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Domingo, 31 de agosto de 2003

RESCATES

El salame de Milán

Tras huir de la cocina de la famosa taberna Los Tres Caracoles, junto al Ponte Vecchio, por tratar de “civilizar” las costumbres gastronómicas de los comensales, Leonardo Da Vinci encontró refugio en la corte de Ludovico Sforza, en Milán. Durante los quince años que estuvo bajo su mecenazgo, Da Vinci pudo, por fin, dedicarse a su pasión principal: la cocina. Y el Codex Romanoff no es sino la prueba de ese infatigable esfuerzo por llevar el espíritu renacentista a la mesa: un cuaderno de apuntes pletórico de experimentos, disquisiciones y análisis culinarios entre los que sobresalen invenciones y hallazgos del más grueso calibre: el sandwich, el tenedor, los fideos y la servilleta, entre otros.

Por Juan Forn
La genialidad de Leonardo Da Vinci es tan unánimemente reconocida que plantea un pequeño problema: nada que haya inventado nos sorprende, a esta altura. Incluso lo que no sabíamos que había inventado. Cada vez que se descubre una innovación más de Leonardo, lo que sentimos es déjà-vu, en lugar de asombro y mayor admiración. El tipo ha terminado encarnando a tal punto la idea de genialidad integral, son tantos los superlativos complementarios y antagónicos que contiene su figura (el adelantado sin par, el delirante sin par, el virtuoso sin par, el disipado sin par, el malcomprendido sin par, el mimado sin par, para citar sólo unos pocos), que la gracia de cada nuevo descubrimiento suyo termina radicando más en el trastorno (por lo general mayúsculo) que significó tal innovación en su época, o en el proceso (por lo general tan borrascoso como hilarante) a través del cual Leonardo llegó a tal hallazgo, que en el invento en sí (siempre formidable, ¿pero no sabíamos ya, o no debíamos haber sabido, que Leonardo inventó, por ejemplo, el tenedor, los spaghetti, la servilleta, el sándwich, la mayoría de los electrodomésticos culinarios y hasta la Nouvelle Cuisine?).
No sé si Woody Allen leyó antes que ningún otro occidental de nuestro siglo el Codex Romanoff de Leonardo, pero aquella cómica pieza sobre el Conde de Sándwich (quien anotaba en su diario los sucesivos ensayos que lo llevaron a crear el objeto homónimo) parece una hija un poco boba de las notas culinarias de Leonardo “rescatadas” (léase birladas) del Museo Ermitage de Leningrado en pleno bardo de la perestroika y publicadas en castellano, en forma más bien inadvertida, hace unos meses (seguramente por ese fenómeno de déjà-vu que produce toda novedad sobre Leonardo). En tres notas sucesivas, sin fecha, escritas en algún momento entre 1485 y 1490 (antes del descubrimiento de América, Woody), Leonardo no sólo se anticipa quinientos años a su propia parodia sino que la hace inimitable avant la lettre, apuntando: “Del pan y de la carne I: He estado pensando en tomar un trozo de pan y colocarlo entre dos pedazos de carne, mas ¿cómo he de llamar este plato? // Del pan y de la carne II: ¿Y si dispusiera la carne entre dos trozos de pan? // Del pan y de la carne III: La rebanada de carrillo de buey debe ir entre sendos pedazos de pan y no al revés. Será un plato como no se ha visto nunca en la mesa de mi señor Ludovico Sforza. En verdad, se podría disponer toda suerte de cosas entre los panes: ubres, testículos, orejas, rabos, hígados. Los comensales no podrán ver el contenido al atacarlo con sus cuchillos. Lo llamaré, por eso, pan con sorpresa”.
El Codex Romanoff abunda en fulgores de esta y otras naturalezas. Los apuntes (caóticos, ya que Leonardo aprovechaba cualquier espacio vacío que encontraba entre sus papeles para hacer una nueva anotación) corresponden a los quince años que estuvo bajo el mecenazgo de Ludovico Sforza en Milán (1485-1500), período en que sus desvelos por la cocina interrumpían, postergaban o reformulaban casi todos sus emprendimientos (fueran encargos de su mentor o iniciativas propias, de carácter urgente o de menor premura para las necesidades de la corte o de la ciudad). Unas mínimas referencias históricas antes de internarnos en el formidable Codex Romanoff: el Leonardo que llega a Milán, recomendado por Lorenzo de Médici a la corte de los Sforza, era el más díscolo de los discípulos del taller del maestro Verrocchio (donde conoció a Sandro Boticcelli). Al llegar a Milán viene de dos fracasos que casi le cuestan la vida: el primero, al abandonar las tareas pictóricas de la capilla de Salvi para hacerse cargo de la cocina de la famosa taberna Los Tres Caracoles, junto al Ponte Vecchio (asqueado por las fuentes rebosantes de polenta servida con enormes trozos de carnes irreconocibles, Leonardo “civiliza” la especialidad de la casa para que sea más acorde al espíritu renacentista que desea expandir, pero los comensales que reciben las diminutas porciones de exquisitas carnes, servidas sobre igualmente diminutos y exquisitos trozos de polentatallada, irrumpen furiosos en la cocina exigiendo la cabeza del chef). El segundo cuando, junto a Boticelli, ocupa las ruinas calcinadas de Los Tres Caracoles (que había ardido hasta sus cimientos a consecuencia de una vendetta entre bandas rivales florentinas) para improvisar, con enormes lienzos que toman “prestados” del taller de Verrocchio, un comedero decontracté, cuyo plato principal consiste en cuatro trozos casi transparentes de zanahoria dispuestos en torno de una única y celestial anchoa (Boticelli se pregunta, ante el estruendoso fracaso del establecimiento que lleva a ambos artistas a escapar de Florencia, si el error habrá sido la mala idea de Leonardo de escribir los menúes de derecha a izquierda).
Amparado por Ludovico Sforza, Leonardo por fin se siente alguien: tiene sus propios servidores, su taller y, a su alrededor, la gran corte de Milán, que sufrirá cada uno de sus talentos, sea como amenizador (sus acertijos eran tan insolubles como sus trucos con nudos), como escultor (proyectó una enorme estatua ecuestre del padre de Ludovico de cuatro veces su tamaño natural, que sólo realizó en mazapán porque Sforza no pudo reunir el bronce suficiente para su maciza versión definitiva), como pintor (acepta el encargo de hacer una Ultima Cena en el priorato de Santa Maria delle Grazie, pero se toma cuatro años para la tarea, de los cuales usa el primero para darse un paseo de vez en cuando por la capilla, los dos siguientes para instalar una enorme mesa frente al muro sobre la cual irá el fresco, donde sienta a sus discípulos y se dedica, día a día, a ir consumiendo con ellos todas las provisiones y bebidas del priorato, buscando el menú perfecto que habrán de degustar para la inmortalidad Jesús y los apóstoles; promediando el cuarto año, cuando el prior rogaba semanalmente a Sforza que apurara al maestro antes de quedar en la miseria, Leonardo por fin decidió el menú –un sencillo puré de nabos, rodajas de anguila y panecillos– y en menos de noventa días liquidó la que sería su primera obra maestra), y finalmente como arquitecto, faceta de sus talentos que terminaría librando a la corte de los Sforza de Leonardo y razón por la cual éste tendría que escapar de Milán en el año 1500.
La historia fue así: ante la amenaza de que tropas francesas se preparaban para invadir Milán, en 1499, Ludovico encarga a Leonardo la fortificación de la ciudad (y le regala un viñedo a cambio). Leonardo hace su recorrida y emite su veredicto: que todos los almacenes de municiones de las fortalezas sean transformados en cocinas y provistos a pleno, para resistir como corresponde un largo asedio. Cuando Luis XII de Francia ataca, casi no encuentra resistencia: los soldados milaneses están embotados de comida y embriagados con el vino provisto magnánimamente por el fortificador de la ciudad. Las únicas bajas francesas en la campaña son provocadas por un gigantesco cortador de berro inventado por Leonardo (convertido en arma de guerra luego de que, en la demostración de su uso original, en un campo de berros frente al Palacio Sforza, la máquina se saliera de control y matara a dieciséis empleados de cocina y tres jardineros). Poco antes de que Ludovico caiga prisionero, Leonardo se marcha de la ciudad, para evitarse “la afrenta de comer platos franceses”.
De esos quince años bajo la tutela de Sforza provienen las anotaciones culinarias que conforman el Codex Romanoff, un abanico temático que abarca desde experimentos para conformar una dieta estrictamente vegetariana hasta convenciones de etiqueta en la mesa respecto de invitados enfermos y asesinos, además de todo tipo de recetas (minimalistas y pantagruélicas, de invención propia y ajena) y análisis de sus componentes (animales, vegetales y humanos). Según todos los biógrafos de Leonardo, su obsesión con el arte de la cocina se aplacó bastante después de finalizar La Ultima Cena. Durante sus últimos diecinueve años de vida, primero en Venecia y Florencia, luego en un castillo del Loira, como favorito del rey Franciscode Francia, el cada vez más voluminoso maestro ya no esgrimiría excusas ni trabajaría de mala gana cuando se le ordenaran retratos; incluso –sorpresa de sorpresas en alguien que detestaba pintar– realizaría algunos por propia iniciativa, como el de una tal Mona Lisa, esposa de un mercader florentino llamado Francesco Giacondo. Sin embargo, aquellos fecundos años finales se debieron al más denostado de los talentos de Leonardo: su último mecenas se lo llevó al Loira con el secreto propósito de erigir aquellos deliciosos spago mangiabile (“cordeles comestibles”) leonardinos en plato nacional de la corona francesa (aprovechando también otro invento del maestro: el novedoso “tridente” que permite comerlos con tanta más facilidad que el cuchillo). No pudo ser: Leonardo se llevó el secreto a la tumba. No hay en todo el Codex Romanoff más referencia a la enigmática receta con que preparaba aquellos “cordeles comestibles” (llevados por Marco Polo a Italia desde la China doscientos años antes, pero sin aclarar que se trataba de un alimento, razón por la cual hasta entonces se utilizaban sólo como adorno para la mesa) que esta brevísima anotación: “Amasados con harinas ordinarias y agua de lluvias, cada hilo de un metro de diámetro y longitud interminable: servirán para alimentar ejércitos”. La ausencia de los spago mangiabile, sin embargo, no desmerece en absoluto la contundencia del Codex Romanoff, del cual se citan algunos ejemplos a continuación:

De los Modales en la Mesa de Mi Señor y Sus Invitados:
No apruebo la costumbre de mi Señor Ludovico de limpiar su cuchillo en los faldones de sus vecinos de mesa. Las demás personas de su Corte lo hacen en el mantel, y luego que abandonan la sala de banquetes, hállome contemplando una escena de tan completa depravación que considero prioritario, antes que esculpir cualquier caballo o pintar cualquier retablo, la de dar con una alternativa. He ideado que a cada comensal se le dé su propio paño, que después de ensuciado por sus manos y su cuchillo podrá plegar para de esta manera no profanar la apariencia de la mesa. ¿Pero cómo habré de presentar esos paños y cómo habré de llamarlos?.

De los Modales en la Mesa II:
Esta semana he sufrido otro contratiempo en la mesa. Había ideado para un banquete un plato de ensalada, con la intención de que el gran cuenco fuera pasado de una persona a otra, y que cada uno tomara una pequeña cantidad. En el centro había huevos de codorniz con huevas de esturión y cebolletas de Mantua, en torno a cuyo conjunto estaban dispuestas suculentas hojas de lechuga provenientes de Bolonia. Pero el invitado de honor de mi Señor Ludovico, cardenal Albufiero de Ferrara, agarró todo el centro con los dedos de ambas manos y con la mayor diligencia devoró todos los huevos, huevas y cebolletas. Luego procedió a enjugar su cara de salpicaduras con las hojas de lechuga de Bolonia y volviólas a colocar, así deslustradas, en el cuenco; el cual, al no ocurrírsele otra cosa al sirviente, se le ofreció luego a mi Señora Beatrice d’Este. He permanecido grandemente agitado por lo ocurrido y se me ocurre que no podré presentar a la mesa mi cuenco de ensalada en próximas ocasiones.

Mi Sopa de Alcaparras:
Hervid algunos puñados de frutas frescas en un caldo de cerdo, y después de algún rato (todas las medidas de Leonardo son de esta lábil precisión) pasadlas por el colador. Luego utilizad las alcaparras para formar las palabras Suppa Di Cappero en la superficie. De esta manera, vuestros invitados podrán reconocer prontamente el plato.

Mi Sopa de Bayas:
Haréis esta sopa de la misma manera, pero al final utilizaréis bayas para formar las palabras Zuppa Di Bacci. No debéisolvidar esto último; de lo contrario, vuestros invitados podrían pensar que de nuevo les ofrecéis sopa de alcaparras.

De las Hierbas:
Si una vaca no come otra cosa que hierbas, y si una oveja no come otra cosa que hierbas, y si ambas bestias así sobreviven, y si entonces yo como de la vaca y de la oveja sin que resulte en mi perjuicio, ¿por qué entonces no hemos de comer hierbas todos nosotros? Salai me ayudará a seguir estudiando el asunto”. (A este respecto comenta Pietro Alemanni en los Annali di Firenze: “Esta semana, el maestro Leonardo ha obligado a su discípulo Salai a seguir una dieta de hierbas exclusivamente, con la intención de resolver el problema de la Salvación en nuestro mundo. El propio maestro elige las hierbas y las ofrece en tres cuencos: hervidas, con aceite y vinagre y asadas en forma de bola. El joven discípulo escupió las primeras, luego puso en su boca las segundas y las halló igual de indigestas. Con furia, el maestro tomó un puñado de las bolas de hierbas asadas e intentó empujarlas dentro de la garganta de Salai, tras lo cual el discípulo, con ojos llenos de lágrimas, las arrojó en vómito sobre Leonardo.)

Platos para Los Que Sufren De Peste:
Cualquier plato que se ofrezca, en buena hora, a una persona apestada puede ser su última comida; por tanto, mientras algunos dirán que nada desperdiciéis en ellos, yo recomiendo que salgáis a atrapar un colimbo con vuestro lazo y que le ofrezcáis muslo de colimbo hervido con un poco de nabo amasado, pues plato mejor que éste no hay. Pero debéis recordar que la mesa donde sentéis a dicho invitado debe ser hecha de la madera más vil, para que pueda después quemarse, así como los cuencos en que ha comido. Los sirvientes que lo atendieron deberán relevarse del servicio por una treintena, de forma que veréis si la peste los ataca; si no ha sido así, podrán reanudar sus tareas; si estuvieran aquejados de peste, serán despedidos sin demora por el bien de todos.

Del Uso Incorrecto de las Cremas:
No creo que aquellas personas que han majado carnes o aves mezclándolas luego con arroz y miel y leche de almendra, tengan derecho alguno a llamar crema a este plato. Para mí, el plato que se llame crema ha de ser blanco, debe moverse al tocarlo y ser su sabor entre dulce y como de pescado. Me ocuparé de inventarlo.

De los Variados y Curiosos Usos del Pepino:
Aunque un pepino puede comerse crudo (pero sin la piel y las semillas) y también estofado, hay quienes lo utilizan únicamente como ornamento, tallando figuras varias, y otros que le encuentran usos aun más curiosos, como Elena Batisbari, quien fue quemada en la hoguera por sus coqueteos con uno de éstos.

Sobre los Mortificantes Platos de Cuaresma:
En épocas de ayuno, no es suficiente que el plato simplemente parezca triste; también ha de tener un sabor triste. ¿Y qué más triste a la vista y al paladar que la polenta fría de ayer cocinada sin que tuviera ningún condimento añadido?

Aclaración sobre Mi Pan de Cáñamo:
Éste es un plato de verdad peligroso, del que yo me he abstenido durante muchos años; sin embargo muchos amigos suspiran por él continuamente.

De la Manera Correcta de Sentar a un Asesino a la Mesa:
Si hay un asesinato planeado para la comida, lo más decoroso es que el asesino tome asiento junto a aquel que será objeto de su arte (a la izquierda o a la derecha según el método del asesino); de esta forma no interrumpirá tanto la conversación. Después de que el cadáver (y las manchas de sangre, de haberlas) haya sido retirado, es costumbre que el asesino también seretire de la mesa, y en este punto un buen anfitrión tendrá siempre nuevos invitados esperando afuera, dispuestos a ocupar los sitios vacantes en la mesa.
Pastel del Pastor:
Tomad tres pastores, limpiadlos cuidadosamente, luego hacedlos entrar en las cocinas para que elijan aquellas hierbas que sus ovejas comen en mayor medida. Machacad estas hierbas muy bien para hacer una pasta con aceite que extenderéis toda ella con suma generosidad sobre la oveja, y esta oveja la cocinaréis cubierta de una costra de polenta dentro de vuestro horno. Este plato es así llamado porque, gracias a los excelentes pastores, lo que está dentro de la oveja está asimismo fuera de ella, y de esta forma no entran en pugna los sabores.

De una Selección Equilibrada de los Alimentos:
La cantidad de comida sólida con que se alimente el cuerpo ha de exceder a la líquida en dos veces y media. La cantidad de alimentos y líquidos que ha de tomar un individuo cada día debe ser igual al peso de su cabeza. Mi amigo Benedetto Garvi me asegura que en una persona crecida es la séptima parte del peso completo de su cuerpo. Así, si la cabeza de un hombre pesara treinta ettos (siete kilos aprox), deberá comer veinte ettos de polenta, aceitunas, ancas de rana u otra clase que pudiera procurarse, y tener en cuenta que de los diez ettos de líquido debe restar la mitad de todas las polentas que es líquido. Mi amigo Benedetto Garvi, con quien yo he discutido estas proporciones a lo largo de muchas noches, había estado poniéndolas en práctica durante casi seis meses en el momento de su infortunado fallecimiento”.

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