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Domingo, 29 de abril de 2012

CINE > SE ESTRENA LA SEPARACIóN, GANADORA DEL OSCAR A LA MEJOR PELíCULA EXTRANJERA

No me iré sin mi hija

Una mujer se quiere divorciar y emigrar con su hija, pero la ley no encuentra motivos para justificar la disolución del matrimonio. Menos explícito que su camarada Jafar Panahi (condenado a 6 años de prisión domiciliaria y a 20 años de inhabilitación para filmar), el iraní Asghar Fahardi es igual de agudo a la hora de retratar la complicada situación que se vive en Irán, una sociedad tironeada entre la modernidad y la tradición religiosa. Con La separación, ganadora del último Oscar a Mejor Película Extranjera, ilumina sin panfletismo las complejidades culturales y morales de enfrentar pacíficamente a una sociedad patriarcal.

 Por Paula Vazquez Prieto

El cine iraní contemporáneo ha logrado en la cámara intrusa, casi documental, de Asghar Fahardi, un retrato agudo y punzante de varios de los conflictos sociales, morales y religiosos que desnudan casi elípticamente la vida profunda de ese país. La separación, la quinta película del director, quien ya había obtenido reconocimiento internacional en varios festivales con su película anterior For Elly (2009), cuenta la historia de dos familias, una de clase media, intelectualmente ambiciosa, residente en el centro de Teherán, en pleno proceso de separación, y la otra, más humilde, que habita en las afueras de la urbe, profundamente religiosa y acuciada por las deudas. Los lazos que unen sus dos universos se tensan con creciente fricción a lo largo de la trama y, coqueteando con un melodrama en versión ascética y despojada, Fahardi expone sutilmente al espectador como árbitro de situaciones conflictivas donde las discusiones sobre el deber y la culpa se convierten en claras reflexiones morales.

Ganadora del Oso de Oro en el pasado Festival de Berlín y del Oscar a la Mejor Película Extranjera este año, la película se inicia con un plano de una pareja, Nader (Peyman Moaadi) y Simin (Leila Hatami), mirando a cámara. Están frente a un juez, al que oímos pero no vemos, presentando la demanda para obtener el divorcio. La mujer, Simin, quiere irse del país para ofrecer a su hija de 11 años, Termeh (interpretada por Sarina Fahardi, la hija del director), una vida que, cree, será mejor. Su marido, quien inicialmente estaba de acuerdo con ese viaje, ha decidido permanecer en Irán para cuidar a su padre anciano y enfermo de Alzheimer. Ambos son buenos padres, se preocupan constantemente por la educación de su hija, ambos quieren lo mejor para su familia, y, asimismo, ambos son razonables en la defensa de sus posiciones. Sin embargo, no parece haber otra solución posible que tomar caminos separados.

El clima que exuda la película lejos de aquietarse luego de la primera audiencia, donde el divorcio es negado a Simin porque no hay elementos suficientes que justifiquen su reclamo –su marido no se droga, ni le pega, ni la condena a la miseria–, se torna casi irrespirable. Ante la ausencia de su esposa, que se va a vivir con sus padres porque no quiere abandonar Irán sin su hija –quien decide permanecer bajo la tutela paterna–, Nader se ve obligado a contratar a una mujer, Razieh, para que cuide a su padre enfermo mientras él va a trabajar. Razieh, profundamente devota del Corán, embarazada y a cargo de su pequeña hija, oculta a su marido la tarea que realiza. El ingreso de esa otra familia en escena desemboca en una colisión sonante, desencadenada por una serie de eventos desafortunados que disparan la acción en una espiral que escapa vertiginosamente al control de los personajes. Como el mismo Fahardi destacó respecto de su película, de la que además de director es guionista, “es una historia de detectives sin la presencia de detective alguno”. Cada indicio, al inicio irrelevante, se convierte en una pieza fundamental en la resolución del dilema. Lo que Fahardi parece preguntarnos, a través de esa cámara distante e inquisidora, es hasta qué punto es posible “hacer justicia” en un mundo evidentemente injusto y desaprensivo.

Sin un dictamen lineal ni explícito sobre el escenario político de su país, Fahardi muestra las grietas que se hacen evidentes en un sistema conservador y patriarcal incapaz de atender las contradicciones que puedan presentarse en la vida práctica. Invadido por la misma sensación de impotencia y frustración que contagia al espectador, sorprendido por sus propios descubrimientos como un etnólogo, nos invita a un juego en el que, de una u otra manera, todos pierden. El drama en la separación de Nader y Simin consiste en que, en última instancia, ambos tienen el derecho inalienable a pensar por sí mismos y a defender lo que quieren.

Esa vocación de los personajes de La separación parece ser la condición actual de director de cine en Irán. Al igual que su coterráneo Jafar Panahi, condenado en 2010 a seis años de prisión domiciliaria y a veinte años de inhabilitación para hacer cine, Fahardi desliza con pericia su desacuerdo con la situación actual de la mujer en su país. Panahi ha sido más directo en sus críticas –la condena lo demuestra– y su irreverencia no ha mermado, tal como lo exhibe la circulación de su última película This is not a film (2011) por diversos festivales, filmada extraoficialmente en cautiverio, en clara rebelión a la censura, y casi como manifiesto del deseo de Panahi de seguir siendo escuchado. Fahardi, si bien ha sufrido la intromisión del régimen en el rodaje de La separación debido a sus expresiones en 2009 durante el discurso de aceptación del Oso de Plata en Berlín por la película For Elly –abogaba a favor del regreso de sus compatriotas, cineastas exiliados como Bahman Ghobadi, para poder seguir haciendo películas en el país–, su diplomacia en las relaciones con el poder político le ha permitido sutiles subversiones culturales no tan expuestas. Fahardi no asesta un puñetazo certero al machismo que todavía hoy rige la cultura iraní, como tantas otras, pero hace evidentes sus falencias. La realidad a la que se ve sometida la mujer, cuyos deseos y decisiones se ven constantemente relegados frente a los de su marido, tampoco exime a ellos de la angustia e insatisfacción que acarrea esa supuesta posición privilegiada. Víctimas, además, de la ironía de un entramado jurídico incapaz de dar respuesta a los interrogantes que se hacen presentes en el complejo escenario de las relaciones humanas, las criaturas de Fahardi son el vivo retrato de una sociedad prisionera en ese pasaje, a veces forzado, de la tradición a la modernidad.

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