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Domingo, 13 de octubre de 2013

TEATRO > PERRO QUE FUMA, DEL DRAMATURGO BRASILEñO LEO MENDONCA

EN EL BORDE

A través de un niño-niña sordomudo que vive en un pequeño departamento frente a un viaducto, el dramaturgo Leo Mendonca trabaja en Perro que fuma con el tema de la marginalidad, pero lo hace a través de un abordaje poético, lejos del realismo social o documental. Esta puesta en escena de las clases populares, bastante rara en el teatro contemporáneo de Buenos Aires, cuenta además con el arrollador protagónico de Manuela Fernández Vivian, quien compone al ambiguo protagonista, de mirada tan ingenua como cruel.

 Por Mercedes Halfon

Una pared grafiteada con un agujero cuadrado en el medio. Una extraña voz comienza a oírse desde atrás. La voz dice que la pared enmarca un departamento de 31 metros cuadrados. Y que ella, o sea, la voz, es en realidad un niño sordomudo. Entonces lo vemos: shorts negros, sweater marrón abrochado hasta el último botón, anteojos de marco negro. Un auténtico nerd. Esa ventana y esa cornisa son su lugar en el mundo. Se desliza ágilmente por ese borde y es de ese borde que va a hablarnos. El borde de un niño con ganas de dejar de serlo, de un niño que es también una niña, de un sordomudo que habla, alguien que puede conmoverse con un perro abandonado, pero que también hace y dice crueldades de su familia sin hacerse el más mínimo problema.

La pieza está escrita y dirigida por Leo Mendonca, un publicista, escritor y dramaturgo brasileño. Sus textos se han montado en Río de Janeiro, Francia e Inglaterra, junto a exhibiciones de artistas plásticos y fotógrafos destacados como Daniel Leite. Sus trabajos en general son cortos y contundentes, hablan de hombres y mujeres de las clases populares, producen cuestionamientos sobre valores morales y éticos.

En Perro que fuma todo sucede adentro de un departamento de 31 metros cuadrados al que vemos desde afuera. Ahí conviven un padre desempleado, que vive en calzoncillos, un hermano que trabaja manejando una fotocopiadora vestido de traje, una hermana soltera buscando un marido, una madre que trae basura de la calle, un enano fisicoculturista que vende flores y un pájaro adentro de una botella. Todos de frente a un viaducto construido por un ingeniero japonés que se suicidó antes de terminar su obra, donde el tránsito día y noche está embotellado.

El dato de la nacionalidad del dramaturgo y director es curioso. No sólo porque esa nacionalidad no le quita agudeza al enfoque de la obra, sino porque sucede incluso lo contrario. Acaso esa misma distancia es la que logra, en primer lugar, algunos interesantes enrarecimientos de lenguaje como se ve en este fragmento del texto: “Por ejemplo ahora, se junta la gente que sale temprano, pensando que no va a agarrar el tránsito, con la gente que sale tarde, pensando que todos salieron temprano. Son 3 mil sarnas, parados en el viaducto del japonés cara de pollo. Pienso que tuve suerte porque no nací sarna y nunca me gustaron los autos. Mirando el embotellamiento uno se da cuenta que nadie es feliz. Todos quieren estar más adelante o en otro lugar que no es donde están. Yo no conozco a nadie feliz; sólo en las fotos la gente está feliz. No entiendo por qué la gente se ríe en las fotos. Los pollos son felices y no se ríen”. El uso de la palabra sarna, la reiterativa figura de los pollos, como amigos, referentes y alimento, constituyen parte de la poética de la obra.

Por esta misma vía del enrarecimiento distante se arriba al verdadero hallazgo de la pieza. Tomar un asunto que acaso sea el privilegiado por los realismos de corte social, documental y de denuncia y hacer con eso otra cosa. Un abordaje poético, estilizado, que se toca con “lo real” de la exclusión y la marginalidad a través del rodeo de la metáfora de un personaje a la vez infantil y maduro, vigía y relator, que con muy pocos elementos –una silla pegada con chicle, un pizarrón donde se dibujan y escriben palabras y pensamientos rarísimos– logra construir y meternos en un mundo nada agradable, con una gracia punzante.

Hay que decir que el teatro contemporáneo de Buenos Aires rara vez incurre en tomar asuntos que suceden por fuera de la clase media, que a su vez es la misma que pone en escena y va a ver ese teatro. Esto no siempre fue así y tal vez huyendo de clichés de tiempos pasados, se prefiere no hacerlo. Ese es el interés de Perro que fuma: cuenta una historia que ocurre por fuera del campo semántico ABC1, pero sin dejar de buscar y producir lenguaje teatral, y hacerlo precisamente por fuera del naturalismo. Otro fragmento: “En el primer día me hice amigo del pajarito por el silencio. Le cubrí la jaula con un trapito para que no le molestara la luz, le cambiaba el agua; después me cansé. Que se acostumbre a que en la vida nadie te regala un carajo. No sé si los pajaritos mudos se golpean más que los pajaritos que cantan. Cada uno es libre para hacer lo que quiere ‘de’ con su vida. Pero un día, cuando llegué del colegio, me di cuenta que estaba adelante de un pajarito honesto. Como yo. Nunca se iba a acostumbrar a estar en lugares acotados. Entonces, decidí liberarlo”.

Manuela Fernández Vivian, única protagonista de la pieza, es la responsable de encarnar todos los dilemas planteados. Con un tono algo paródico, una actuación que recuerda un comic, le quita peso al drama y nos introduce con levedad en las situaciones, para luego soltar sus sentencias demoledoras. Es además la creadora de la sutileza genérica del personaje. No hay una definición en este sentido y esto le agrega una capa de complejidad, de preguntas sin resolver, de dejar al espectador con la cabeza confundida al salir del teatro. Este personaje es el centro imantado de Perro que fuma: como un cazador oculto más latinoamericano, como un personaje de Roberto Arlt pasado por el filtro del pop, niño-niña, ingenuo-cruel, inolvidable. Hay que verlo para creerlo.

Perro que fuma se presenta los domingos a las 20 en el Teatro Polonia, Fritz Roy 1477, Entradas: $ 60.

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