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Domingo, 28 de octubre de 2012

CINE> FRANKENWEENIE, LA VUELTA A LOS ORíGENES DE TIM BURTON

EL MEJOR AMIGO DEL NIÑO

Cuando era un adolescente, Tim Burton entró a trabajar en Disney –era el momento más oscuro de la compañía– y allí filmó Frankenweenie, un corto entrañable que los ejecutivos consideraron tan oscuro y deprimente como para merecer el despido. Y lo despidieron. Ahora, después del éxito, de triunfos y clichés, de convertirse en una especie de marca estética –a veces vacía– de películas hermosas, tristes, atesorables y otras no tanto, Burton revisita aquel primer esfuerzo en una versión nueva de Frankenweenie, una fábula de animación de muñecos cuadro por cuadro donde un niño revive a su mejor amigo: un perro. Un niño solitario en los superficialmente plácidos suburbios de Estados Unidos que se parece mucho a su autor.

 Por Mariano Kairuz

Frankenweenie es el regreso de Tim Burton a la infancia. No a la infancia de los espectadores –aunque puede serlo también– sino a la suya propia. Y no sólo porque muñequitos y animación estén relacionados usualmente con la infancia –y Frankenweenie es una película de animación de muñequitos– sino porque lo lleva de vuelta al pequeño cinéfilo de 45 años atrás, cuando era un chico solitario con muchas horas de televisión al día en su casa suburbana en un barrio de Burbank, California, y también a los inicios de su carrera como cineasta. Frankenweenie es la remake ampliada de un corto que filmó en 1984 con actores, cuando era un oscuro empleado de Disney en la más oscura época del estudio. Un corto extraordinario sobre un chico muy timburtonesco que devolvía a la vida a su mejor y único amigo, su perro, al mejor y peor estilo Frankenstein. Con sus consecuencias, por supuesto.

Frankenweenie es también un regreso a la infancia, porque es una película sobre los padres. No cuesta mucho ver en el pequeño y algo darky Victor, el hijo de la familia Frankenstein de Frankenweenie, una proyección de su autor, y varias escenas son pura y sencillamente autobiográficas: mientras Victor se entusiasma con sus películas amateur en Súper 8 y con las clases de ciencia impartidas por el profesor Rzykruski –un personaje expresionista con la voz de Martin Landau y los rasgos de Vincent Price–, su padre, como si no lo escuchara, no duda en expresar cuánto le gustaría ver a su hijo convertido en un gran jugador de béisbol. Esa era básicamente la dinámica padre-hijo en su hogar, ha dicho Burton en entrevistas. A los 12, el muchacho se fue de casa para vivir con su abuela. A los 16 ya se había mudado a un departamento para él solo. Poco después trabajaba para pagar sus estudios en la escuela de artes CalArts. No pasó mucho tiempo hasta que consiguió trabajo en una de las grandes compañías del vecindario, Disney, cuyos estudios de animación atravesaban en los ’80 su depresión histórica. En esos tiempos, Burton consiguió trabajo como dibujante de bocetos y fondos en films como El caldero mágico (que tenía lo suyo, aunque nadie parece recordarla con afecto). En ese mismo panorama, de frente a la quiebra, un día le dieron una temporada libre para desarrollar sus propios proyectos. Así nació Frankenweenie, el corto original de 1984.

Y hablando de padres, el estreno de la flamante Frankenweenie ha sido recibida por todos lados como la venganza del nerd, porque –la historia es legendaria– en su momento Disney, que hoy produce y distribuye su última película, despidió a Burton del estudio por aquel corto. Que era extraordinario, divertido, sensible y gracioso, pero que los ejecutivos de la compañía juzgaron demasiado oscuro y aterrador para ponerlo, como eran sus planes, de acompañante en el relanzamiento de su clásico Pinocho. Que había estado desperdiciando recursos de la compañía, dice la leyenda que le dijeron. El corto, que desde hace años puede verse como extra en el DVD de El extraño mundo de Jack, fue sin embargo lo que le consiguió su primer trabajo como director de largometrajes (La gran aventura de Pee Wee), y de ahí a Beetlejuice, Batman y el resto.

En el medio, Burton pareció olvidar –como les ocurre a casi todos los chicos cuando crecen– qué lo animó en un principio, cuál fue su impulso original. La vuelta de Burton a Disney tuvo un resultado de lo peor: su Alicia en el país de las maravillas pareció la consumación de la expresión “burtonesco” como marca, como objeto de diseño seriado; un joint venture donde él prestaba sus firuletes psicodélicos y Disney, su nombre y poder de venta. Comercialmente no les fue nada mal, pero fue como si Tim Burton nunca hubiera estado ahí, en el set, haciendo la película. Frankenweenie es, por el contrario, con su encanto y sus defectos, algo así como la misma película que pudo haber filmado en 1984. Contiene sus obsesiones más obvias, sus mil referencias a los clásicos de terror de la Universal y de la Hammer, y a las películas de monstruos japoneses, al superclásico Freaks, y ¡a los sea monkeys!, es decir, a todas esas cosas, de la B a la Z, que lo formaron y deformaron de chico; está filmada en un fatalmente hermoso blanco y negro (como Ed Wood) y, aunque asistida por lo más nuevo de la tecnología digital, hecha de marionetas que se mueven cuadro a cuadro. Y, fundamentalmente, lo lleva de regreso a casa, a los suburbios en que se crió, a los mismos en los que ambientó El joven manos de tijera hace dos décadas, ese espacio engañosamente plácido, superficialmente soleado, que albergó sombras funestas: las del pánico de los años de la Guerra Fría, el ultraconservadurismo, la represión, y –la película lo grita sin pudor a través del tremendo personaje del profesor de ciencia– la ignorancia, el miedo a lo desconocido. Esta es, como bien señaló un crítico norteamericano, esa rara película de Disney que no tiene problema en decir que los padres pueden estar equivocados, muy equivocados.

“La gente dice que estoy atrapado en mi infancia –dice Burton–, pero no creo que se trate de eso. Recuerdo una retrospectiva de Matisse, en la que se podía ver que había comenzado con cierto estilo, luego intentó algo distinto y más tarde pareció pasar toda su vida tratando de volver a conseguir lo que hacía en sus inicios. La sorpresa. Uno consigue ver la extrañeza de la vida, de manera novedosa, una sola vez. Supongo que mis películas son eso, aunque tampoco lo analizo demasiado.” Eso dice Burton, y esta vez parece que lo consiguió: a pesar de (y en parte gracias a) toda su sincera obviedad, Frankenweenie es una película cargada de electricidad, de pasiones auténticas, de recuerdos, una de esas películas financiadas por los estudios que consiguen ser verdaderas y personales, y que demuestran, como diría Victor Frankenstein –vía versión cinematográfica de James Whale– que Tim Burton... ¡está vivo!

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