el rótulo de experimental no sólo era una precaución médica que se alzaba para evitar dañar personas. Con la medicina cada vez más privatizada, una vez superada la etapa experimental (en la que los pacientes podían comprar los remedios), las prepagas tenían que suministrarlos en forma gratuita, obstaculizando un negocio que de 1970 a 1990 alcanzó los tres mil millones de dólares y que hoy es un entramado de cifras incalculables que despierta las peores sospechas.

“El cáncer moderno es un gran negocio y sus drogas son el cash del futuro de las grandes droguerías. El costo del desarrollo de fármacos claramente valdría la pena si prometieran curas o remisiones. Pero la gran mayoría logra resultados mucho más modestos. Por ejemplo, la droga llamada Tarceva extiende la vida de pacientes con cáncer de páncreas por solo doce días y cuesta veintiséis mil dólares”, escribió Steven Shapin para el The New Yorker en su reseña sobre el libro.

Ese medio no fue el único en señalar que el relato épico de Mukherjee es justamente, a veces, demasiado épico. La omisión casi total del manejo de los laboratorios, la exposición de un único caso de engaño público realizado por un médico sospechosamente no norteamericano (un sudafricano que fraguó resultados para promocionar su método para el autotransplante de médula ósea), el escaso espacio que da a otros cancerígenos que no sean el tabaco, dejan un tendal de dudas, no tanto por lo que cuenta sino por las porciones del presente que deja sin contar. El libro es un relato completo y apasionante, por momentos bastante complejo también, de la parte de la historia que Mukherjee quiso contar: un viaje de casi treinta siglos que recorren no sólo cómo se fue encendiendo la luz alrededor del cáncer, sino la relación científica y filosófica del hombre con esa enfermedad.

El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer Siddhartha Mukherjee Taurus 640 páginas

NUESTRO LADO INMORTAL

En los últimos años, la lucha contra el cáncer tuvo un fuerte avance. En ese sentido, la elección de una paciente como Carla –aparentemente terminal, que confiesa que el cáncer se ha convertido en su vida, pero que aun así logra salvarse– puede oficiar de un nuevo símbolo de época. Hay cánceres totalmente curables y remisiones que duran toda la vida.

El descubrimiento del comportamiento genético de la enfermedad (el hallazgo más contemporáneo) fue fundamental para el descubrimiento de nuevas drogas específicas. “La célula cancerosa es una versión distorsionada de nuestro ser normal –explica Mukherjee–. El cáncer está cosido a nuestro genoma. Los oncogenes surgen de mutaciones de genes esenciales que regulan el crecimiento de las células. Las mutaciones se acumulan en ellos cuando los carcinógenos dañan el ADN, pero también a partir de errores aparentemente azarosos en sus copias cuando las células se dividen. El primer aspecto podría prevenirse, pero el segundo es endógeno. El cáncer es un defecto de nuestro crecimiento, pero ese defecto está profundamente arraigado en nosotros. Sólo podremos librarnos del cáncer cuando podamos librarnos de los procesos de nuestra fisiología que dependen del crecimiento: envejecimiento, regeneración, curación, reproducción. (...) Desde un punto de vista conceptual, la batalla contra el cáncer lleva la idea de la tecnología hasta su límite último, porque el objeto sobre el que se interviene es nuestro genoma.”

El cáncer es poderoso, tanto que en el laboratorio el propio Mukherjee trabaja con células cancerígenas totalmente en actividad de una paciente que murió hace treinta años. “Uno de los ejemplos más provocativos del comportamiento de una célula cancerosa es su inmortalidad (...). El cáncer trata de una manera muy literal de emular un órgano que se regenera, o tal vez –una posibilidad mucho más perturbadora– a un organismo que se regenera. Su búsqueda de la inmortalidad refleja la nuestra.” Ahora bien, Mukherjee también sabe que “toda biografía debe también afrontar la muerte de su biografiado”. La muerte de algo inmortal que vive en no-sotros: un oxímoron tan despiadado como la misma enfermedad. Así, la idea de este médico que refleja la de toda la campaña de una nueva generación de médicos que libera una lucha renovada es dedicar su ciencia a que esa muerte no ocurra antes de la vejez. “Tal vez el cáncer defina el límite exterior intrínseco de nuestra supervivencia. Cuando nuestras células se dividen y nuestro cuerpo envejece, y las mutaciones se acumulan inexorablemente unas sobre otras, el cáncer bien podría ser el término final en nuestro desarrollo como organismos. Sería una victoria sobre nuestra inevitabilidad: una victoria sobre nuestro genoma.”

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