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Domingo, 19 de enero de 2014

POR DONDE SE FUGA EL TIEMPO

 Por Juan Carlos Kreimer

La sensación de que el tiempo pasa cada vez más rápido no tiene que ver con el cierre del año ni con la edad que vamos acumulando ni con los cinturones fotónicos que acarician la Tierra. Tampoco perdona jóvenes, adultos ni jubilados. Ultimamente, cualquiera con quien hablo lo reconoce: desde el cambio de milenio, para poner una referencia imprecisa, los días, semanas, meses, años, ¡décadas...! se nos escurren en menos tiempo.

Nadie entiende bien por qué. Las elucubraciones no siempre resultan sustentables. No lo notamos porque estamos distraídos. Al decir de Lennon: mirando hacia otro lado.

De repente, sí. Entre la última vez que hicimos o festejamos lo mismo y el momento en que nos damos cuenta, parece que (nos) hubiera corrido una eternidad. O que un tsunami hubiese arrasado nuestro ritmo de procesar los acontecimientos vividos. ¿Ya estamos en...? ¿Otra vez...? Se me pasó volando...

¿Dónde estuve yo todo ese tiempo?

Claro, en el año hice tal y tal cosa. Pero... ¿fue la semana pasada que volví o la otra? ¿Qué le pasa a mi reloj interno?

Me gustaría saber si se trata de apenas un sacudón generalizado en las conciencias debido al tipo de vida que llevamos o algo que se refleja en ellas como consecuencia de alteraciones ocurriendo en el cosmos. Y hasta qué niveles la mente de los que crecimos en una civilización más lenta está preparada para incorporar esa aceleración progresiva.

Entre dos instantes perceptibles, siempre hay uno e infinitos instantes imperceptibles.

Dejamos de sorprendernos ante la cantidad de hechos pequeños que realizamos cada día. Tiempo que usábamos en desplazarnos y haciendo diligencias hoy lo ahorramos vía un mail, una transferencia bancaria, un mensajito, una charla por Skype. Con menos esfuerzo físico vamos tachando tareas en nuestros listados invisibles. Las volvemos insignificantes.

Resolverlas al toque (o sea, mediante el tacto) se nos ha vuelto lo natural. No percibimos la diferencia entre todo lo que nuestro cuerpo debía hacer antes –y le tomaba “su” tiempo–. Tiempo que nuestra mente acompañaba con menos sobresaltos, creando escenarios posibles. De hecho seguimos comprimiéndolo con más acciones, físicas y virtuales.

¿Qué otros dispositivos y apps nos impondrán los fabricantes de tecnologías –y todos compraremos como ovejas soñadoras– para tenernos apartados del contacto real con cuanto vaya apareciendo? ¿Cómo deshacernos de la necesidad de usar estos dispositivos facilitadores? ¿Hasta dónde reprogramarán ellos nuestras actividades cotidianas? Lo cierto: los períodos de actualización o vida útil serán más cortos que los de aprender a procesar esos programas.

La catarata de hechos cotidianos encimados y casi no registrados, sospecho, nos va reduciendo funciones mentales e instaurando una agradable sensación de olvido. Por ahora parece benigno. Infinidad de vivencias apenas si quedan grabadas en la memoria de corto alcance. Antes de que puedan pasar a la intermedia y ser recordadas con cierta perspectiva, otras se les superponen. Lo siguiente borra lo anterior, el presente se vuelve deriva.

Pienso en mi hermano y antes de que mi mente construya una instancia evocadora, me veo apretando su nombre (nunca necesité memorizar su número) en el celular –segundos después escucho su reporte–. En hábitos de ese tipo, las neuronas van perdiendo la capacidad de navegar por las esperas entre impulsos y realizaciones, pierden la riqueza de esos entretiempos. Después se nos producen saltos temporales que nos intranquilizan.

La posibilidad de inmediatez se vuelve de inminencia. La disponibilidad, ansiedad. ¿Por qué tenemos que saberlo todo al instante? ¿Qué estamos tapando con eso? ¿Cierto sentido de vacío? ¿El miedo a ponernos en pausa y permitir que lo vivido se acomode mansamente sobre el entramado existente? Otra cosa, ahora mismo, por favor.

¿Cuánto dura en la memoria un libro, una serie de tevé, un artículo? La industria cultural –páginas y horas de películas predestinadas a abastecer la necesidad de algo nuevo– busca productos si no más cortos, con unidades de atención más acotados. Todo parece signado por los 15 minutos warholianos. Un toco y me voy a nivel cultural.

¿Es sólo una sensación? Varios físicos poscuánticos han encontrado en algunas tradiciones milenarias, habituadas a vivir en la incerteza y a pensar en varios planos, patterns para decodificar lo que se cifra en esa vertiginosidad –que consideran un hecho real, no una sensación–. Parten de que, así como tenemos un cuerpo físico, denso, al que llaman corpuscular, también tenemos/somos un cuerpo energético más sutil. Este, al que llaman ondulatorio, sería productor y el principal afectado por tantos cambios en la percepción. No sólo responde a las influencias ya mencionadas de lo virtual, también tiende a apartarse por momentos del cuerpo físico. Esas fugas de las moléculas y energías mensajeras nos cambian las nociones.

El pensamiento, poco habituado a salirse de sus ritmos, acusa recibo: produce burbujas de olvido. Y, obligada a actualizarse de un instante a otro con una frecuencia cada vez mayor, la memoria va dejando de lado secuencias parasitarias y se reconfigura al andar. A tal velocidad que ni percibe sus propios cambios de coordenadas.

¿Somos conscientes de que pasamos más horas expuestos a la luz (natural o artificial) que en otros tiempos? Imposible atravesar ese campo magnético sin ser alterado. Hasta los átomos del cuerpo físico se modifican.

Una de las novedades de esta era –vaya palabra para designar a presentes signados por algo– es que nos permite vivir muchas vidas en una sola y nos exhibe períodos de nuestro pasado como si hubieran sido vividos por otra persona. ¿Cómo no iba a perder el intelecto las nociones que tenía del tiempo?

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