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Domingo, 30 de septiembre de 2012

PLáSTICA > JOSEFINA ROBIROSA EN EL RECOLETA

Las aves del paraíso

No es una retrospectiva y tampoco es algo sólo del presente: con una puesta armoniosa, que da vida a la sala sin abrumarla, que se abre como esos claros que guardan los bosques para quienes se aventuran en ellos sin estruendo, Josefina Robirosa ha conjurado en el Recoleta eso que la acompañó toda su vida (y según ella, se la salvó): la naturaleza. Los pájaros con los que alguna vez quiso pacificar a su familia, las esferas que una tormenta le destruyó, sus panes vegetales y su forma de captar los rayos de sol en el mar, ponen en perspectiva una vida entera sin exponer su pasado, sino eso que ella hizo con él.

 Por Veronica Gomez

Los pájaros flotan sobre nuestras cabezas. Son muchos. Atravesados por rayas de colores, superponen sus figuras ondulantes hasta formar un conglomerado potente, pero liviano, de movimiento continuo y expansivo. Los pájaros proyectan su doble oscuro y plano, también liviano, sobre las paredes circundantes. Alguien dice que esas sombras no estaban ahí hace un rato, que se van desplazando. Otro lanza una hipótesis: debe ser el hilo tanza, que se estira y hace que los pájaros se muevan. Podría ser. También es posible que el tránsito de las personas en la sala de exposiciones Cronopios, del Centro Cultural Recoleta, donde Josefina Robirosa despliega fragmentos de varias épocas de su pintura, genere sutiles movimientos de aire que provocan el balanceo de los pájaros.

¿De dónde salieron tantos pájaros, Josefina?

–Un día yo tenía un rollo de papel de escenografía, lo puse en el piso, agarré un palo de escoba y le até un pincel, y fui dibujando las figuras de los pájaros. Cuando terminé busqué un taxi... me esmeré en que fuera un chofer joven, alguien que no se impacientara, porque yo había olvidado dónde había hecho cortar en madera los modelos anteriores... lo único que me acordaba era de la puerta angosta y alta. Tomé el taxi en Riobamba y Córdoba y le dije: “Bueno, vos sos joven, te voy a pedir que seas paciente y vayas despacito, porque estoy buscando una puerta de hace 40 años”. Y antes de llegar a Rivadavia le dije: “¡Pará! Pará!”. Era ahí. Encontré a la persona que había hecho mis pájaros antes. Y el hombre todavía se acordaba de mí. Al día siguiente me llamó: se habían pasado toda la noche cortando pájaros. Era sábado a la mañana y mis 56 pájaros estaban listos. Puse los pájaros en el piso y empecé a pintar... sin pensar en los colores. Pinté como en un trance.

No es la primera vez que de las manos de Josefina surgen pájaros. Hace muchos años, cuando murió su abuelo, el padre de su padre, la familia se empezó a pelear. Entonces ella decidió poner un bar para reunirlos allí y limar asperezas. E hizo algunos pájaros para ambientar el lugar. Hoy en día el bar no existe, pero aquellos pájaros están en el techo de la sala de exposiciones, mezclados con los más jóvenes. Así como las aves conversan sin inconvenientes, trascendiendo la diferencia de edad, las pinturas que Josefina decidió convocar en su muestra actual conviven extrañamente bien para el defase temporal, que a veces incluye varias décadas. Y esa feliz convivencia no se debe a la reiteración imperturbable de una marca de estilo, sino a una energía vital inquieta que adopta necesariamente formas distintas para su aparición en público, desde la geometría hasta el naturalismo.

¿Por qué decidiste no ponerles epígrafes a las obras?

–Porque uno no está pensando en la posteridad cuando pinta. Yo no quiero más epítetos... Perdón, epígrafes... ¿Te das cuenta que ya ni sé cómo se dice?

Y Josefina ríe abiertamente, con el desparpajo de una chica de 20 años. Pero también es el desparpajo de una mujer de 80, que es bastante parecido: no le importa quedar bien con nadie y la solemnidad la aburre soberanamente.

Como telón de fondo de la bandada de pájaros psicodélicos se despliega un cuadro de los años ’50, pintado sobre chapa de aluminio. Allí el volumen de varias figuras humanas acostadas es simulado por el movimiento de las rayas de colores. Josefina habla del origen: “Este cuadro pertenece a una serie que nació un día que me estaba bañando en Portezuelo y el sol estaba rasante, poniéndose, entonces todas las montañitas que hacían las olas eran naranjas y luego azules. Yo tenía el agua por la nariz y veía esas rayitas, más claras, más oscuras... y volví a casa e hice mi primer cuadro de rayitas, que es como un sol... y que todavía lo tengo... ese cuadro no lo largo”.

Entre el cielo de pájaros y el piso, flotan esferas. Envueltas con bandas de colores intensos y planos, estos cuerpos geométricos también proyectan sombra, pero es una sombra de forma pura, un círculo perfecto sobre el piso. Los extremos morfológicos que toca la obra de Josefina pueden vislumbrarse analizando las sombras de sus objetos.

Nos intrigan las esferas, ese sistema planetario incompleto que aparece insólitamente, con cierto guiño de ciencia escolar, entre el reino celestial de los pájaros y el piso de cemento. Y preguntamos por ellas a Josefina. Y ella cuenta: “Las primeras esferas las pinté en Martínez, en casa de mi madre. Dejé que se secaran a la noche en el jardín y ese día hubo una tormenta y un viento impresionantes... se rompieron todas contra los árboles... eran árboles que yo amaba: abedules, eucaliptos... Décadas después seguía extrañando esas esferas que se habían roto... así que hace tres o cuatro años las pinté de nuevo, pero chatas, para tenerlas yo, porque las extrañaba. Y cuando apareció la oportunidad de esta exposición, las reedité en 75 cm de diámetro, en fibra de vidrio y poliéster. Yo tenía nostalgia de estas esferas. Y acá están”.

Acá –en esta muestra rara que no tiene la solemnidad agobiante de una retrospectiva y en cambio se presenta como un reencuentro afectuoso con aquellos seres del pasado que continúan vigentes (¡pero no con todos! Josefina no soporta las reuniones multitudinarias)– están también los “panes lactales” de los años ’90 (así los llama la autora, tal vez porque la espiritualidad y los temas elevados no excluyen la sabiduría de “al pan, pan y al vino, vino”). Estos panes de vegetación esponjosa, cubos de geometría blanda, se hunden en una zona más o menos central y lo hacen tan profundamente que la hondonada se transforma en agujero, agujero que deja ver otra materia. El espesor se diluye para dejar paso al aire, al agua o al fuego. Y curiosamente, en el cuadro donde aparece un pan encendido por un rojo fuego trabajado con negros se abre una llamarada que tiene la silueta de un pájaro.

En los cuadros vecinos a los panes, los agujeros de luz se multiplican hasta transformarse en los claros de un bosque. Sólo en escasas obras presentes en la muestra, el pozo de luz es reemplazado por un pozo misterioso de sombra, un centro oscuro que atrae sensualmente para ser escrutado. Los procesos anímicos en la pintura de Josefina se acoplan a movimientos centrípetos o centrífugos. Atravesar pasadizos oscuros hasta distinguir la luz al final del túnel. O abandonar paulatinamente la luz plena para bajar a los confines subterráneos. Si Josefina fuera un pájaro, sería un somormujo, buceando ávidamente para conseguir su alimento en el agua profunda, para salir a la superficie y habitar su nido flotante construido con fragmentos de vegetación entrelazada amorosamente. La relación entre luz y sombra es el claroscuro ineludible de todo ser vivo.

Hugo Parpagnoli, en un texto de 1956 que aparece dando la bienvenida a la muestra, decía sobre la obra de Josefina: “Si me preguntaran si las suyas son pinturas abstractas, concretas o no figurativas, contestaría simplemente que son realistas, pues su fuente inagotable de conocimientos e inspiración es la realidad”.

En 1961 te invitaron a participar en la muestra Arte Destructivo, en la Galería Lirolay, junto a Kenneth Kemble, Antonio Seguí, Luis Wells y Jorge López Anaya. Vos declinaste la oferta. ¿Por qué?

–Yo era muy amiga de Kemble, y un día él vino a casa en bicicleta, porque era vecino del barrio, de Martínez, y me invitó a participar en esa muestra. Y yo le dije: “Kenneth, yo tengo la angustia hasta acá, cómo me voy a meter en eso... yo me estoy construyendo”. Y no entré en esa muestra. Porque yo vine fallada a esta vida. La naturaleza fue lo que me salvó. Tenía una fobia impresionante y lo único que podía hacer era pintar. Pintar fue la defensa contra el miedo. Cuando empecé a estar mal, presa de un miedo psíquico atroz, acudí a Alberto Lóizaga, que me enseñó a meditar y eso me ayudó mucho. Y ahora sigo meditando dos veces por día.

La obra de Josefina es cíclica. Vuelve a un punto del pasado para hacer algo distinto.

Hay una coherencia cíclica que se percibe en la vista panorámica de una vida entera dedicada a la pintura. La coherencia de Josefina no proviene del cálculo, pues trabaja desde la intuición y la necesidad.

–La gente me dice: “¿Por qué cambiás tanto?”. Porque cuando sé hacer algo me aburro. Soy Géminis y Libra, cuando ya sé hacer algo quiero aprender algo nuevo. Antes yo tendía a la armonía, porque no la tenía. Cuando no tenía armonía, la buscaba. Ahora que la tengo, me encanta hacer cosas disarmónicas. Puedo patear la pelota para cualquier lado.

¿Para dónde intuís que vas a patear la pelota después de esta muestra?

–Creo que va a venir la apilada de pájaros, los pájaros superpuestos... y van a ser cuadros abstractos...

El desarrollo del vaticinio queda interrumpido por una señora que se acerca con emoción en los ojos:

–¿Usted es Josefina Robirosa?

–Bueno, sí.

–¡Ay! ¿Me deja que le dé un beso? Soy una admiradora suya. La quiero saludar porque tal vez no la vaya a ver más.

–¿Cómo que no me va a ver más? ¡¡¡Nos vemos en la próxima muestra!!!

–Esto es fantástico, Josefina, es un paraíso –dice la fan entre suspiros mirando alrededor.

–¿Y ya vio las sombras en la pared? Mire, mire cómo van cambiando.


Josefina Robirosa

Del 6 de septiembre al 14 de octubre de 2012.

Centro Cultural Recoleta

Junín 1930 Buenos Aires

Lunes a viernes de 14 a 21.

Sábados, domingos y feriados, de 10 a 21.

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Imagen: Xavier Martin
 
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