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Domingo, 14 de septiembre de 2003

FOTOGRAFíA

Érase una vez en América

Su trabajo es único en el mundo, y por poco se pierde para siempre. Descendiente de un inmigrante europeo muerto de tristeza, entre 1900 y 1940 se dedicó obsesiva y meticulosamente a fotografiar la vida, los lugares, las personas y el aire de Esperanza, la primera colonia agrícola del país. Pero cuando las autoridades le dieron la espalda al proyecto de montar el “Archivo histórico” del pueblo, él mismo quemó cerca del 80 por ciento del trabajo. De las 12 mil fotos originales, apenas una mínima parte sobrevivió escondida en cajas durante 25 años. Por eso, la muestra montada en la Alianza Francesa de Belgrano hace justicia con la obra de Fernando Paillet, el fotógrafo que murió ignorado por el mismo pueblo que había ostentado sus fotos en sus livings.

Por María Gainza

Apúrese señor Paillet, que se va la luz. Él –nuestro hombre en cuestión–, imperturbable. Mueve de lugar unas botellas, se va hasta la cámara, mira por el visor, vuelve, reacomoda el codo del joven sobre el mostrador, entrecierra los ojos, camina y murmura “la luz, la luz y las manos”. Durante largos minutos, la escena se repite. Es el 14 de febrero de 1922. Fernando Paillet tiene dos días –ha esperado todo el año esos dos abrasantes días de verano para que la luz entre de rebote exactamente como él se la imaginó– para completar lo que, aunque no sabe pero probablemente intuye, se convertirá en un legado único en el país: el archivo de imágenes más completo de la vida entre 1900 y 1940 en Esperanza, la primera colonia agrícola del país.
No era un capricho. Para Paillet fotografiar Esperanza era registrar la epopeya de un pueblo pujante en el centro de la provincia de Santa Fe. Fundada en 1856, por 1200 inmigrantes suizos contratados por Aaron Castellanos, Esperanza se constituyó en el eje de la experiencia colonizadora más extensa que conoció Argentina a fines del siglo XIX. Paillet estaba convencido de la necesidad de plasmar la transformación social de su pueblo. Y así lo hizo. Con su cámara Widmayer de campaña, un objetivo único y un trípode plantado en el suelo se abocó a la tarea. La muestra de sus fotografías en la Alianza Francesa de Belgrano conmueve. Son 45 fotos de otro planeta. Y uno no puede más que pensar que había muchas, muchísimas más, y que por muy poco casi se pierde todo.

La gran Esperanza
Porque la gran ambición de Paillet era dejar “el” gran retrato de Esperanza. Era su contribución a la memoria del pueblo. Y por eso le presentó a la municipalidad, allá por 1948, la idea de hacer un Museo de Bellas Artes integrado por pinturas de los personajes relevantes del lugar y anexar su archivo fotográfico. Solito, trabajó sistemáticamente, costeando todo de su bolsillo, para armar lo que denominó el “Archivo histórico de Esperanza”: más de 200 cuadros que agrupaban fotografías de familias fundadoras, jueces de paz, damas de beneficencia, jefes de policía, directivos e intendentes, lugares históricos. Pequeños capítulos de la historia del lugar. Pero un año más tarde las autoridades se desentendieron, le dieron la espalda –bah, nadie se hizo cargo– y el proyecto se cayó. Furioso, Paillet quemó alrededor del 80 por ciento de su obra e incluso pidió que después de su muerte su trabajo no fuera ni vendido ni difundido ni prestado. De las más de 12.000 fotografías tomadas a lo largo de toda su vida sólo sobrevivieron 2000 copias —y unas 300 placas de vidrio que recibió su sobrino y único heredero, Rogelio Imhof.

El rescate
Veinticinco años después, en 1973, Luis Priamo y su amigo Pablo Courtalón recorrían los fines de semana las casas de familias santafesinas en busca de fotos antiguas. Su pueblo natal, Franck, estaba a pocos kilómetros de Esperanza, y hacia allí partieron una tarde a ver qué encontraban. Dos cajones con 300 placas de vidrio dormían la siesta en un cuarto del Museo de la Colonización de Esperanza. “Cuando miré los negativos inmediatamente me di cuenta de que eran algo absolutamente inusual. Había fotos de amigos, fiestas, desfiles, ranchos, juegos, sociedades.” Lo sistemático de la producción llamó la atención de Priamo: “Enseguida intuí que si bien Paillet no habría sido el único en practicar la documentación a principios de siglo –de hecho Ernesto Schlie es su antecesor directo–, su densidad temática y su calidad superlativa lo colocaban en una situación única”.
El archivo había deambulado un buen un rato hasta llegar ahí. Parece que Imhof, con criterio, se lo había entregado a la sociedad de canto. De ahí pasó al círculo fotográfico esperancino y cuando éste cerró se lo llevaron al Museo de la Colonización –que hasta la llegada de Priamo no tomóconciencia de la importancia del material–. En algún momento del periplo un buen número de placas fue a parar a una escuela de la zona que retiró la emulsión y usó las placas limpias en el laboratorio de química.
Alarmado, Priamo propuso hacer dos copias y dejar una en el Museo. Se llevó consigo un número importante para mostrárselas a los integrantes del Consejo Argentino de Fotografía (CAF), entre quienes estaban Sara Facio, Alicia D’Amico, Juan Travnik, Annemarie Heinrich y otros. En 1980, el CAF, con el apoyo de la Municipalidad de Esperanza y el Centro de Residentes Esperancinos en Buenos Aires, organizó la primera muestra de Paillet. Fue la primera gran revelación. Un libro publicado por la Fundación Antorchas y editado por Priamo terminó de consolidar la presencia de Paillet en el contexto de la historia de la fotografía argentina.

El de puertas afuera
“Su idea del archivo no tenía asidero en una sociedad que no podía percibir la importancia de documentar la vida cotidiana”, cuenta Graciela Russi, jefa del departamento del Museo de la Colonización de Esperanza. Entonces “la negativa después de su muerte a darle difusión a su obra está relacionada con la bronca que acumuló ante una sociedad que no lo comprendía”.
Es que Paillet era un esperancino orgulloso: nacido en 1880, su bisabuelo, Peter Zimmermann, había sido el primer colono muerto en Esperanza a los 14 días de llegar de Europa —muerto de tristeza. dicen–. Cuentan que la madre de Paillet fue una de las niñas que recitó poemas cuando Sarmiento visitó Esperanza en 1870 y que éste le habría dado un beso en la mejilla. Estas historias ligarían a Paillet a una mítica del lugar.
Entre los años ‘20 y ‘40 no había casa en Esperanza que no ostentara una foto de Paillet. Era el fotógrafo más popular de lugar, requerido por todos, formaba parte de cuanta reunión social y conjunto musical hubiera. Parecía un Mickey Rooney perdido en Santa Fe, con su corbatita de moño, pantalones bombilla, botas lustradas y sombrero de paja. Pintor autodidacta, abrió una galería de arte en el mismo estudio donde realizaba los retratos más comerciales (igualmente deliciosos) y retocaba los negativos de futuras cartes de visites y portrait cabinet (los iluminaba) para embellecer a sus clientes.

Puertas adentro
Al mejor Paillet se lo encuentra en las fotos de interiores: peluquerías, farmacias, panaderías, zapaterías, bares y tiendas. Son unos 50 interiores –de los cuales unos 15 se pueden ver en la muestra– donde Esperanza deja de ser para uno un pueblito más del interior y se nos aparece en toda su potencia. Estas fotos sobresalen dentro de lo que ha quedado de la producción de Paillet. Eran otra cosa (y probablemente por eso se salvaron del incendio). El fotógrafo esperó los días exactos –14 y 15 de febrero marcan los almanaques que se ven en las fotos– para lograr esos claroscuros audaces y conservar la textura exacta del lugar.
Porque la promesa de un progreso colonial sin fin había comenzado a tambalear y hacia 1920 Esperanza lo estaba sintiendo en carne propia. El bar de Armando Cocca, la zapatería Darnaud, la panadería de Bernardo de Giannbattista, el billar de Francisco José Rugiiero, el almacén de Adolfo Gauchat, eran una realidad que desaparecía, o por lo menos, se trasformaba.
Es acá adentro donde Paillet encuentra la distancia justa. “En un pueblo de trabajadores él era como un pajarito, que parecía mirar todo desde afuera”, comenta su amigo y escritor Gastón Gori. Desde su rama, pudo observar a su propia gente, y colocarse lo suficientemente lejos para presentir su ocaso pero lo suficientemente cerca como para entenderlos mejor que nadie. Interiores tomados con gran angular para mostrar al máximo posible los pesados muebles de madera, los hornos fantasmales, las botellas en fila que esperan las gargantas resecas, las paredes sin revoque con esa sensación de humedad que sube por los huesos. Paillet no buscaba hacer un retrato de la gente –eso lo podía lograr mejor en su estudio de falsos decorados– ni capturar una instantánea –porque si no hubiera elegido fotografiar a los hombres en acción–. Esto es otra cosa. Con encuadres sobrios y clásicos, eligió armar una foto con pocos personajes –máximo cuatro– para no distraer la atención, y los plantó ahí, fijos, mirando a cámara, como diciendo: este lugar soy yo. Este es el interior que he conquistado, el que me define como persona y al que, a su vez, le he dado vida. Entonces el espacio se volvió protagonista de la foto (porque de la historia siempre lo fue, o bien ¿no perseguían un territorio propio los inmigrantes al bajar de los barcos?) y ahí están ellos, los bisnietos, erguidos y de pie, en su lugar en el mundo.
Paillet es de la raza de un Martín Chambí en Perú, de un Hugo Brehme en México, de un James Van Der Zee en Estados Unidos, y sin embargo, según Priamo, “no se conoce en la Argentina ni en Latinoamérica una colección de fotografías de interiores de lugares de trabajo de esa época y muchísimo menos de esa riqueza y calidad”.
Murió el 3 de noviembre de 1967. Los chicos del barrio espiaron por la ventana de su pieza y ahí lo vieron: tirado en el frío piso de baldosas. Después del fracaso del museo, hacia fines de 1940, Paillet se vino a pique. Cerró su estudio, dejó de tomar fotografías y se empobreció. Se quedó solo, viviendo de prestado en una pieza en la sociedad de canto. En las noches se lo veía en la confitería con un vaso de leche caliente y un plato de maní. Dicen que cuando iba de visita no se sentaba, se quedaba parado en el medio del living, tomándose una ginebra de a sorbos, despacio, y ya me voy ya me voy y se quedaba media hora más. Por una sordera progresiva empezó a llevar una cornetita de carey que lo aislaba aún más del mundo. Y la gente decía al ver sus camisas raídas: “Paillet ya no es el mismo”. ¿Y cómo iba a serlo, si estaba solo, sordo y sin dinero? Y tenía que ir casa por casa a ofrecer a la venta trabajos viejos que habían quedado en su estudio y que nadie había ido a reclamar. Y le cerraban la puerta al viejo chinchudo porque ya nadie podía reconocer los rostros de esos hombres y mujeres con aires europeos que los miraban desde las fotos.

La muestra puede verse en la Alianza Francesa de Belgrano (11 de septiembre 950) hasta el 19 de septiembre. Los horarios son: de lunes a viernes de 9 a 20 y los sábados de 9 a 12.

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Un autorretrato de Fernando Paillet - La librería
 
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