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Domingo, 14 de abril de 2013

MUESTRAS > CARLOS HERRERA EN BENZACAR

LA UTILIDAD DE LOS OBJETOS INUTILES

El universo de Carlos Herrera parece capaz de abrirse a las interpretaciones, a las alegorías, a las sobreinterpretaciones, a toda forma de interpelarlas para anclar en un significado esas sensaciones y recuerdos desmembrados con que roza o envuelve al espectador. Las piezas reunidas en Trabajo nocturno, a la vez que despliegan ese universo a la perfección, ofrecen la posibilidad de gozarlas desde su mejor perspectiva: como obras en blanco, utilería de una obra de Beckett desconocida, piezas para ser disfrutadas, por cada uno, según su propia memoria.

 Por Alejo Ponce de León

Hay un famoso complejo deportivo por el Abasto, sobre la calle Gallo, justo enfrente de un supermercado. Ahí, desde hace ya muchos, muchos años, todos los días, durante todo el día, se juega al fútbol. Este complejo atraviesa la manzana de lado a lado y se levanta sus buenos 10 metros sobre el nivel del suelo, es decir, es enorme. Tendrá nueve o diez canchitas, algunas más grandes y otras más chicas, repartidas como corrales a cielo abierto o como fosas, cavadas sobre una hondonada. Hay una que está bien arriba, subiendo una escalera; desde el piso se la ve como una jaula flotante de la que cada tanto se escapa algún gruñido o el sonido de un golpe seco difícil de interpretar. Los vestuarios también son enormes y dentro de ellos hay una nube de vapor acomodada, que te humedece la ropa cuando entrás. Este predio puede darse el lujo de resguardar una concentración de energía hormonal tan tremenda que condiciona los sentidos en forma de un olor rancio mezcla de sudor, polyester pervertido por el sudor, caucho sintético y bebida isotónica disuelta en saliva. Es una energía de tal magnitud que deja su marca incluso sobre la arquitectura que sostiene al mismo predio: una franja de unos 70 centímetros de alto recorre los muros que delimitan cada canchita, como si fuera el vestigio de una inundación que ya retrocedió. Es en realidad el efecto visible de una acumulación de capas y capas de escupida, un trabajo conjunto y todavía en progreso que encontrará su fin recién cuando se haga el último gol. En esas paredes debe haber suficiente material genético como para crear un ejército infinito de atletas de mediano rendimiento, o de amigos, o de amantes. A veces estar en el predio es como estar en un portaaviones; en un laberinto asqueroso que se aleja cada vez más rápido del mundo. Es un lugar increíble.

Si se piensa en el dictamen de Carl Andre que resumía el curso de desarrollo de la escultura moderna en la progresión escultura como forma, escultura como estructura, escultura como lugar, sería tentador fantasear con que la obra de Carlos Herrera pudiese en algún momento alcanzar las dimensiones de un santuario como el que hay en la calle Gallo. Podría ser, por qué no, dado el empeño que el artista pone en realizar extracciones muy precisas del microclima de vestuario y del área de entrenamiento. A veces trabaja también con fluidos y olores que podrían ayudarlo a constituir un ámbito a gran escala desde la atención quimiorreceptora del espectador. Sea como fuere, en Trabajo nocturno no parece haber lugar para las reflexiones sobre la expansión del dominio tradicional de la escultura. Herrera deshace la formulación de Andre, da marcha atrás y con su trabajo se ubica en un punto intermedio entre la estructura y la pura forma. La muestra está configurada a partir de un amplísimo recorte de su producción reciente, comprendido entre 2009 y 2013. Para algunos habrá piezas familiares, porque varias ya fueron expuestas durante su paso por la Beca Kuitca. Para otros, lo familiar lo propondrá el léxico material que el artista emplea para determinar sus ideas sobre la muerte y el sexo. Por tal o cual motivo, la exhibición se hace sentir familiar, como si inmediatamente le diera a entender al espectador que lo que se ve es, inequívocamente, arte contemporáneo producido, inequívocamente, por Carlos Herrera.

Un repaso breve por su carrera obligaría a detenerse en las siguientes paradas: nace en Rosario, como Claudia del Río, Adrián Villar Rojas, Nancy Rojas y Mauro Guzmán, entre otros actores clave en el de-sarrollo del arte argentino de la última década; según se dice, a los 17 años, y durante una semana, fue parte de una comunidad de gitanos en Neuquén, que le ofrecieron un auto a cambio de que les pintara un mural; en 2008, cuando Fernando Farina es designado para desempeñarse como titular de la Secretaría de Cultura de Rosario, Herrera pasa a tomar su lugar transitoriamente como director ejecutivo del museo Castagnino+macro, cargo que ocupa durante un año; no deja de producir obra, cura muestras, participa en la Beca Kuitca; con su teatro de dedos interviene en el film El hombre de al lado y es artífice de uno de los actos dramáticos más memorables en la historia del cine mainstream vernáculo; finalmente, en 2011, conquista el premio arteBA-Petrobras con Autorretrato sobre mi muerte, unidad sintética mortuoria que hizo que centenares de personas se arremolinaran con curiosidad alrededor de un par de zapatos envueltos en una bolsa de nylon blanca junto a algunos de sus objetos preferidos y dos calamares en descomposición. Pero, más notoriamente, avivó intentos de debate en torno del arte, siempre relegados en nuestro país. Herrera pasó por la intemperie, por el cubículo, por el escritorio y por el taller en donde se tensa la red de la raqueta del arte contemporáneo.

Teniendo esto en cuenta, podría pensarse que Trabajo nocturno es su faceta más instrumental al arte contemporáneo como proyecto de mercado. En un texto que acompañó un debate sobre la actualidad de las artes visuales en el país, celebrado en el espacio Provincia de Vicente López, Herrera reflexionaba sobre cómo “la escasez de instituciones públicas, sus dirigencias intermitentes y el escaso presupuesto que se les asigna ha dado un lugar primordial a los sistemas galerísticos, transformándose éstos en los únicos lugares posibles de visibilidad de la obra. Obra que en la mayoría de los casos es producida específicamente para tal fin, sin ser esa muestra el resultado de un trabajo desarrollado en el tiempo, sino un proyecto específico y a medida para dicha exposición”. Con la precisión de un profeta, o de un analista bursátil, o la de un artista triste, describió a la perfección el momento que se vive en la sala principal de Ruth Benzacar: ese momento justo en el que la alteración que envuelve a la obra se disipa y ésta empieza a convertirse en algo perfectamente reconocible, como una señal de tránsito que surge entre la niebla en el medio de la ruta para indicarte cuánto te falta para llegar a Rosario, o a Ohio. De hecho, y para que no se generen confusiones, la portada del folleto que acompaña a la exhibición es un calamar, a esta altura una especie de logotipo corporativo que identifica al artista entre los entendidos y los comercialmente interesados. Se presenta entonces al hombre de los calamares en top form, en una exhibición de arte contemporáneo diseñada a medida de la galería comercial de arte contemporáneo con más renombre en la ciudad. No mucho menos que eso, tampoco mucho más.

Si uno se propone rastrearlas, las ondas de obsesión y trastorno que Herrera supo emitir desde sus trabajos sin título de la serie Confort y protección (collages fotográficos hechos a partir de revistas porno de décadas pasadas, en los que largas incisiones sobre las hojas despojaban a los modelos de sus miembros) aparecen en Trabajo nocturno como una gran lucidez organizativa a la hora de distribuir detalles y estructurar composiciones. Esos collages que compartían la iniciativa y la dedicación con la de un asesino serial norteamericano encuentran en la muestra una especie de continuidad bajo la forma de un sistema de perforaciones, encastres, orificios y enhebradas que podrían interpretarse como resonancias alegóricas del acto sexual, pero de un acto sexual impracticable, maquinizado. No hay azar, ni resbalones, ni fragancias llamativas, ni malentendidos. En Herrera el potencial de la perfección como fantasía masturbatoria, en las que lo fortuito de cualquier encuentro es una ilusión sostenida por la ingeniería del deseo, está intacto. Esta perfección es distinta de, digamos, la perfección del cubo de carne que se expuso –junto a algunas de las mismas obras que se pueden ver hoy en Benzacar– en la Universidad Di Tella a fines de 2011, en una exhibición compartida con Eduardo Basualdo. Esa muestra y en particular ese cubo de carne abrían un portal de posibilidades en relación con la creación de un orden biológico blasfemo, que en la pureza incoherente de sus formas saboteaba la noción del cuerpo humano como una máquina divina sin fallas.

En piezas como Au naturel o Two fried eggs and a kebab, Sarah Lucas parecía querer transmitir la preocupación esencialmente feminista del peligro que supone entender al cuerpo como un capital en proceso continuo de devaluación, utilizando elementos orgánicos como frutas y comida árabe para representar órganos sexuales que con el paso del tiempo se iban pudriendo. Más adelante, en The pleasure principle, opta por componentes artificiales de otra rigidez (muebles y tubos de luz fluorescente), para darle al placer la forma de una electricidad que no claudica; una fuerza que siempre se las arregla para situarse por encima del cuerpo, en un plano que supera la degradación. Los autorretratos esculturales que pueden verse en Benzacar también se posicionan por encima del cuerpo. Aguantan el peso de una exaltación que no se desenvuelve ni culmina, sino que está estática. La exaltación del momento de un cuerpo presentada como fetiche. O, más probablemente, una exaltación estática del arte contemporáneo en sí mismo.

En la mejor tradición minimalista, con el interés puesto en crear objetos que no respondan a la función representacional de la escultura sino que guarden una especie de apariencia anónima, las obras de Herrera parecen existir liberadas de la responsabilidad de cargar con un sentido. Si éste termina apareciendo a partir de un análisis centrado en lo formal, o, por el contrario, gracias a una sobreinterpretación psicoanalítica en términos de culpa, deseo o erotismo, les es indiferente, son obras en blanco. Lo mejor de Trabajo nocturno surge cuando sus piezas se hacen entender como la utilería para alguna puesta increíblemente refinada de una obra de Beckett, o cuando una masa de color se deja apenas entrever dentro de las bolsas de plástico que se mecen sobre los bancos, como transfiriendo a un orden cromático el aliento tibio de algún recuerdo que tratamos de reconstruir a partir de sensaciones desmembradas. Por ahí convenga entender a estas piezas como una burla de factura impecable al estilo Fluxus o, por qué no, como toda una serie de burlas, absurdas y risueñas, de factura impecable, bien al estilo Herrera.

Trabajo nocturno
Carlos Herrera
Galería Ruth Benzacar
Florida 1000 (Buenos Aires)
Lunes a viernes, de 11.30 a 20
Tel.: 4313-8480
Hasta el 26 de abril

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