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Domingo, 22 de junio de 2003

PLáSTICA

Tierra adentro

Cuarenta intensos años de pintura y de vida desfilan por las páginas de Carlos Alonso, (auto)biografía en imágenes, el libro retrospectivo que pone blanco sobre negro la coherencia estética y política del gran artista mendocino. A los 73 años, mientras se prepara para pintar un mural en el plafón del Teatro Cervantes, Alonso repasó con Radar las escalas más significativas de su
trayectoria y aprovechó para reivindicar algunas
palabras-fuerza poco frecuentes en la jerga de la plástica contemporánea: gente, sociedad, bandera.

POR LAURA ISOLA
Carlos Alonso, (auto)biografía en imágenes –un magnífico libro que señala con imágenes y textos críticos el recorrido artístico del pintor mendocino– dejó de ser un proyecto ambicioso para ocupar un lugar en las estanterías de la historia del arte. Alonso parece satisfecho. Quizás estar en Buenos Aires, en su taller de la calle Esmeralda, alcance para explicar esa dicha. Para Alonso, Buenos Aires es la ciudad de las posibilidades: “Cada vez que vengo, me encuentro con alguien que está pensando algo que yo puedo pintar. Ahora estoy preparándome para hacer un mural en el plafón del Teatro Cervantes. Estoy investigando cómo un hombre de 70 años puede realizar semejante trabajo. Guillermo Roux dice que con un buen método y buenos equipos de trabajo se puede”.
¿Por qué no vive en Buenos Aires?
–Vivo en Unquillo, aunque esta ciudad me encanta. Tengo un problema familiar y es que mi mujer no se adapta a la ciudad. Tendría que divorciarme, pero entonces tendría otro problema familiar.
HISTORIA DE UN ARTE
La voz de Alonso es grave, sonora y mantiene una delicada entonación mendocina que se evidencia en unas elles metálicas. El mítico atelier de Esmeralda parece el lugar ideal para abandonarse al placer retrospectivo. Por aquí pasaron todos los animadores de una época, y el entorno de telas, cuadros, marcos, caballetes, mesas inmensas de trabajo, lápices, óleos y fotos (muchas y muy lindas, de distintas épocas) es plenamente evocativo. El ruido de la calle –mágicamente– desaparece cuando Alonso se pone a recordar: “Pacho O’Donnell me ayudó mucho en los tiempos durísimos del exilio. Yo tengo un carácter muy cerrado, en el sentido de no poner afuera los problemas sino elaborarlos a través del trabajo. No es algo racional; simplemente siempre me dio resultado. Además, tengo la superstición de no hablar de mis cuadros: cierro bien todas las puertas para que el único lenguaje sea el de la pintura. Y con Pacho pasó eso: quería ayudarme y yo me cerraba. Pero me ayudó mucho: durante dos años, en Madrid, él fue mi único comprador”.
¿Cuál fue la historia de este libro?
–Pensar en un libro retrospectivo implica varias miradas además de la propia. Uno tiene una relación muy subjetiva con su propia obra, donde el logro estético se involucra con el significado vital. Puede ser que un cuadro no tan bueno sea el inicio o la concreción de algo y sea significativo vitalmente. Primero traté de recomponer una trayectoria, cotejando esos puntos altos de mi trabajo: un recorrido por los mejores cuadros que pinté. Y después apareció lo de la autobiografía. Aquí me gustaría hacer una salvedad: esta autobiografía la entiendo no sólo como el relato de mi trayectoria personal sino también como el de la relación de mi persona con esas obras, la realidad social y política y el tiempo en que me tocó pintarlas. Este libro tiene muchos años de maceración. Empezó cuando Pacho O’ Donnell era secretario de Cultura; ahí se encargaron las primeras películas. Todo fue a dar a una caja con las cien reproducciones, esperando que alguien le dijera: “Levántate y anda”. El ingeniero Jacobo Fiterman, presidente del Consejo Consultivo de ArteBA, fue quien le dio esa voz y retomamos el proyecto.
¿Cómo fue estudiar arte en Mendoza?
–En ese momento –los cuarenta–, el único referente eran los libros. El movimiento cultural era escuálido, y teníamos una cultura de láminas. Conocíamos a los pintores argentinos por algunos libros que llegaban, pero muy poco y muy lejos. Por entonces se creía que los vernissages eran exposiciones de Berni.
El viaje del artista latinoamericano a Europa es una experiencia que tiene una larga tradición. ¿Cómo fue la suya?
–En mi caso tuvo mucho que ver con la formación. Pude romper esa barrera que existía entre la lámina y los cuadros originales. En ese tiempo, los libros no traían información técnica sobre las dimensiones y los materiales de las obras. Yo imaginaba que la Gioconda tenía dos metros por tres o que los cuadros de Massaccio eran pequeños. Por eso fue muy importante. También porque frente a esos cuadros originales tuve la revelación de que la pintura no era tan imposible. Al ver la materia, al ver la mano y su trazo, todo parecía más posible que en las láminas, donde los pintores eran seres lejanos. Los pedazos de hierba y los pelos que vi pegados al óleo en el autorretrato de Van Gogh me mostraron al hombre completo, tanto en la capacidad artística como en la dificultad, en la belleza y en la torpeza. “Yo también puedo hacerlo” no es pensamiento soberbio. Es pensar que si soy capaz de conjugar así la capacidad y la incapacidad, la tradición y la innovación, entonces puedo hacerlo.
¿Mantuvo esa idea frente a todos los pintores?
–Creo que sí. Aun con Rembrandt, del que es imposible dilucidar cómo hacía de ese color de la piel algo latente.
¿Cómo se traduce la experiencia europea en el arte local?
–A mí me fue muy mal. Sentí que me había dispersado. Esa voluntad de acercarme a los pintores me alejó de mí. Me costó muchos años volver, y contraje una enfermedad muy contagiosa, que es la imitación.
¿La lejanía de los centros culturales funciona como un factor determinante en el trazo de un pintor?
–En mi caso fue así. Antes de ir a Europa, en mi primera muestra, yo tenía una gran seguridad en el trazo. En ese viaje la perdí. Y la muestra posterior al viaje fue muy dispersa, cargada de influencias y de cosas que no tenía al comienzo.
¿Cómo recuerda su participación en el debate sobre el fin de la pintura que se instaló en los sesenta?
–En ese momento no lo sentía tanto como un ataque a la pintura de caballete sino a la pintura en general, como lenguaje. Yo desde muy temprano tuve una afinidad con el muralismo: por el sentimiento y la concepción del arte público, del arte comprometido, del arte con los demás. No era un fanático de la pintura de caballete, pero me parecía que el “fin de la pintura” remitía a la incapacidad de la pintura de seguir reflejando el mundo moderno y contemporáneo. No era sólo un enunciado de Romero Brest y de Umberto Eco; pasaba en todos los talleres. Era una crisis auténtica. Nunca busqué en mi trabajo la salida, pero sí un diálogo. Los retratos de Spilimbergo son parte de ese diálogo con la pintura que aprendí, con la que me formé y en la que creí.
¿En la que sigue creyendo?
–Sigo creyendo en la vigencia, la validez, la permanencia y la capacidad de reflejar por esos medios. No solamente porque pienso que una de las grandes conquistas del arte contemporáneo es haber hecho válidos muchos lenguajes, tanto los tradicionales como los de los nuevos materiales. Por eso no siento ni sentí nunca ese “ataque”.
¿Esto implica fidelidad y confianza en su trabajo?
–Más bien pienso que uno no tiene por qué estar aggiornando permanentemente su propio lenguaje. Si estoy signado por una tradición legítima –no lo digo en el sentido de conservar por conservar–, me siento bien siguiéndola. Leí una frase de Botero que me pareció buena en este sentido, aunque eso sea lo único que comparta con él: “No saben los que no trabajan con pinceles y colores el grado de felicidad que produce esa práctica”.

LA GUERRA SECRETA
Sorprende encontrar en General Villegas la serie de cuadros sobre La guerra al malón del comandante Prado que pintara Carlos Alonso. Los guarda casi como un secreto un pequeño museo que está justo al lado de la biblioteca del pueblo. “Esos cuadros nacieron allí”, dice el pintor. “Eudeba me encargó hacer el libro sobre la guerra al malón, y medio la posibilidad de meterme a fondo en una historia apasionante: ése es un momento clave en la relación del poder del Estado con los indígenas. Me fui a vivir a Villegas y trabajé allí. Después de la inauguración en Buenos Aires, que contó con la presencia de Borges y de los parientes de Prado, me interesaba que los trabajos volvieran a Villegas. Así nació el museo donde están hoy las obras.”
En 1981, ya vuelto del exilio, sus pinturas son mayormente paisajes. ¿Por qué eligió esos temas y cuál era entonces su método creativo?
–Luego del exilio, los paisajes fueron el intento de recuperar estructuras. Mientras estaba afuera tenía una cierta claridad, o una oscuridad con luces: era una situación forzada, que no respondía a un impulso propio. Volver, y hacerlo antes de la democracia, con los asesinos sueltos, implicó un reacomodamiento importante. Además fue una necesidad de recuperar esa raíz, esa pertenencia: la patria era también nuestra, y primero tenía que recuperarse uno mismo. Procedí así: no me interesaba ningún paisaje en particular sino estar en el paisaje. En vez de estar en el taller, rodeado de mis libros, recuerdos y fotos, me metí en el paisaje. Empecé a pintar horizontal en vez de vertical: ponía la tela paralela a la tierra, como si pudiera recoger el cielo, hojas, el ambiente todo. Empecé tomando un árbol de aquí, un cerro de allá, un fragmento de una pirca o una piedra. Pintaba al sol, sin luces puestas ni preparadas. Era muy saludable y reconfortante. Giraba alrededor de la tela, manchándola y haciendo una catarsis colorística. Después vino otra etapa: poner la tela vertical. Así, tanto en el paisaje como en la tela, fueron entrando un perro, un chancho, unos patos que pasaban, y detrás de ellos un tipo con una caña. Nuevamente volvieron a entrar las personas.

UN PINTOR DE ACá
“A mí me interesaba ser un pintor de acá. Nunca me interesó ser un pintor internacional. Nunca entendí todos esos esfuerzos por el afuera, por cubrir un mercado. Para mí nunca fueron una tentación, como tampoco lo fueron los salones. Mejor dicho: siempre entendí cuál era mi suerte.”
¿Cuál?
–Desentrañar la relación entre la pintura y la gente y la sociedad. Esto es lo que yo manejo. Esas son las claves y eso es lo que sé hacer. Manejo un grado de síntesis, de imagen, de humor, de perversión y de erotismo que me sirven para resolver muchos problemas en esta línea. Nunca me pude alejar de la pertenencia a un lugar. Aunque tenga que ilustrar al Dante o el Quijote, siempre los miro como alguien de este lugar. Y poco a poco fue una convicción.
¿Tuvo que resolver el dilema de qué se espera de un pintor argentino?
–No exactamente, pero una vez un coleccionista argentino me compró un cuadro que se llama Mesa de trabajo. Allí, entre muchas cosas, hay una jarra con una banderita argentina. El tipo se lo lleva y me lo devuelve, aduciendo que poner una banderita le parecía banal. Me sorprendió el desprestigio que tiene la bandera, y que el tipo se privara de disfrutar de algo que en un principio le había gustado simplemente por un hecho casi supersticioso. Eso me hizo pensar en el rechazo nacional que padecemos. Entre los coleccionistas nacionales hubo falta de confianza en los pintores argentinos. Preferían comprar españoles.
¿Cuál es su lectura del fenómeno Kuitca?
–Kuitca es un pintor que respeto, que me gusta, sobre todo las obras de los ochenta. Pero todos los titulares que he leído en estos días a propósito de su muestra hacen hincapié en que hace 17 años que no expone en el país. No lo entiendo. No entiendo si es una virtud, si es algo simbólico, si representa una categoría. Además, si eso se acompaña con que es el pintor argentino más caro, se puede inferir que cuanto menos expone acá, más importante es. Pero, ¿dónde discutimos el arte, y por qué esos son valores ponderables?

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