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Domingo, 11 de agosto de 2013

UN ARTISTA PLáSTICO ELIGE SU OBRA FAVORITA: MANUEL SIGUENZA Y MOUNTAIN BROOK, DE ALBERT BIERSTADT

La esencia del paisaje americano

Albert Bierstadt nació el 7 de enero de 1830 en Solingen, Alemania. Famoso por sus escenas grandiosas del Oeste de Estados Unidos, Bierstadt gustaba de las composiciones teatrales, con abundantes referencias topográficas desplegadas en amplios formatos. Cuando tenía dos años, sus padres emigraron a Estados Unidos y se instalaron en New Bedford, Massachusetts, donde Bierstadt comenzaría a pintar y a dibujar sin maestros, interesándose también por el daguerrotipo y la fotografía. En busca de una formación académica, en 1853 vuelve a Alemania para tomar clases con Joahann Peter Hasenclever, pariente lejano y pintor reconocido. Pero al llegar a Alemania sus ansias se ven frustradas por la reciente muerte del pintor. Se une entonces a los viajes que realizaban con frecuencia Emanuel Leutze y otros pintores, quienes recorrían Alemania, Suiza e Italia buscando motivos paisajísticos para sus obras. Bierstadt realizaría numerosos dibujos durante esos viajes, que oficiarían luego como bocetos para sus grandes lienzos. En 1859 viaja al Oeste con un equipo de topografía. Allí realizaría exhaustivos estudios de majestuosas vistas panorámicas de las montañas Rocosas. Bierstadt captaba románticamente los contrastes lumínicos del paisaje –los cielos encendidos de un atardecer, un cielo penumbroso atiborrado de nubes– con una concepción del paisaje más cercana a lo sublime que a lo pintoresco. Hacia el final de su carrera, el gusto americano, inclinado al creciente auge del impresionismo, consideró las pinturas de Bierstadt excesivamente teatrales, por lo cual el pintor perdió su popularidad y fue cayendo en el olvido. Murió en Nueva York, el 18 de febrero de 1902.

 Por Manuel Siguenza

En el centro de la pintura, casi en la intersección de las diagonales generadas por el arroyo y las piedras aparece un pequeño pájaro. Además de ser un elemento compositivo clave, pienso que ese pajarito podría revelarme otros secretos. En Mountain Brook, a diferencia de sus paisajes más clásicos y distinguidos (con perspectivas aéreas, nubes gigantescas y cadenas montañosas transitadas por caravanas, pioneros o nativos americanos), Bierstadt compuso un escenario más cercano y cerrado. Me gusta creer que se sumergió en el interior de sus recurrentes grandes vistas, develando lo que sucede dentro de ellas, mostrando así el rincón de un macizo, el bosque con sus ramas caídas y pequeños hilos de agua. Bierstadt, al igual que sus contemporáneos de la Escuela del Río Hudson buscó, a través de los paisajes pintados en armoniosas composiciones, la esencia del paisaje norteamericano. La Naturaleza salvaje era siempre grandiosa, sublime y producto de la divinidad.

Cada vez que miro alguna reproducción de Mountain Brook recuerdo las sensaciones de cuando vi el original. La sorpresa y el encantamiento a primera vista me habían dejado paralizado, en sintonía con el estado de detención de la naturaleza representada. En mi cabeza ociosa de museo, transitaron diversos pensamientos. Pero ahí estaba el pajarito posado en un tronco con su sombra. Me recordaron que lo que estaba enfrente era sencillamente una pintura confeccionada con óleo, pinceladas planas, peinadas y veladuras. Imaginaba entonces que la pequeña ave se había detenido a descansar luego de atravesar un escenario que estaba fuera del marco. Una escala en el arroyo. Deduje que pudo haber traído consigo diversos elementos de su época y todo lo que merodeaba con su vuelo: las ideas de Ralph Waldo Emerson, las convicciones de Henry David Thoreau, el aire puro de los valles, las tormentas y las fracturas de una tierra zigzagueante.

Intentando comprender lo que sucedía en la pintura Mountain Brook procuré descifrar dónde estaba situado, es decir, la posición que Bierstadt había dictaminado para vislumbrar el arroyo y el bosque. Para esto, Bierstadt pintó en el ángulo inferior derecho un conjunto de plantas que funcionan a modo de encuadre en primer plano. Lo que más me llamó la atención de este elemento fue su sentido abstracto: parecía un vergel dentro un vergel, aparentaba ser una parábola de cómo provocar una belleza aún más bella que la natural.

Luego de dar una vuelta por los pasillos del museo, me acerqué nuevamente a la obra de Bierstadt y traté de dilucidar los elementos que no estaban representados, aquellos que pertenecen al propio orden temporal de la pintura y a sus proposiciones. En ese proceso advertí una obviedad: que el título de la obra menciona a la “montaña” y al “arroyo”, pero no a su tercer gran protagonista, el pájaro. Comencé a creer entonces que Bierstadt me mostraba algo y a su vez me decía muchas otras cosas. Cosas imposibles de comprobar, pero que inexplicablemente estaba convencido de que existían.

Reforcé así mi sensación de que la potencia de esta pintura no residía únicamente en las cualidades técnicas sino en todo lo otro, en lo invisible, en lo no escrito. Por lo tanto, se me ocurrieron diversas posibilidades sobre lo que esta pequeña ave podría representar: la coronación de la naturaleza divina, la naturaleza virgen y libre sin perturbaciones, la metáfora de un entorno aún más majestuoso. O quizás el mismo Bierstadt transustanciado.

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