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Domingo, 10 de marzo de 2013

CINE > UNA NUEVA VERSIóN DE ANNA KARENINA, POR SUERTE LIBRE E INSPIRADA

EL VALS DEL LEVANTE

Anna Karenina tiene todo para ser filmada: exteriores imperiales, interiores suntuosos y susurrantes, galantería, bailes, infidelidad, embarazo, tragedia y una heroína desgarrada por la pasión y sus consecuencias. No son pocos los que reconocieron su potencia melodramática: tiene más de 20 adaptaciones entre cine y televisión. Pero ahora, el inglés Joe Wright, que venía de adaptar respetuosamente a Jane Austen y a Ian McEwan, comete el mejor de los pecados con este libro sobre la infidelidad: serle infiel. La nueva versión inglesa con Keira Knightley como Anna desnuda el libro hasta su esencia: un vals de amor y desamor.

 Por María Gainza

Muchos años después de que dejara de escribir novelas y un poco antes de que se pusiera a caminar rumbo a un monasterio al que nunca llegó (murió en la sala de espera de una estación de tren), el viejo Tolstoi tomó un libro al azar de su biblioteca de Yasnaia Poliana, lo abrió por la mitad y lo empezó a leer. Pasó una página, otra y otra, y se entusiasmó tanto que se acurrucó en su sofá y siguió leyendo. Estaba tan compenetrado en la historia que no oyó los gritos de su esposa, Sofía Andreievna, llamándolo a cenar. Llegó al final, ahogado en sollozos, con la luz fluctuante de una vela a punto de inmolarse, y recién entonces miró la tapa y leyó: Anna Karenina, por Liev Nikoláievich Tolstoi.

Nabokov lo advertiría más tarde: “Cuando se lee a Turgueniev uno sabe que está leyendo a Turgueniev. Cuando se lee a Tolstoi, se lee porque no se puede dejar el libro”. El poder hipnótico de su prosa es tal que Anna Karénina (esdrújula a petición expresa de Nabokov) debería darse como antídoto contra la dispersión. Es el tipo de novela que uno seguiría leyendo mientras el departamento se prende fuego. No hay nadie que no sucumba al hechizo de esa prosa, que es como un pedazo de vida si la vida pudiera narrarse por sí sola, al servicio de la tragedia de dormitorio más grande de la literatura. El cine no se la podía perder: hay por lo menos trece versiones llevadas a la pantalla, desde una norteamericana de 1935, con la infalible Greta Garbo, hasta una versión egipcia de 1960 con el inefable Omar Sharif. Y ahora Inglaterra viene a agregar una perlita barroca que, como todo capricho, no carece de su encanto. La película del inglés Joe Wright es una adaptación libre que seguramente impulse a los puristas tolstoianos a tirarse bajo las ruedas del tren ante el horror, el horror, de su desobediencia literaria.

Se necesita arrogancia para llevar una novela al cine. Hay que convencerse de que las grandes novelas no son monstruos sagrados sino material disponible para la construcción de nuevos mundos. Las adaptaciones malas sucumben porque sus directores caen de rodillas ante esa cosa llamada “prestigio literario”. Hasta Anna Karenina, Joe Wright era de ésos. Sus adaptaciones de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, o de Expiación, de Ian McEwan, eran traducciones escrupulosas de sus originales. Pero su Anna Karenina está desatada. Ajena al qué dirán, la película es amanerada y artificial y, exactamente por eso, brilla con su propio fuego interno. Alejada del realismo que caracterizaba a sus hermanas mayores, la versión de Wright transcurre en un teatro, una puesta en escena preciosa como un huevito de Fabergé y así de asfixiante también. Petersburgo y Moscú, alrededor de 1874, son recreados mediante decorados y utilería (después de todo, en la novela, Tolstoi jamás describe la ciudad; las descripciones rapsódicas las guarda para el campo). Un teatro es el escenario perfecto para una historia que transcurre en las bambalinas de la Rusia imperial.

Tolstoi comenzó a escribir Anna Karenina en 1873. Su intención original había sido escribir una novela sobre Pedro el Grande. Dos años antes se había encerrado en su hacienda con sus libros y notas mientras su mujer corría detrás de sus trece hijos. El tema lo sobrepasó: “Estoy de un pésimo humor. No hay fin a la investigación preliminar y siento que mi fuerza disminuye”, escribió en su diario. Buscó un plan B, una historia que no lo excediera, una anécdota íntima y triste que, en manos de otro, hubiera sido un chisme de salón, pero que la pluma de Tolstoi convirtió en un tanque Sherman de 900 páginas, un tratado sobre las formas del amor. Todo empezó con un vecino cercano que vivía con su amante, una mujer llamada Anna Stepanovna, a quien había descuidado en favor de la niñera de la casa. Loca de celos, Anna vagó por el campo durante tres días y luego se tiró a las vías del tren. Dejó una nota: “Tú eres mi asesino”. A esa imagen Tolstoi le unió un sueño perturbador donde su mano rozaba “un aristocrático codo desnudo” (era probablemente el de Maria Hartung, la hija de Pushkin, a la que había conocido poco antes en una cena). Ya tenía la historia de amor, pero lo que le interesaba en ese momento de su vida no era el amor sino sus consecuencias. Se sentó a ver qué le salía, y lo que salió fue Anna Karenina.

Es un triángulo clásico: la espléndida Anna (Keira Knightley, que no da rusa pero lleva unos vestidos tan gloriosos que pueden producir un ataque de asma), casada con Karenin, un seco oficial del gobierno, viaja de Moscú a Petersburgo a calmar la tormenta conyugal de su hermano Stiva, que ha sido pescado in fraganti. El adulterio de Stiva anuncia el maelstrom que pronto engullirá a Anna y a Vronski, un joven oficial de caballería (Aaron Taylor-Johnson, con uniforme blanco y un bigote salido de un casting para los Village People). Vronski es fatuo e insensible y eso se nota apenas verlo. Pero Anna ya ha comprado todos los boletos. A la estación sexual le sigue la del desencanto, la de la recriminación, la de la inseguridad y la morfina hasta terminar bajo las ruedas del tren.

“Este hombre es Dios”, dijo Gorki. Tolstoi habría sonreído, porque de hecho se sentía el hermano de Dios, pero el hermano mayor. “De una vez por todas –escribió en su diario– debo acostumbrarme a la idea de que o soy una excepción o me he adelantado a mi época.” El ojo de Tolstoi es el primer ojo biónico. Tanya Bers, su cuñada y la inspiración para Natasha en Guerra y paz, le escribió: “Puedo entender cómo describes a los dueños de las tierras, a los padres, a los generales y a los soldados pero cómo puedes insinuarte en el corazón de una niña enamorada, cómo puedes describir la sensación de una madre, por mi vida que no tengo la menor idea de cómo lo logras”. La bestia literaria se insinuó al mundo en 1828 dentro de una familia noble y terrateniente. El abuelo de Tolstoi había gastado más de la cuenta, y el padre se salvó casándose con la hija fea del príncipe Volkonski, cuya alcurnia estaba a la altura de los Romanov. La dote de la esposa incluyó la propiedad de Yasnaya Poliana, cerca de Tula, que Tolstoi heredaría: mil seiscientas hectáreas y 330 siervos. “Nos asqueaba a todos”, fue el comentario del poeta Nekrasov. Los asqueaba porque quería ser noble y bohemio al mismo tiempo. Y luego, quiso ser campesino y místico. Quería ser todo lo que un hombre pudiera ser en una vida.

“Vivo, más que vivo”, así reza una entrada del Diario de Tolstoi y eso mismo exuda Anna Karenina si uno se deja arrastrar por la energía de la película. Todo es atracción y repulsión en Tolstoi, como si el amor fuera para él una coreografía, con sus movimientos clásicos: el paso de la seducción, el vals de la pasión, el pas de châle de la ruptura. Lo que hace la película maravillosamente bien es transformar ese vaivén en imágenes. Wright ha filmado un ballet con palabras. ¿Por qué no? Después de todo, Tolstoi fue el gran cronista del movimiento. El escritor Aleksander Druzhinin criticaba su tendencia al paralelismo psicosomático: “¡No puede pretender que los muslos de Ekaterina muestren que quiere viajar a la India!”. Pero los cuerpos de los personajes de Tolstoi se confiesan cuando Karenin hace crujir sus nudillos, cuando Vronski se atusa el bigote, cuando Stiva sonríe levemente, cuando Anna se sonroja. El cuerpo habla para Tolstoi.

Sobre eso monta la película el brillante coreógrafo belga Sidi Larbi Cherkaoui. Incluso las escenas que no contienen danza están coreografiadas. Stiva, sentado en una silla, es atendido por su barbero que se mueve zarandeando la toalla roja como la capa de un matador. Más tarde, atraviesa un mar de empleados que ordenan sus escritorios en movimientos sincopados, tuc-tuc-tuc, ponen sellos, taca-taca-tac, disponen las montañas de papel, como si dijeran: “El papeleo es el alma de Rusia”. Kitty y Levin sortean su timidez mediante un juego de mesa con cubos, en una charla muda, dulce y enigmática que es también una coreografía sobre la telequinesis del amor. George Balanchine decía: “No hay lugar para suegras en el ballet”. Quería decir que en la danza es preciso reducir la historia a su esencia. Quítenle la prosa a Anna Karenina y lo que queda es un melodrama. Redúzcanlo a su esencia y lo que queda es un vals.

El vals era una danza campesina alemana que, como muchas cosas del under, subió y se coló en la aristocracia vienesa en el siglo XVIII como una “danza prohibida”: era la primera vez que las parejas se tocaban. Apenas llegó a Francia, los rusos, que eran más francófilos que los propios franceses, lo adoptaron. El vals se volvió sinónimo de lo conservador, así como el tap fue sinónimo de alegría de vivir o el flamenco, de intensidad. Pero hubo un tiempo en que bailarlo suponía una técnica rigurosa: uno no podía tocar la palma de la mano de su acompañante, la mano se colocaba sobre la del otro. Los movimientos más audaces pasaban, como siempre, por debajo: la forma en que las piernas del hombre entraban y salían por entre las piernas de la mujer, pero todos hacían la vista gorda. Cuando esa protolambada se pulió, cuando se le quitó la connotación sexual, quedó la payasada que vemos hoy en los casamientos.

En la nueva Anna Karenina el vals es insolente y lleno de gracia. Ya no son las piernas sino los brazos los que llevan a cabo la danza del amor: las muñecas se aflojan, las manos se entrelazan, los brazos de Vronski y Anna se contorsionan y franelean como los cuellos de dos cisnes cortejándose. Es también un cosmos: todas las parejas giran sobre sí mismas y alrededor de las otras parejas, tan embriagadas que podrían girar hasta la luna o acercarse demasiado al sol. Eso es lo que se dice tomar el pasado y traerlo al presente sin ser cortesano ni cachivache. La danza y la filmación de la danza son dos cosas que raramente coinciden y ésta es una de esas raras veces. El cine quiebra la cualidad plástica de la danza porque la danza necesita espacio (Fred Astaire se ve bien en la pantalla porque el tap es la única danza que gana con los planos cortos: Astaire podría bailar en el living de tu departamento, Nijinsky no). Por eso el vals, la mazurka, la cuadrilla, se dan tan bien en los planos largos y envolventes de Wright.

Anna Karenina, la película, es apenas el perfume de la novela original, pero lo que la vuelve atractiva, intoxicantemente atractiva, es su infidelidad. Es posible que sólo les guste a las personas dispuestas a perder de vista el libro en la biblioteca, a taparlo con un gato chino de la fortuna, y recordar aquello que Alma Reville le dijo a Hitchcock cuando se sentaron a mirar Sabotage, la adaptación que habían hecho juntos de la novela El agente secreto de Joseph Conrad: “Querido, deja de lado tus pruritos, ¿no dices siempre que no debe juzgarse una película por su libro?”.

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Es como si el amor, para Tolstoi, fuera una coreografía. Lo que hace la película maravillosamente bien es transformar ese vaivén en imágenes. Wright ha filmado un ballet con palabras.
 
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