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Domingo, 16 de septiembre de 2012

El año que vivimos en peligro

Hijo de una madre en pareja con un alto mando montonero, la infancia de Benjamín Avila está atravesada por lo más feroz de la dictadura: exiliados, a los 7 años volvió con ellos a la Argentina para la llamada Contraofensiva, su madre fue desaparecida, su hermano menor apropiado y él criado por su padre en Tucumán. Sobre ese material, el director del documental Nietos (2004) construyó Infancia clandestina. Pero lejos de la polémica fácil, la condescendencia o el enojo, la película con Natalia Oreiro y Cristina Banegas consigue ser una conmovedora historia de amor entre su protagonista de 11 años y una nena en medio de aquellos días cargados de violencia y vida cotidiana en la clandestinidad.

 Por José Pablo Feinmann

Sería injusto que esta valiosa película despertara más debates sobre las ofensivas montoneras de 1979/80, que sobre el alejamiento que implica en todos sus rubros acerca del cine argentino de los últimos diez años. Es nueva: tiene una trama. Es revolucionaria: está bien filmada. Es vanguardista: su historia es lineal, tiene comienzo, desarrollo y fin, y no cree que eso la condene al “clásico relato hollywoodense”. Es valiente: sus actores son actores. Es audaz: apela a los sentimientos. Es subversiva: no le importa emocionar; hasta, incluso, se lo propone. Es inteligente: tiene un guión trabajado. Es suprainteligente: uno advierte que sus realizadores creen que sin un buen guión no se puede hacer un buen film. Que esa famosa frase de ir al rodaje con el guión escrito en el boleto del colectivo es infame y ha hecho ya demasiado daño. Es descaradamente industrial: tiene productores y técnicos de primera línea. Es brillante: cree en la dirección de fotografía. Cree en la luz.

Tal como hiciera George Stevens en Shane (El desconocido, 1953), el punto de vista de Infancia clandestina se centra en un niño. El niño se llama Juan, pero sus padres, que llegan a la Argentina en 1979 como milicianos de la “contraofensiva” montonera, le han cambiado ese nombre por “Ernesto”, para que nadie sospeche o lo incomode en el colegio. “Ernesto”, en la Argentina de 1979, era un nombre tan botón como Vladimir, pero así son los padres de “Ernesto”: llenos de ideales y de mártires. El máximo: el Comandante Che Guevara. Que se llamaba Ernesto. Nombre que será el de la clandestinidad de Juan.

“Ernesto” va al colegio. Sus padres se han instalado en una casa. Tienen muchas cajas que manipulan de un lado a otro y le hacen a “Ernesto” un escondite entre ellas, por las dudas. “Ernesto” no sabe cuáles son “las dudas”. Tampoco sabe por qué sus padres han regresado a la Argentina. Tampoco lo sabe el espectador, salvo que esté muy bien informado de los avatares que la conducción estratégica de la guerrilla elaboraba desde el exterior. El que mejor informado está es el padre del niño porque se trata de uno de los cuadros más altos de la conducción, Horacio Mendizábal, cuyo nombre ha sido cambiado. Mendizábal sabía por qué regresaba al país, no era un perejil sino un jefe. “Ernesto”, en la escuela, conoce a una niña y se enamora. Ella se llama María y no es casual que “Ernesto” se enamore: el carisma de la aún niña Violeta Palukas es un acierto de casting y uno de los mejores regalos que la película ofrece. “Ernesto” es Teo Gutiérrez Moreno y sale airoso, muy bien parado de una experiencia ardua. Se nota aquí la mano de un director que se esfuerza por dirigir a sus actores y posiblemente se note otra mano: la del productor Luis Puenzo. El amor entre “Ernesto” y María se adueña del film. Esto sorprenderá a muchos. Esta no es una película sobre la “contraofensiva” montonera. Es, dentro de ese vago marco, la historia de amor de dos niños en un país dominado por el terror.

Benjamín Avila, que ha hecho todo con lucidez, con respeto por la materia esencialmente trágica y hasta dolorosamente absurda de este tema, señala sólo algunas cosas del grupo miliciano. Se ponen frente a frente, en línea, y hacen el ritual que los afirma en sus ideales: “¡Presente! ¡Montoneros, carajo! ¡Perón o muerte! ¡Viva la patria!”. “Ernesto” mira y no comprende o empieza a comprender. El espectador se preguntará por qué, en 1979, todavía decían “¡Perón o Muerte!” cuando Perón, lo que de sí les dio, fue la Muerte bajo la forma de las bandas clandestinas del Comando de Organización, la Concentración Nacional Universitaria, la Juventud Sindical y, por fin, no bien con su último suspiro le deja el gobierno a Isabel Martínez (que era, y Perón lo sabía, exactamente lo mismo que dejárselo a López Rega) los entrega a las balas innumerables de la Triple A. Pero estos milicianos confunden los “ideales” con la negación de la realidad. Así, reprenden con dureza a “Ernesto” cuando comete una imprudencia, sobre todo su madre. Así, el día en que la abuela de “Ernesto” los visita (breve y potente presencia de Cristina Banegas) esa madre (Natalia Oreiro) discute fieramente con la añosa mujer. Le habla de los ideales. Que ellos están ahí por sus ideales y que no venga a pasarles sus miedos. Que si los tiene, se los guarde. Entonces la abuela les dice lo más sensato que podría decirles: “Ustedes no saben lo que pasa en este país. No lo saben. Si no, no estarían aquí. Tengo miedo. Los van a matar. Váyanse. Llévense a Juan. Lo que aquí pasa es terrible”. Se abrazan, madre e hija. La idealista y la sencilla, carente de toda grandeza, de toda locura, de todo ideal que no sea (en ese momento al menos) otro que el de salvar la vida de los suyos.

Ahora veamos (último, pero no menos importante) al único personaje escasamente creíble (no increíble, pero tampoco muy lejos de eso) de la trama. (Nota: ¡Al fin hablamos de una trama en una película argentina! ¡Que jamás un hachero aparezca otra vez en un fotograma del cine argentino! ¡Viva la patria!) Se trata del tío Beto. Todos sabemos que los tíos suelen ser macanudos, buenazos, comprensivos y amigos de los hijos de los otros, habitualmente de sus sobrinos. Pero al prometedor y talentoso –-qué duda cabe– Benjamín Avila se le ha ido la mano con el tío Beto. Es tan sabio, tan cálido, tan humano y humanista, tiene tanto sentido del humor, es tan lúdico y tan lúcido que no puede formar parte de esa Contraofensiva, acatar “los dictados de un liderazgo paupérrimo”. (Nota: Esta frase pertenece a Horacio Verbitsky y forma parte del Prólogo que escribió para el libro de Cristina Zuker, El tren de la victoria, cuya lectura recomiendo para quienes se interesen en el tema de las dos contraofensivas montoneras.) No, el tío Beto está más loco que todos. Porque si es tan sabio tiene que saber que los ideales no se juegan en partidas mal planeadas, en batallas emprendidas sin un mínimo conocimiento del poder de fuego del enemigo. Las luchas contra el poder no se ganan acumulando mártires. Los militantes no se regalan. El militante va a la lucha porque cree en ella, porque sus ideales son suyos, nadie lo obliga. Pero si hay una conducción estratégica (y siempre la hay) es para decir: “Ahora”. Y si dice “ahora” cuando es “menos que nunca”, esa conducción es, en efecto, paupérrima. Otra pregunta que se harán los espectadores es: ¿por qué esta ahí “Ernesto”?, ¿por qué han llevado consigo a esa niñita que llora (como todos los niños) en los momentos más inoportunos? Cuando la vanguardia se coloca tan lejos de la comprensión del pueblo sencillo (al que siempre dice representar) es porque gira en el vacío, locamente.

Por fin, según se sabe, mueren todos. Y –gran acierto de la película– no se ven esas muertes. Sólo aparece, el rostro desencajado, húmedo por el sudor del pánico, la madre de “Ernesto” para gritarle que huya, que se salve. (Notable trabajo de Oreiro. Además, sólo una actriz inteligente se atreve a darle este giro a su carrera.) La cámara se detiene en la cara de “Ernesto”. Que escucha los tiros, los gritos, todo el estruendo de la muerte. Los represores se lo llevan. Desde el asiento de atrás de un Falcon, “Ernesto” pregunta: “¿Dónde está mi hermana?”. Nadie le contesta. Nadie le dice: “A los bebés no los devolvemos, pibe. Los damos en adopción”. Será interesante prestar oídos a los comentarios que el público hará en esta escena. Alguno, tal vez –sin duda un imprudente y un prejuicioso–, señalará el posible paradero de la pequeña hermana de “Ernesto”.

Lo dejan frente a la casa de la abuela. “Ernesto” camina hacia la puerta. Golpea. Alguien pregunta: “¿Quién es?”. “Ernesto” dice:

–Juan.

Su infancia clandestina ha terminado. Empieza otra historia. La que sea, será la suya. Más el recuerdo obstinado, complejo, de la que dejó atrás, la de sus padres, y hasta la del improbable tío Beto, tal vez el más hermoso de sus sueños.

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