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Domingo, 10 de marzo de 2013

El domingo de la vida

Si hace unos años sus cuadros reflejaban una juventud atravesada por las tensiones y la violencia de nuestra época, Anabella Papa parece haber dado mucho más que un salto mortal: se ha fugado del horizonte adulto hacia el que marchaban sus cuadros y ahora vuelve con las pruebas, regocijantes y serenas, de una vida idílica y a la vez posible. Lo que a primera vista podría ser como una huida virtuosa que esquiva las responsabilidades de la vida adulta y la ciudad, esconde debajo una aparente ingenuidad, un valor infrecuente: el coraje de abandonar lo previsible en busca de algo mejor, sin olvidar la distancia que nos separa de ello.

 Por Claudio Iglesias

La copa, acrílico sobre tela, 35 x 39 cm, 2013.
A mediados de 2000, la pintura de Anabella Papa (1979) hizo salir a la luz un conjunto de escenas juveniles, grupales y fantasiosas. Chicos con un vestuario urbano sofisticado y vintage, luciendo armas largas en la caja de una camioneta o molestándose en la escuela, con una gramática visual que podría alinear las fantasías malintencionadas de los artistas de Winnipeg con el candor cromático de Ariel Cusnir. Utilizando el procedimiento del hipster trasplantado, que dio argumentos a mucha pintura reciente con aspiraciones históricas, los personajes de Papa parecían recién salidos de un boliche del microcentro un día jueves, aunque estuvieran entre los árboles en medio del campo, portando armas o haciendo cuerpo a tierra. Eran, en definitiva, jóvenes de ciudad. Jóvenes que, como es de esperar, algún día iban a crecer, y se iban a formular algún dilema.

De estas narraciones rebuscadas de los chicos de ciudad, Anabella Papa no conserva demasiado. Tras una mudanza definitiva a Carlos Casares, su pintura giró a construcciones más despojadas y quietas, en un rango cromático más estricto, cuyo tema central (rousseauniano, se diría) es el de la libertad en la naturaleza. ¿Qué ocurrirá mañana?, su muestra en Alberto Sendrós, ofrece el ejemplo perfecto de esta nueva “Papa, milenaria y retocada”, como dice Marcelo Galindo en el press release. Lo de milenaria podría entenderse por la obstinación con la que la artista pinta retratos y paisajes agrestes, su frenesí para representar troncos, árboles y cielos elementales como si fueran las unidades de análisis de una realidad en la que no existen las ciudades ni el trajín, en la que el tiempo casi no transcurre, y en la que el arte debe volver a nacer. Los horizontes del cielo en toda su diversidad, el interés minucioso por atardeceres, follajes y nubarrones hablan de una relación inmediata y transparente con la pintura y, al mismo tiempo, con la naturaleza. En este idilio revestido de azul y marrón, ocurren algunas cosas maravillosas: un árbol se transforma en hombre; dos muchachos sin cabeza alternan en la naturaleza, como si fueran hermanos de los árboles; de un tronco brotan un par de brazos. La familiaridad entre el hombre y el paisaje va más allá, hasta unos ojos cuyo color es idéntico al cielo. Pronto la muestra nos invade con una sensación de alegría directamente enlazada al color; notamos que en las imágenes todo es congruente, armónico, complementario. El mismo azul, el mismo cielo. El mundo se abre. Estamos, ahora, metidos en un verso de Walt Whitman: un mundo de rosas y lilas.

Autorretrato, acrílico sobre tela, 33 x 40 cm, 2013.

A esta altura es evidente que Anabella Papa se olvidó de la guerra, de la vida urbana, de la juventud y de los grupos, para dar paso a la meditación, el paisaje, la insistencia del cielo y el tintineo rosado de las adelfas en los arbustos, como si la inocencia ocasional de una juventud bulliciosa sólo pudiera continuar en la inocencia primordial de la naturaleza. En este giro, el rol del arte también parece renovado, lo que significa que la mirada naïve no encuentra su objeto tanto en la naturaleza misma como en la forma en la que la pintura la elabora, a través de reglas sencillas que parecen poder escribirse de nuevo para dar lugar a los rostros dormidos y felices, los torsos desnudos, los leones dichosos, y hasta las víctimas contentas de los dichosos leones. Este es el mundo de Anabella Papa, en el que la tierra ya no gira. “Es el domingo de la vida –decía Hegel en referencia a la pintura holandesa–, que nivela todo y aleja todo lo que es malvado; aquellos hombres dotados de tan buena predisposición no pueden de ninguna manera ser malvados o viles.” En este mundo pictórico de atardeceres y transformaciones no existen los nervios, no hay una palabra para la infelicidad, y hasta el trabajo de artista parece sincronizado y armonizado con el horizonte. Artista, un cuadro del año pasado que no está en la muestra, nos deja ver a una chica de melena marrón (color nuevamente alineado con el entorno terroso) en un inverosímil paisaje de sierras parduscas. La chica sonríe, mientras lleva al caballete un azul que es igual al del brillo de las rocas que la acompañan y a sus zapatos. Pinceles y flores (2011) se autoabastece del título para desarrollar esa relación de armonía entre los hombres, la naturaleza y el arte. Lo llamativo es que esta relación no pueda darse en el terreno en el que los hombres viven y trabajan realmente, sean artistas o no, y que requiera del tránsito a una naturaleza idílica e inverosímil: la huida de la ciudad es también la huida del trabajo, de las obligaciones y de la adultez.

Arbol lechuza, acrílico sobre tela, 38 x 34 cm, 2013.

Por eso, sin que resulte sorprendente, la biografía de Anabella Papa, escrita por ella misma, parece una apología del no profesionalismo. En lugar de mencionar galerías, premios y muestras colectivas, la artista menciona su periplo golpeado por el sistema de la educación superior: “El secundario fue bachiller mixto. Estudié patín. Dejé. Estudié ballet hasta los 17. Ciencias Biológicas en la universidad, dos años. Dejé. Estudié en un terciario de artes. Dejé. Comencé en La Plata la Licenciatura en Artes plásticas durante cuatro años. Dejé”.

Por supuesto que la actitud de no profesionalismo es más una construcción retórica que un condicionamiento biográfico. Una retórica que, nuevamente, hace coincidir a la artista con su producción, del mismo modo que en sus cuadros los personajes coinciden cromáticamente con su ambiente. Por donde se la observe, la pintura de Anabella Papa es consciente de que su literalidad, su ingenuidad por decirlo así, es simultáneamente una negación de los conflictos de la vida real y una suspensión de los problemas del arte entendido como un ambiente profesional. Sus imágenes por eso tienen una extraña autosuficiencia, como si llegaran a la galería para decir: “Puede parecer que soy una obra de arte en venta en una galería, pero la verdad es que no tengo nada que ver con eso. Soy solamente la imagen de una mujer que sonríe o de una cascada que fluye”.

Por cierto, volver a mirar el arte como si el mundo se detuviera, o como si el arte se escapara del mundo, puede resultar tanto de una actitud valiente como fugitiva. (¿No hace falta valentía para escaparse?) Y la ingenuidad, el concepto central del trabajo de Anabella Papa, tiene tanto de lo uno como de lo otro.

Es evidente que en el mundo del arte, hoy en día, utilizar la imagen del artista naïf equivale a exponerse a la mirada ajena y a la reprobación. En este sentido, Anabella Papa es muy valiente, pues intencionalmente o no se enfrenta con un escenario cuyas coordenadas para analizar el gesto pictórico correcto van en un sentido absolutamente contrario: falta de literalidad en el lenguaje, insensibilidad cromática y enajenación laboral preventiva podrían ser los elementos y los temas definitorios de buena parte de la pintura contemporánea. La referencia ineludible podría ser Jana Euler: no tanto por sus conocidos retratos de figuras influyentes del mundo del arte como por una imagen suelta (expuesta en su muestra en Cubitt, Londres, a fines del año pasado) de dos jóvenes en traje de baño salticando de la mano en carrera hacia el agua, frente a un horizonte nocturno que no está cubierto por nubes sino por las luces amenazantes de la gran ciudad. Pintura fuera de foco de amigos yéndose a vivir a Berlín es el título de la pieza: además de la torre de televisión y otros elementos típicos, Berlín se convierte aquí en la metáfora de un espacio en el que trabajo profesional y euforia nerviosa se dan la mano. Esos jóvenes, ya un poco entrados en carnes, podrían estar dando el paso hacia la vida profesional y sus desafíos mentales que los chicos de los cuadros tempranos de Anabella Papa evitaron. Y que llevaron a nuestra artista, como las vueltas de la vida, a girar de la juventud a la naturaleza.

Pero cuando se niegan los conflictos, en lugar de enfrentarlos, la armonía resultante puede ser una armonía sólo aparente. Anabella Papa se muestra absorta en un ideal en el que el arte tiene más que ver con la naturaleza y los árboles que con los problemas de la vida y el estrés del trabajo. Un ideal tan necesario como bienvenido: creer en un arte sincero, en una relación inmediata y frontal con las emociones humanas y la vida es un objetivo venerable y compartido, como desear que el ser humano pueda encontrarse en una relación armoniosa con su entorno y el resto de los seres vivos, humanos y no humanos. Pero quizá la mejor defensa de este ideal no consista en representar su idilio sino en mostrarnos lo lejos que estamos de él. Esa sería la actitud, no de un escapista virtuoso sino de un aguafiestas cándido, y sería una actitud más ingenua en el fondo. Después de todo, la ingenuidad, si fuera extrema, ¿no sería también incómoda, inarmónica, difícil de tragar? Anabella Papa muestra la potencia y los puntos ciegos del recurso idílico a la ingenuidad, y por eso nos deja perplejos, con la sospecha de que estamos en un mundo en el que tal vez las sonrisas sean algo tan infrecuente como un tronco de árbol con brazos y manos.

Anabella Papa

¿Qué ocurrirá mañana?

Del 7 de marzo al 4 de abril de 2013, de 14 a 20

Galería Alberto Sendrós

Pasaje Tres Sargentos 359

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