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Domingo, 24 de noviembre de 2013

LA VIDA ES UN TANGO

Entrevista De niño prodigio de la música al reposado cantor de la actualidad, Guillermo Fernández será por siempre joven, pero por favor no le digan más “Guillermito”. Su vida, como corresponde, tiene alma de tango, pero también fue una aventura continua que lo llevó a los Estados Unidos, lo paseó de Nueva York a Las Vegas y en los años ’90 lo trajo de regreso a la casita de los viejos, en San Telmo. Con disco nuevo, De criollos y tangueros, en esta entrevista Guillermo Fernández repasa esa vida agitada, signada por la precocidad pero sobre todo por el amor al tango.

 Por Mariano Del Mazo

A los 13 años era un niño viejo, harto del tango. A los 18 se le plantó a Albano Harguindeguy para salvar la vida de los padres de su novia, secuestrados por la dictadura. Después cambió drásticamente la imagen, se volvió pop, voló a los Estados Unidos, metió las patas en la fuente de la industria del entretenimiento y hasta fue tentado a ser cómplice de una surrealista operación promocional que incluía avioneta, simulación de tragedia aérea en la selva amazónica y dos meses de vida secreta. Ahora que anda por los 55 parece un chico con juguete nuevo cuando acaricia la tapa del disco De criollos y tangueros. El paso del tiempo es misterioso... ¿Se puede ser más joven a los 55 que a los 13? Guillermo Fernández hablará después de su novia de 24 –a quien, como extraída de un cuento de Jorge Asís, llamará cariñosa y naturalmente la Troska–, y de su propia adhesión al kirchnerismo. Al fin, saca una tarjeta personal: “Jamás me quedo quieto, soy un hinchapelotas total y una máquina de reinventarme. Pero debajo de cada invento, si sacás capas y capas de pintura, lo que queda es esto”, comenta y extiende la tarjeta que dice, secamente: Guillermo Fernández. Cantor de tangos.

De criollos y tangueros es un disco casi folklórico, enfocado en el instante histórico en que el tango terminaba de fraguarse. El suburbio era una ventana al campo y las zambas, milongas, payadas y valses chocaban con el cocoliche urbano. Para ese instante en el que reinaban los payadores y en el que se estaba formateando el genio de Carlos Gardel, Guillermo Fernández eligió un repertorio que reparte barajas mezcladas, pero de un mismo palo: temas propios, temas ajenos antiquísimos, temas ajenos contemporáneos. La unidad apunta a lo musical, y a cierta buscada candidez letrística. De la milonga campera “El desafío” (René Ruiz-Gualberto Márquez) a “La cría del Plata”, escrita por la precoz leyenda Jorge Pandelucos (Alorsa), Fernández rastrilló la pampa pulsando su guitarra, en una anacronía subrayada por las composiciones del cantor junto con Luis Longhi (“Paloma herida”, “Llévame, overo viejo”, “El lungo y el oscurito”) que se disuelven en un mismo tono en el clásico gardeliano “Criollita de mis amores” o la impecable zamba de Piana y Manzi “Pampa Luna”.

“Es el pre-tango. Por eso el trabajo compositivo que hice con Longhi y el de arreglos con César Angeleri se basó en mantener el color de la época. Que el sonido remita a principios del siglo XX.”

En la búsqueda de una estética añeja, en ese mix de recreación y exhumación de perlas perdidas, Guillermo Fernández no está solo. En la última década fueron muchos los cantores que con variantes se apoyaron en un repertorio criollo, o se debatieron entre la quimera de la orquesta (económicamente, casi una utopía) y la efectiva nobleza guitarrística. Cada cual con su peculiaridad artística, araron el surco el Cardenal Domínguez, Alfredo Piro, el Chino Laborde, Hernán Lucero, Cucuza Castiello, Ariel Ardit y otros. Fernández es un poco más grande; fue recibido por ese multiforme combo generacional con el respeto que genera un hermano mayor que supo picar en punta, que firmó contratos con Alejandro Romay y al mismo tiempo se inmoló en su propia caricatura, que se hundió en el olvido y hasta se fue a California, como en la canción de Serrat. En los ’90 trajinó a la par de ellos cantinas, teatros, tugurios under y salones de cena-show, y compartió cierta ideología postanguera de descontractura y combate al estereotipo. El, Guillermo Fernández, que cuando era Guillermito proyectaba el estereotipo perfecto, la esperanza blanca del tango, el modelo catódico nacional y popular. Lo que toda abuela y madre pretendía de un chico creciendo en tiempos de los hippies de Sui Generis. Un niño viejo.

CRECER DE GOLPE

La historia es conocida, trajinada y tan redondamente simbólica que dan ganas de pasarla de alto. Digamos que arrancó a los cinco años cantando de todo: desde Raphael hasta tango y folklore. Que se hizo fuerte en el Rincón de los Artistas, de Alvarez Jonte y Boyacá, bajo el ala de Goyeneche, Floreal Ruiz, Alberto Morán y tantos más. Que aparecía en la televisión en ciclos como La feria de la alegría y Siete y medio. Que construyó un nombre y una fama en edad de Nesquik cantando piezas tremendas, copa a copa, pena a pena, tango a tango. El alboroto hormonal de la adolescencia y el ingreso al secundario le provocaron una crisis existencial. En lo que fue su primera –y trunca– rebeldía, quiso dejar el tango. “La estaba pasando mal, me sentía diferente, quería apretar el freno... Tenía 13 años y estaba harto de la vida.”

Pero no dejaste el tango...

–Justo me llamó por teléfono Blasco, presidente de la Federación Argentina de Box, para invitarme a un recital de Hugo del Carril, que volvía a cantar en la Argentina después de muchísimos años. Me lo presentaron en el backstage. Yo lo admiraba, mal. Hugo me miró y me dijo: “¿Así que vos cantás, pibe? A ver, cantate algo”. Le canté un pedacito de un tango, y no dijo nada. Me ubiqué en el estadio, en la primera fila. En el medio del concierto empezó a hablar de mí, y me invitó a subir. No lo olvido más: hice “Bandoneón arrabalero” y la Federación se vino abajo. Impresionante. Al final me hizo cantar cuatro tangos. Después del cuarto tema encaré a la gente, muy canchero: “Estoy ocupando un lugar que no es mío y es una falta de respeto”. Hugo se acercó, me abrazó y me dijo al oído: “¿Viste que no te tenés que ir del tango?”. Al día siguiente llamó al capo de Grandes valores... para que me contrataran. Y así fue. Te imaginás mis viejos...

¿Qué?

–Chochos.

José Guillermo Fernández tenía una librería y juguetería en San Telmo, Defensa casi esquina Carlos Calvo, y fue cascoteado por la crisis económica que fue la que finalmente se llevó puesto a Onganía. Con cuatro amigos buscó parar la olla: fundó una financiera barrial, Crédito Defensa. “Crearon una especie de antecesora de la tarjeta de crédito, un sistema de bonos que ofrecían a los comerciantes de San Telmo. Funcionaba bien. Hasta que uno de los amigos se fue con toda la guita. Mi viejo quedó culo para arriba. Tenía cincuenta años y le agarró flor de depresión: se metió en la cama y no salió más. A la semana tenía todo el pelo blanco. Yo justo empezaba con Grandes valores..., eso lo puso un poco mejor. Sentía orgullo, fue como un volver a vivir. Romay pagaba muy bien: a los 13 yo era el sostén económico de la familia. Al año y medio pude comprar el departamento que alquilábamos.”

En Grandes valores... cantó entre 1970 y 1978. El programa tuvo etapas y conductores bien diferentes. Guillermo Fernández dice que se bajó cuando aparecieron personajes como Silvia Süller y juegos como El Cantor Enmascarado, y se corre de la estigmatización que en las décadas siguientes tuvo el ciclo de Romay que comenzó conduciendo precisamente Hugo del Carril, en 1963, pero que quedó cristalizado en la inefable figura de Silvio Soldán. “Yo lo que puedo decir es que al principio actuaban Floreal Ruiz, la orquesta de Aníbal Troilo, Roberto Goyeneche. Tenía nivel. Crecí al lado de esa gente. Después se volvió una payasada. Yo me alejé de la tele y me dediqué a cantar por todos lados. Firmé un muy buen contrato con una productora de cine. A los 17 años me fui a vivir solo, me puse de novio y empezó otra historia.”

¿Por qué?

–Recién empezaba a salir con mi novia –con la que después me casé y tuve dos hijos– cuando fueron secuestrados mis suegros. Arrancaba la dictadura. Yo gracias a la televisión era muy famoso, y a través de un cura que era director de mi colegio secundario, el padre Boyle, capellán además, logré una entrevista con Harguindeguy para pedir por mis suegros.

Mi suegro se llamaba Juan Gramano, era un militante peronista de derecha, del riñón de Victorio Calabró, aquel gobernador de la provincia de Buenos Aires. En ese momento había una interna en el Ejército: Videla quería meter preso a Calabró y a los que lo rodeaban; Viola no. Por supuesto ganó Videla y chuparon a un montón de gente para que confesara delitos económicos. Mi suegro estuvo detenido con Juan Distéfano, con Jacobo Timerman, con Alberto Liberman.

¿Qué recordás de ese encuentro con Harguindeguy?

–Fue terrible. Claro, yo para él era Guillermito. El diálogo fue tenso. Me dijo, indignado, que mi suegro era un delincuente; le pregunté entonces por qué no lo juzgaban. Al final el padre Boyle me sacó del brazo y salimos. Boyle me retó por cómo le dirigí la palabra “a un general”. Yo entré en catarsis y lo insulté de arriba abajo. “Vos me hablaste de valores, de fe, de la verdad, y sabés perfectamente que están matando gente. Vos y Dios se van a la puta que lo parió”, le dije. Quedé muy asustado después de esa reunión. Mi suegro estuvo dos años y medio en cautiverio. Apareció en Sierra Chica y fue liberado en la Unidad 9 de La Plata. Lo juzgaron por 197 causas y salió sobreseído en todas. Yo me separé. Tenía dos hijos chicos, Juan Manuel y Federico. Y empecé una nueva vida.

EL CUENTO DE LA SELVA

Partió hacia los Estados Unidos. El pequeño prodigio mutó en gran bestia pop. Para el ambiente de tango, más que una mutación fue una degeneración. Se dejó crecer el pelo, se peinó muy ochentas, cambió la biaba de Glostora por sombras en los ojos, anduvo por Nueva York, Los Angeles y Las Vegas, trabajó con el coreógrafo Kenny Ortega y con el músico Eduardo del Barrio, ganó buen dinero como productor discográfico y como cantante de casinos. En Las Vegas lo escucharon directivos de una multinacional que lo contactaron con Roberto Livi para grabar un demo para Sony. Livi, viejo zorro de la balada romántica, es una infalible máquina de hacer y vender chorizos. “Me contrataron. Livi quedó como mi agente, productor y manager. Lo primero que me dijo, mirándome a los ojos, fue: ‘Vos vas a ser Julio Iglesias’. Hicimos el disco Enséñame, que incluía la canción ‘Con el corazón en la mano’, que pegó en todos lados. Pero la verdad es que no me sentía cómodo.”

¿Por qué?

–No me llevaba bien. Me parecía... sucio. Compraba puestos en la Billboard, no había rendición de cuentas. Un día insistí con abogados y accedió a mostrarme los números... ¡yo le debía 190 mil dólares a la compañía!

¿De dónde salió ese número?

–No sé, era todo muy extraño. Pero redobló la apuesta. Ante mi indignación, me dijo: “Mirá, vamos a hacer una cosa. Yo voy a comprar una avioneta. Vos te subís, la avioneta se va a caer en el Amazonas, y nadie va a saber nada de vos... ¡Como Gardel! Obviamente, vos vas a estar escondido en otro lado”. Yo lo escuchaba en silencio y pensaba: “Este tipo está rematadamente loco”. Y seguía, cada vez más embalado. “Tus padres no tienen que saber nada. A los dos meses vamos con las cámaras y aparecés rodeado de indios... ¿Qué te parece?” Cuando le dije que me parecía un disparate, me dijo: “Así no vas a llegar a nada”...

Y volviste...

–Deshice todo vínculo con esa gente y volví vencido a la casita de mis viejos, en San Telmo. La misma casa que les había comprado de pibe.

En los ’90 el tango empezaba a sentir signos de una vitalidad que perdura y se ramifica. Hoy Fernández se multiplica entre la presentación del disco y un musical sobre la vida de Gardel que espera productor, entre María de Buenos Aires y la adquisición de los derechos de otra obra de Piazzolla, Crimen pasional. Pero no fue fácil. La vieja guardia de aquellos años observó su sinuosa incursión pop como una traición. Regresaba la oveja descarriada. “Tenían razón –dice ahora Guillermo–. Yo escuchaba las críticas, pero estaba feliz de estar en mi país. Recuperé viejos amigos, como el Paya Díaz y Rubén Juárez. No tenía un mango, pero estaba enamorado y con un hijo recién nacido. Igual me quedaban asignaturas pendientes. Me molestaba, por ejemplo, que me llamaran Guillermito. ¡Exigía que me dijeran Guillermo! Me comí siete años de terapia dura. Diván, diván. Es que mi viejo me había enseñado que tenía que sonreírle y agradarle a todo el mundo... En fin, muchas cosas. Un día le llevé a mi terapeuta, que es un capo, una milonga que escribí con todas las cosas que se decían de mí cuando volví. ‘Guillermito se la lastra, Guillermito le da a la milonga, a Guillermito se le subieron los pájaros a la cabeza’. Dejé de tomarme en serio. Esa canción la grabé en mi disco anterior.”

¿Tu analista la escuchó?

–Sí, le pareció brillante.

¿Qué te dijo?

–No vengas más.

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Imagen: Cecilia Salas
 
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