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Domingo, 12 de mayo de 2013

VISITAS > RUFUS WAINWRIGHT POR PRIMERA VEZ EN BUENOS AIRES

Del otro lado del arco iris

 Por Mariana Enriquez

El primer disco, de 1998, tenía apenas su nombre de título, Rufus Wainwright, y en esas canciones se entraba con curiosidad y se salía boquiabierto. Es tan bueno ese primer disco y fue tal el revuelo, y tantos los gritos de genio y revelación y prodigio que se escucharon, que todo el resto de la carrera de Rufus Wainwright parece menos deslumbrante. Es la horrible injusticia que suele ocurrir cuando un primer paso se parece a ganar un maratón.

Rufus era, además, joven, bello y gay; hijo de la realeza folk (Loudon Wainwright III y Kate McGarrigle), criado entre Nueva York y Montreal. Y no era –no es– un compositor humilde y discreto. En ningún sentido. Aquel disco de 1998 sigue siendo, para muchos, el mejor disco pop de los últimos 50 años, sin posibilidad de disputa.

Pero lo que estaba naciendo en ese disco, que se continúa hasta hoy y que atraviesa y completa esas hermosas, exquisitas canciones, es la novela que Wainwright empezó a escribir y quién sabe cuál será su último capítulo: la gran novela queer del cambio de siglo con una banda de sonido ambiciosa, exagerada, a veces insoportablemente triste, a veces hermética, a veces celebratoria. Los amores difíciles, como “Danny Boy”, sobre un chico rubio y heterosexual que poca atención le prestaba en la adolescencia, hasta los amores imposibles, como River Phoenix en el tango “Matineé Idol” o el jovencito bronceado de una isla griega en “Greek Song” del segundo y magnífico disco Poses. O los amores posibles, casi siempre más parecidos a banquetes con panteras –por robarle la expresión a Oscar Wilde–, de “Evil Angel”, con ese chico de lengua bífida; o “Vibrate”, con Rufus esperando una llamada, tan drogado y duro que “Pinocho ahora es un juguete que quiere convertirse en un chico”; o “Sanssouci” con esos chicos que le hacen perder la melancolía, pero también la vista (se sabe que Wainwright, después de una temporada de excesos, se quedó ciego de tanta metanfetamina y etcéteras). Ahora, últimamente, el amor posible: en 2012, Wainwright se casó con su novio alemán, el curador Jörn Weisbrodt, y tienen una hija, Viva; la mamá es Lorca Cohen, hija de Leonard, amigo de la familia Wainwright. Es decir: le acaba de dar una nieta a Leonard Cohen. Y esta nueva familia lleva a todas esas canciones que van desenvolviendo su melodrama familia: “Beauty Mark”, sobre las diferencias y la admiración por su exigente y talentosa madre; “Dinner at Eight”, sobre la difícil y competitiva y dolorosa relación con su padre (“Voy a derribarte con una piedra para saber qué significás para mí”); “Little Sister”, sobre otra competencia, esta vez con su hermana menor, Martha, a quien también le escribe “Martha” en su reciente All Days are Night: Songs for Lulu; en la canción le reclama, mediante mensajes en el contestador, que venga, que tienen que ir a visitar a su madre enferma: Kate McGarrigle murió de cáncer en 2010 y ese disco, de canciones al piano, muy bellas y muy difíciles, fue el réquiem del hijo. Y ahora, en su reciente Out of the Game, Rufus imagina cómo será el futuro con su familia de dos padres, y no lo imagina rosadamente ideal, lo imagina realista y complejo, demostrando una vez más que, en el mundo gay, sigue siendo el que tiene menos miedo de poner en palabras contradicciones y dudas, el que se niega a decir que todo está bien, que nada es turbulento, que nada es diferente. Porque es diferente, por suerte. Le canta a la futura Viva: “Un día vas a venir a Montauk y vas a ver a tu papá tratando de ser malo. / Y vas a ver a tu otro papá sintiéndose solo. / Ojalá puedas protegerlo, y quedarte. / Pero no te preocupes, ya sé que te tenés que ir”.

Hay tanto más en el mundo Rufus: la admiración por Judy Garland, que lo llevó a reproducir uno de sus shows, tema por tema, en el Carnegie Hall; el exceso de sacar un boxset con ¡19 discos! que incluyen todos sus covers, desde “Hallelujah” de Leonard Cohen (¿la mejor versión grabada?, ¿mejor que la muy sobrevalorada de Jeff Buckley?) hasta “Somewhere over the Rainbow” de El mago de Oz, pasando por los sonetos de Shakespeare al piano y algunas canciones explícitas, como “Gay Messiah”, donde es “bautizado en eyaculación”, o “Between my Legs”, donde suelta “lágrimas entre las piernas” en boliches. O la ópera que estrenó en Manchester, Prima Donna, que no gustó mucho a los críticos especializados, pero, ¿hay otro compositor pop que sea capaz siquiera de intentar algo así?

Y todo en su pop barroco (“popera”, le dice él) con algo de rock y de music hall y de folk y de country –le dicen, ejem, versátil– que a veces ahoga las melodías bajo cuerdas y vientos, pero también desnuda canciones sombrías o frágiles, acompañadas sólo por el piano. Y la voz extraordinaria, con sus inflexiones de extrema ironía o desolada melancolía. La carrera de Wainwright tiene picos y llanuras, pero no hay otro compositor que haya intentado con tanto fervor encontrar la belleza para sentarla en sus rodillas y preguntarse qué hacer con ella. Algo de esa belleza a veces esquiva y a veces atrapada –y conquistada– se escuchará el miércoles cuando, solamente acompañado por piano y guitarra, toque –por primera vez en Buenos Aires– Rufus Wainwright, el niño prodigio que quiso ser una estrella pop y terminó siendo un artista.

Rufus Wainwright toca en el Gran Rex, Corrientes 857, el próximo miércoles a las 21. Entradas: desde $ 150 en el teatro o por Ticketek, www.ticketek.com.ar

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