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Domingo, 30 de diciembre de 2012

PERSONAJES > EL LUMINOSO ENCANTO DE NAOMI WATTS EN LO IMPOSIBLE, DE J. A. BAYONA

LA LUZ DE UN NUEVO DIA

 Por Mariano Kairuz

En una de las escenas iniciales de Lo imposible, la película del director barcelonés J. A. Bayona sobre el tsunami en el que hace ocho años murieron cientos de miles de locales y turistas en el sudeste asiático asistimos, un poco como voyeurs, al momento en que el personaje de Naomi Watts se pone el corpiño de su bikini. La siempre bella Naomi, tan hermosa o aún más ahora que tiene 44 como hace diez, doce años, cuando recién ingresaba algo tardíamente al estrellato, queda tomada de espalda, como furtivamente, mientras se prepara para ir a la playa en familia (esto es, su marido Ewan McGregor y tres varoncitos de entre cuatro y doce años), y uno de sus pechos se ve expuesto brevemente, bañado por la luz del sol que entra por la ventana. El plano es indudablemente sensual pero, sobre todo, es cálido. De algún modo, esa imagen funciona como la expresión perfecta de todo lo que vendrá a continuación, y fundamentalmente del personaje de Naomi, una actuación por la que ya está nominada al Globo de Oro y seguramente la llevará a las elegidas para el Oscar: una combinación de belleza –una belleza experimentada, vulnerable y curtida a la vez– y ternura maternal.

Apenas unos minutos después, las olas de treinta metros de alto y los autos que parecen volar por los aires junto con postes, cabañas, gente y animales, arrasan con la postal paradisíaca. Son unos diez minutos de puro cine catástrofe, pero en clave hiperrealista, casi documental, que compiten con los que abrieron hace un par de temporadas la mística El más allá, de Clint Eastwood, y tras el desastre, aquella aparentemente casual imagen de una teta tiene su réplica y se carga de significado. Ya descuajeringados, con la ropa hecha jirones y el cuerpo rasgado por el desastre, Naomi y su hijo mayor se arrastran como pueden entre el lodo y las ramas caídas y los vehículos dados vuelta, cuando el chico le hace notar a su madre, con un pudor contagioso, que ha perdido una parte de la escasa ropa que la vestía, que uno de sus pechos ha quedado expuesto. Apenas se lo dice, se da vuelta para que ella se acomode. Para él es una situación vergonzante, tabú, pero ella, severamente lastimada, abombada, ignorante de qué fue del resto de su familia, le resta importancia. El parcial, pero nada azaroso desnudo, que antes funcionó como promesa de felicidad, de amor y de atracción, ahora deviene marca de lo expuestos y vulnerables que han quedado ante la fuerza de la naturaleza. Como bien señalaron los críticos internacionales que reseñaron elogiosamente la película en su presentación en el festival de San Sebastián cuatro meses atrás, el mérito por todo lo que nos creemos sin más pertenece menos al impecable trabajo con escenarios reales y efectos digitales que reconstruyeron el apocalipsis, que a la naturalidad con que Watts, McGregor y Tom Holland (una revelación, como el joven hijo mayor) nos llevan por el drama desesperado del desencuentro y la búsqueda de los sobrevivientes. Naomi en particular, recostada buena parte del relato con una pierna que empieza a engangrenarse, consigue decir tanto con tan poco, en planos que toman apenas su rostro.

Y es increíble, pero a Naomi la vemos en el cine mucho menos de lo que deberíamos. La última vez había sido en un papel no del todo grato en J. Edgar; antes en una de las peores películas de terror psicológico de los últimos años (Detrás de las paredes). Y antes, en varias películas que no supieron aprovecharla (y esto vale también para ese artefacto de pura misantropía que fue Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen). Hay que retroceder más de una década para recordar por qué nos enamoramos de ella. Después de prácticamente descubrirla al mundo en Mullholland Dr. (El camino de los sueños) David Lynch dijo que “tiene un rostro que puede ser a la vez bello y feo y todo lo que hay en el medio. Lo más importante es su inteligencia, una sabiduría sobre la gente y la vida. Dio vueltas por años antes de ser una estrella, y ahora lo es, pero nunca se subió a ese ego trip”. Nicole Kidman, que la conoce desde los 14, que es una de sus amigas más cercanas en el mundo del espectáculo y con quien se la comparó a menudo, asegura que hace falta que se revele al mundo su faceta de comediante, a lo Carole Lombard. Inglesa de nacimiento, huérfana de padre desde los 7 (presuntamente muerto de sobredosis –el hombre era manager de giras de Pink Floyd–), y trasladada con su madre y su hermano a Australia durante su adolescencia, ella le atribuye su acercamiento natural al cine “como a una familia” y a la sencillez con que interpreta personajes con los que es posible identificarse, a “tal vez, la ausencia de un padre”. Después del estrellato, incluso de la nominación al Oscar por ese cachivache que es 21 gramos, el prestigio sigue sin subírsele a la cabeza, y no se limita –como lo hizo en buena medida Kidman– al circuito de las películas con “pretensiones de arte”, sino que probó con, por ejemplo, el King Kong de Peter Jackson, que podía pasar de los dramas matrimoniales más serios a ser una scream queen digna heredera de su antecesora Fay Wray y de las del cine clase B, enamorar al mono –y a todos nosotros, que la observamos como chimpancés hipnotizados desde las butacas– y gritar con todos sus pulmones.

“Casi no tiene rivales en la interpretación de extremos físicos y emocionales”, escribió el crítico de Variety, impresionado una vez por sus logros en Lo imposible, por ayudarnos a “oler la sangre y el sudor” de los sobrevivientes (The Guardian), acaso más vital que nunca cuando emerge de la pesada masa de agua del océano Indico que un instante atrás la engullía hacia una muerte segura, para volver iluminada con la fuerza de veinte, cien, mil watts.

Lo imposible se estrena el próximo jueves 3 de enero.

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