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Domingo, 11 de noviembre de 2012

CINE > DíAS DE PESCA, LA NUEVA PELíCULA DE CARLOS SORíN

SUR Y DESPUES

Como si fuera una continuación de Historias mínimas, Carlos Sorín vuelve a la Patagonia y al relato de un viaje en Días de pesca: esta vez es un porteño recién recuperado de su alcoholismo que quiere aprender a cazar tiburones y reencontrarse con su hija Ana, a quien no ve desde hace años: dos tareas titánicas. Con una gran actuación de Alejandro Awada y actores no profesionales notables como Oscar Ayala –entrenador de Jorge “Locomotora” Castro–, Sorín consigue reinventar terreno conocido y se sirve del paisaje de Santa Cruz para un cine que apuesta a cierto intimismo, a la desconexión, a recuperar aire y espacio.

 Por Juan Pablo Bertazza

Un perrito de peluche que baila y canta rock and roll es estrolado contra el piso en una habitación de hotel de Puerto Deseado, presumiblemente para no funcionar nunca más. Es el símbolo que emplea Carlos Sorín en Días de pesca, su flamante película con la que vuelve a pisar fuerte en el Festival de San Sebastián, para mostrar la ruina de un hombre. Marco es un viajante de comercio a punto de perder su trabajo a causa de los efectos colaterales de los cambios tecnológicos. Apenas recuperado de su adicción al alcohol, emprende, a los cincuenta y dos años, un viaje a la Patagonia con dos objetivos que, acaso, signifiquen metáforas intercambiables, uno de otro: aprender a pescar tiburones, por un lado; y reencontrarse con su hija Ana, a quien no ve desde hace años, por el otro.

La idea, según contó el propio Sorín, corresponde a la época de Historias mínimas (2002), la película que lo catapultó al gran público. Y, de hecho, Días de pesca es en muchos sentidos una especie de continuación. No sólo por la coincidencia del escenario localizado en el sur argentino (sobre todo en el nordeste de la provincia de Santa Cruz: Caleta Olivia, Fitz Roy y Jaramillo), su naturaleza casi contradictoria de road movie algo estática y las actuaciones a cargo de actores no actores como sucede, en este caso, con la participación de Oscar Ayala, primer entrenador del ex campeón mundial Jorge “Locomotora” Castro, con quien Marco se cruza en una estación de servicio mientras aguarda la tardía llegada de combustible. Días de pesca es la apenas disimulada saga de Historias mínimas, sobre todo, por el choque de mundos que vuelve a poner en escena Sorín: el del hombre porteño algo derrotado, muy malherido y al borde de la resignación que encuentra en la calmada idiosincrasia del sur argentino un refugio sanador. En ese sentido, la construcción del espacio es fundamental, ya que la inmensidad abierta de la Patagonia funciona de manera similar a esa atracción que experimentan quienes están sufriendo por el cosmos, los planetas y los astros, acaso como una forma de redimensionar el verdadero alcance de aquello que los hace padecer. En Historias mínimas quien representaba ese rol era Roberto, el personaje encarnado por Javier Lombardo, otro comerciante cuya obsesión era seducir a una mujer de la zona.

Ahora es Alejandro Awada el que se impregna de costumbres ajenas: usa la radio para poder contactar a su hija, cuando se da cuenta de que el único dato que tenía sobre su domicilio correspondía a una casa de la que se había ido hace muchos años.

Así, casi de manera inesperada, Sorín vuelca una forma de crítica social que tiene que ver con la propuesta de recuperar cierto intimismo, cierta desconexión de cualquier tipo de pantalla para recuperar aire, para desintoxicar. No en vano el entrenador de la rival boliviana de la boxeadora, con quien se encuentra Marco, suelta con toda seguridad: “Con lo acostumbrada que está ella a boxear en la altura, acá va a tener mucho aire para pelear”.

Y en ese contexto los objetos, la construcción de los objetos es una de las pericias que vuelve a demostrar Sorín: en Historias mínimas era la equívoca torta con forma de pelota de fútbol que Roberto intentaba regalarle a René, el hijo/a de la mujer a quien quería seducir; ahora otro regalo tiene un lugar central en la película: un perro de peluche rockero que Marco le quiere obsequiar a su nieto, al que acaba de conocer en ese viaje.

Y, por supuesto, en ese choque de mundos del hombre porteño que recala en la Patagonia otra vez tiene una gran preponderancia el universo auditivo. No sólo por la atmósfera que crea la música a cargo de Nicolás Sorín, quien vuelve al ruedo con su padre, sino también porque la guerra del sonido plasma también el esfuerzo del hombre porteño por sobrevivir en el sur, como la escena en que Marco va a pescar tiburones en una lancha y de tanto oleaje, y de tanto mareo, apenas y a duras penas puede dialogar con el guía de la excursión, a tal punto que termina desvaneciéndose a bordo.

Luego de esa jugada realmente riesgosa que significó El gato desaparece, una apuesta al género de misterio, Sorín vuelve donde más cómodo se siente. Días de pesca es, sí, una repetición, pero una repetición que agrega sentido: la confirmación de Sorín como uno de los directores que mejor exhibe la calma antes del huracán, el último vestigio de paciencia del viajero antes de la desesperación.

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