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Domingo, 12 de agosto de 2012

TEATRO > EL CABARET DE LOS HOMBRES PERDIDOS: IRREVERENCIA, SEXO Y UNDER

La vida es un cabaret

 Por Paula Vazquez Prieto

Si un mérito puede reconocérsele al musical contemporáneo es el tinte de oscuridad que ha logrado imponer sobre un mundo tradicionalmente alegre y festivo. El cabaret, espectáculo que ya en la Europa de entreguerras concentraba la efervescencia creativa y marginal de los artistas de la vanguardia, ha invadido definitivamente los escenarios más prestigiosos. Desde Broadway hasta el West End en Londres, hoy el musical absorbe una carga sensual que se hace intensa y embriagante, en historias de ascensos y caídas, de triunfos y olvidos, que capturan en esa atmósfera febril a un espectador inicialmente tímido, pero secretamente ávido de ardientes aventuras.

Historias como la de Dicky, el recién llegado a un sórdido tugurio de alcohol, tatuajes y encuentros efímeros, en la zona gay de una ciudad cualquiera, en un país cualquiera, en un tiempo nunca del todo definido. Historia que se inicia en un ambiente de melodías burlonas y amargas penas, cuando el Destino se hace presente con su traje de maestro de ceremonias, como salido de la Cabaret de Bob Fosse, y ofrece a Dicky una vida de gloria, de fama, de sexo y dinero. ¿Cómo? De la manera más caprichosa posible: flacucho y desgarbado el joven Dicky guarda en la entrepierna la enorme llave de su conquista. Atento a ese mérito, el Destino le asegura el fulgurante ascenso como estrella del porno gay. Estrella fugaz si las hay, en una era en la que tal celebridad se limita a algunos DVD y varios videos caseros subidos a páginas de Internet.

Ese sueño erótico de encendido éxito, que se dibuja al ritmo del piano, entre cambios de escenografía y sombríos maquillajes, es el alma de El cabaret de los hombres perdidos, obra que se estrenó la semana pasada en el Teatro-Concert Molière. En 2006, la pieza creada por Cristian Simeón y Patrick Laviosa, sobre una idea original de Jean-Luc Revol, estremeció al circuito off del teatro parisiense, convirtiéndose de inmediato en un sorpresivo suceso de público, críticas, y obteniendo numerosos premios. Con esa carta de presentación, las recomendaciones de exportación no tardaron en llegar y Marilú Marini fue quien tentó a la hoy directora de su versión porteña, Lía Jelín, de llevarlo a las calles de Buenos Aires.

Cuatro actores calientan la escena. Se travisten, se pintan, se ponen pelucas, y cantan casi a capella, tan solo acompañados por un piano de fondo. Sus cuerpos tatuados, húmedos de sudor y purpurina, animan coros de diversión estridente, mientras la temperatura asciende y las coreografías se hacen más jugosas. El pudor se suspende y el ascenso de Dicky por esa fama mediocre de reviente y promiscuidad se exhibe en un coqueteo explícito, casi obsceno, provocando las curiosas miradas del más indiferente. Como ocurría en Boogie Nights, el miembro masculino recibe toda la atención, con aprietes palpables y miradas lascivas de por medio. Ecos de la iconografía gay se asoman en un sutil homenaje a la Dietrich, a sus piernas y a su vozarrón, en el vestuario de sex shop, casi robado del closet del líder de Judas Priest, y en la parodia de una diva melancólica y decadente, obsesionada con el regreso al music hall y a esa gloria perdida en el pasado.

En la frenética locura que envuelve a las almas sórdidas y amorales, la historia de Dicky se construye como un relato de iniciación, que conduce al personaje en las sucesivas etapas de la fama, alimentando su lucha contra la predestinación y haciendo del libre albedrío la gran conquista humana. En una de las escenas finales, la alternativa hogareña para la vida de Dicky, a salvo de los excesos, se ridiculiza en una de las mejores canciones del repertorio, tan aguda como empalagosa. La obra se anima a un poco más de lo acostumbrado para el género, hay que reconocerlo: no se queda en insinuaciones.

La tradición del cabaret berlinés, que desafiaba los cánones del nazismo y albergaba a judíos y homosexuales perseguidos, encuentra en El cabaret de los hombres perdidos su más honesto homenaje. La inocencia se ha perdido y la música se ha convertido en un grito desgarrado y tortuoso en las voces de cuatro pobladores de un sueño mágico y surrealista. Sin falsas alegorías ni reveces esteticistas, los cuatro caballeros de la historia no se escapan por la tangente y llaman a las cosas por su nombre. El peso carnal de sus presencias no teme al grotesco, y la sexualidad, tan esquiva a la tradición clásica del musical, no se sublima en el baile, se expone, se actúa y se convierte en arma de lucha. Todos se contagian y le faltan el respeto a lo debido. Ese arte degenerado, contrario al discurso uniforme del arte burgués encerrado en los museos, fue emblema de los diferentes y los marginados, que encontraron en el escándalo el gesto más rotundo de la acción política. Antes estaban las escandalosas provocaciones de los dadaístas, hoy el rimmel y la peluca levantan algunas barreras.

El cabaret de los hombres perdidos
Con Omar Calicchio, Diego Mariani,
Esteban Masturini, Roberto Peloni y Gaby Goldman
Molière, Balcarce 682
Lunes y martes, a las 20.30
Entrada: $ 130

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