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Domingo, 11 de agosto de 2013

CINE > EL CONJURO, LA PELíCULA DE TERROR DEL AñO, BASADA EN UNO DE LOS CASOS DE LOS MíTICOS CAZAFANTASMAS ED Y LORRAINE WARREN

La casa de los espíritus

 Por Mariano Kairuz

“Los fantasmas no existen”, solía decirle Lorraine a su esposo Ed Warren cuando eran jóvenes. Después aprendió. Corría el final de la década del ’40 y la pareja “artística” se ganaba la vida viajando de pueblo en pueblo para vender sus cuadros, cuando Ed empezó a interesarse en cada caso de casa embrujada que se le cruzaba por el camino. No por puro morbo, sino como resabio de una experiencia sobrenatural que él mismo había vivido en su infancia: tenía alrededor de seis o siete años cuando, una de las noches en que su padre policía los dejaba solos a él y su hermana en su casa de Connecticut, los pasos y el bastón inconfundibles de su abuelo muerto subieron las escaleras y caminaron en círculos junto a su cama. Poco después, el armario empezó a abrirse solo, a las tres de la madrugada, y en la oscuridad se veía un rostro enojado y luminoso. El padre siempre le decía que los sucesos tenían explicaciones racionales, pero Ed nunca le terminó de creer.

Así como su esposa, al principio, tampoco le creyó a él. Pero durante esos viajes de pueblo en pueblo, los Warren no tardaron en convertirse en expertos en este tipo de tráfico espiritual. Para los ’60, eran la pareja de demonólogos más requerida de EE.UU., disertando sobre el tema en numerosas universidades. Prestaban de manera gratuita sus servicios de detección de fantasmas, mientras vivían de sus conferencias y de los libros que publicaron sobre los casos. Uno de aquellos libros, de 1977, dio lugar a un clásico de terror del cine de los ’70: Amytiville, estrenado como Aquí vive el horror, con James Brolin, Margot Kidder y Rod Steiger, sobre una familia acosada por el fantasma de la masacre de otra familia, anteriores habitantes de la casa a la que acababan de mudarse.

Crisis inmobiliaria mediante, el tema de las casas embrujadas parece haber resucitado –como lo puso de manifiesto la serie American Horror Story– con historias de familias urbanas que se mudan a casonas baratas en las afueras y que luego, cuando se enteran de que no están solos, ya no tienen posibilidades (materiales) de salir corriendo. La época es perfecta para llevar al cine otro de los casos más resonantes de Ed y Lorraine Warren: el de la familia Perron –mamá y papá y ¡cinco! hermanas– y la enorme casa campestre ubicada en el pueblo de Harrisville, Rhode Island, en la que se instalaron en 1971. La película en cuestión acaba de estrenarse, se llama El conjuro, la dirigió el malayo-australiano James Wan –el creador de la saga de porno-tortura El juego del miedo– y hasta ahora viene siendo, según sus cifras de recaudación norteamericanas, el film de terror del año.

Y es de esas películas, El conjuro, que, como Actividad paranormal, quizá no den demasiado miedo mientras se las está viendo, pero cobran vida en el recuerdo, por la noche, en la habitación a oscuras, mientras tratamos de conciliar el sueño. Es entonces que nos vuelve a la mente la imagen de las misteriosas manos que aplauden en medio de la negrura total; o esa presencia inquietante en el ropero viejo, o la escena en la que una de las chicas Perron ve algo detrás de la puerta de su cuarto. Después de su último film, Insidious (una de terror paranormal que le robaba un poco a Poltergeist), Wan siguió perfeccionando su método para el suspenso: no vemos lo que está viendo la joven Perron, simplemente asistimos a su pavor. Es un momento sencillo y aterrador, la puesta en escena del miedo al miedo mismo.

Titulada originalmente The Warren Files (Los archivos Warren), el proyecto que eventualmente se convirtió en El conjuro dio vueltas por Hollywood desde los ’90, en un principio con la colaboración activa de Ed y Lorraine. Fundadores hace 61 años de la New England Society for Psychic Research, para muchos no fueron sino un par de farsantes, pero hasta el final de sus días Ed habló con toda la seriedad del mundo sobre su profesión: entre otras cosas, sugería que lo primero que había que hacer ante cualquier alerta o denuncia de posesión demoníaca era llevar al presunto poseído al psiquiatra (“son muy pocos los casos que terminan siendo auténticos”). También recomendaba no joder mucho con la copa ni con la Ouija, que nunca se sabe a quién estamos invocando.

Siguiendo esta línea “racionalista”, durante años el matrimonio intentó capturar pruebas de estas manifestaciones psíquicas, espirituales y diabólicas a las que les hacían frente, con cámaras de fílmico (no había video) y fotográficas (que también usaban película, por supuesto), cosa que documenta agraciadamente El conjuro. Incluso, en 1989, los Warren pudieron probar ante una corte que una mujer y su pequeño hijo habían sido expulsados de su casa en Hebron, Connecticut, por fantasmas, evitándoles el pago de los dos mil dólares en alquiler que les exigía la inmobiliaria. “Presentamos fotos, grabaciones y testigos como en cualquier caso ordinario, y sentamos un precedente en la Justicia norteamericana”, contaba Ed, que murió en 2006.

Su esposa, que hoy tiene 86 años, siguió adelante con la empresa y asesoró a la producción de El conjuro, reencontrándose con las hijas de la familia Perron casi 40 años después del caso. Andrea, la mayor, hoy tiene 54 años, y una trilogía de libros publicados (House of Darkness, House of Light) sobre el tema que hechizó su adolescencia, y dice que si bien la película ficcionaliza algunos eventos, “consigue capturar el espíritu de lo que ocurrió” en su casa. Y recuerda que una vez que los Warren se fueron, los fantasmas se quedaron en la casa una década más. “Nos acostumbramos a la idea de no estar solos”, cuenta. “Los Warren no pudieron liberar a la casa de sus espíritus, y de hecho, empeoraron la situación. Sé que fue sin querer, porque estuve ahí y lo vi todo, pero abrieron una puerta que luego no pudieron cerrar, y se desató un infierno. Fue lo peor que vi en mi vida. Traumático.”

Recuerden este detalle de-la-vida-real mientras vean la película y su relativamente tranquilizador final, y más tarde; cuando por la noche, arropados, con los ojos bien abiertos tratando de ver en la oscuridad si hay alguien más allí, intentan convencerse a sí mismos de que los fantasmas no existen.

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