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Domingo, 10 de junio de 2012

ARTE > ANA GALLARDO EN LIPRANDI

EL GESTO DE LA PAZ

Ana Gallardo es una artista que consigue sorprendentemente hablar de temas íntimos pero de poderosos ecos sociales. Lo hizo en dos muestras sobre el aborto, lo hizo con las separaciones de pareja, y hasta convirtió sus muebles en una casa móvil. Su nueva muestra aborda la violencia para recordarnos los frágiles puentes que tienden sobre la soledad los gestos más mínimos.

 Por Leopoldo Estol

Hasta hace pocos días se podía visitar en el Malba la muestra Bye bye American Pie. En ese conjunto de obras de había una foto pegada con chinches a la pared en donde una embarazada se inyectaba –brazo en primer plano– alguna droga potente en la casa de sus amigos. Frente a esa descocada madre acuden varios fantasmas como preguntas que alborotan la paz interior: señor Larry Clark, ¿por qué disparó la foto en lugar de rescatar a la loca y dejarla en casa sana y salva? Para todos los voyeurs que miraron y para los que se escandalizaron con razón hay una segunda oportunidad –en otra muestra, en otra galería– para seguir elaborando esta extraña sensación: rayadas en una pared, las palabras aparecen escritas como un tatuaje cuyo compromiso con la piel es innegable. En la galería Ignacio Liprandi, los surcos se abren devorando cemento.

“Qué hija de puta. Muchos días esperé. La concha de la lora me dijo que antes cuidara a la vieja puta.” Arranca así en tono de maldición (más malas palabras no entrarían en este párrafo) y el texto sigue y abunda en detalles escabrosos que no matan a nadie pero cuya cercanía es incómoda, rara, difícil de encasillar. Y la cosa se pone peor. Es la muestra de Ana Gallardo, artista nacida en Rosario que viene trabajando hace casi tres décadas en Buenos Aires y últimamente tomándose algunos aviones, respondiendo a invitaciones del mundo a mostrar su arte.

Hay dos obras presentadas en el cambio de milenio que ayudan a enfocar cómo los intereses políticos y la imaginación se mezclan de manera radical en las obras de Gallardo. Manifiesto escéptico, presentada en el ’99 en la Galería Tienda Juana de Arco, ordenaba sobre la pared un montón de adminículos, herramientas, tijeras y hasta la pinza de agarrar hielitos, todos ellos pegados con cinta de papel a la pared. Denotando un montón improvisado de cosas, tan improvisado como urgente. Otra pieza un año posterior consistía en más de cien ramos de perejil atados con hilo de coser ocupando toda la superficie de pared disponible. La intriga del porqué de estas organizaciones de verdura y materiales no tiene un largo suspenso, la artista se ocupa de correr el velo. Se trata de elaborar el aborto. Y sus terrenos lindantes, que en una cotidianidad exigida, temerosa de decir y de bajos recursos, se vuelve asfixiante. Pensar al perejil como material quirúrgico es un absurdo cruel, injusto, y no deja de ser una obviedad decir que puede matar –porque de hecho mata a más de cinco mil mujeres en America latina por año–. Está en la caja de posibilidades de un artista saber cómo amplificar sus preocupaciones. Cómo volverlas un tema de debate. Cómo darles visibilidad.

Pero restringir la producción de esta hermosa experimentadora a la militancia sería un grave error que nos dejaría sin parte de su gran vuelo íntimo. Por ejemplo, en Patrimonio, una muestra varios años posterior, Ana aprovechó un colchón, una bicicleta, un armario, un disco, una campera entre muchas otras cosas, para volver a poner la cinta en movimiento, aferrando todo nuevamente a la pared. ¿Y ahora qué denunciamos? Es el paso del tiempo. Y todos los objetos inventariados responden a distintas parejas que han convivido con Ana, y que también se han marchado. O si no traigamos a la memoria el montón de sábanas que la artista donó a la colección del Museo Macro de Rosario. Pilones de sábanas usadas apiladas pulcramente sobre dos estantes. Las sábanas son registros donde la impiadosa curiosidad del público no sabía si le abrirían las puertas: ¿acaso sea Ana Gallardo la Sophie Calle del arte latino?

No. Aunque ambas sepan conjugar intemperie y desamparo con una voluntariosa y arriesgada sensibilidad para mirar al otro, no.

Volviendo al 2012, volviendo a la Galería Liprandi, entramos en un nuevo salón en donde un cuadernito nos recibe, como olvidado, sobre una silla. Escrito en lápiz, otro texto nos acompaña en una confesión de unos secretos exasperantes que confusamente se respiran sin saber si se trata de una experiencia personal o una ficción. Pero nos demoramos mirando el papel, postergando la densa gravedad del relato, observando los pliegos, percibiendo una página por la que mucha gente ya ha pasado. Un video repiquetea con un audio filoso desde el salón contiguo, es parte de la experiencia que Ana vivió en México, una tierra muy querida para ella. En un asilo o en la calle, no importa, vemos a la artista con la cámara colgada y la cámara filma a una anciana sentada en una silla de ruedas. Una anciana cuyo cuerpo parece diezmado por el pasar de las horas. El foco está puesto en las manos de ambas que se tocan. Puente solitario de una idílica pasión humanista, pero puente sordo y difícil de sostener. La artista acaricia a la vieja, una mujer abandonada por la sociedad que apenas puede moverse.

En el post ArteBA lleno de negocios cerrados en pesos, parecería que hacen crí muchos grillos a la vez. Pese a que siempre genera alegría ser parte de un mercado del arte que audaz atraviesa las macrodificultades que se viven en la vida diaria de un país, una sensación repetida después de salir de la feria –querámoslo o no– es la soledad del que pasea frente a la magnitud de muchos gestos que quieren despertar entusiasmo y, también, deseos de pertenencia... Las caricias como un secreto bien guardado que la artista compartió con una vieja prostituta abandonada en un auspicio de mala muerte son hoy un páramo. Un oasis contaminado por nuestra propia mirada que no sabe bien qué hacer. Y que nos recuerda que es vital nunca perder la escala de cada gesto.

La obra que le da el nombre a la muestra, Sicaria, es un autorretrato de la artista con un arma automática que apunta hacia el espectador. Obra para nada sutil, explícita sobre el contacto al que nos arriesgamos los que inocentemente confiamos en que “solamente miramos las obras de arte”. Realizada en carbonilla sobre un gran papel, equipara el paseo voyeurista de quien se cree libre de entrar y salir de las obras con un compromiso que siempre está latente en la sociedad. Hasta dónde puede un artista sacrificar su tiempo y ser parte de causas mayores. Menos autistas, más imbricadas en la dinámica social de la que America latina es parte. Las obras de Gallardo no dejan de ser obras dispuestas en una galería pero tienen un eco fuerte. Como un padre que descubre que su hijo ha pasado toda la noche afuera sin su permiso, la encontramos a Ana yéndose del territorio seguro que compartimos. Son indicios claros: un cuaderno con una confesión tan íntima que el cronista no va a repetir, la pared que arrancada con odio entrega palabras que relatan su último viaje a México y el video de una caricia extraviada en el tiempo hacia alguien que ya nadie quiere. Una puta, vieja. La imagen vuelve: la artista nos apunta, nos pregunta y nos duele.

La muestra ubicada en un edificio paquete separado apenas por cien pasos del Congreso Nacional parece invitar a una caminata. Hay cuestiones que discutir más asiduamente en la calle. Habremos de reaccionar de maneras más creativas. Aunque lo que en un último suspiro nos salve sea, apenas, la persistencia.


Sicaria Ana Gallardo en Galería Ignacio Liprandi Avenida de Mayo 1480 - 3ero. izquierda Lunes a viernes de 11 a 20 Hasta el 29 de junio

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