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Domingo, 26 de enero de 2014

EXTRAÑOS EN EL PARAISO

Pasaron 47 años de la muerte de Walt Disney y hasta hoy nunca se había intentado siquiera retratar al papá de Mickey en una producción mainstream. Los motivos son muchos: Disney es una corporación celosa y agresiva en su protección de la figura del padre fundador y nadie se atrevió a enfrentar su poder. Pero, sorpresivamente, dos años atrás la empresa decidió avalar y hasta financiar Saving Mr. Banks —la película que se estrena la semana que viene en la Argentina con el título de El sueño de Walt—, un guión producido de forma independiente que evoca la relación entre P. L. Travers, autora de Mary Poppins, y Walt Disney con sorprendentes ambigüedades, con una mirada sobre este icono cultural que no es crítica pero tampoco cándida, que sin ser revolucionaria se atreve a humanizar el mito. Casi al mismo tiempo que El sueño de Walt se estrena en los cines del mundo, se empezó a conseguir online Escape From Tomorrow, una extraña película de terror filmada clandestinamente en el Disneyworld de Orlando, en la que muchos ven una representación del lado oscuro del reino mágico. Entre la versión oficial y las teorías paranoicas, entre el dominio corporativo y el poder simbólico, estas películas abren una posible relectura de uno de los mitos más importantes de la cultura popular del siglo XX.

 Por Mariano Kairuz

En la última entrega de los Globo de Oro, la gran Emma Thompson se hizo presente para anunciar el premio al mejor guión con un Martini en una mano y sus zapatos de taco en la otra. Ante la ovación, censuró a los presentes (“stop it, stop it”) al mejor estilo de institutriz inglesa de película, como invocando al personaje por el que estaba nominada, en la categoría mejor actriz de comedia: P. L. Travers, la autora de Mary Poppins, quien muy a regañadientes termino vendiéndole los derechos de su obra más famosa a Disney.

Unos días antes, en la ceremonia de otra de las entregas de la larga temporada de premios (que culmina en el Oscar, a principios de marzo próximo), Meryl Streep había sido la encargada de anunciar, ante la National Board of Review, el reconocimiento correspondiente a Emma Thompson, por su trabajo en Saving Mr. Banks, la película en la que interpreta a Travers. La película –que se estrena esta semana en la Argentina con el título El sueño de Walt– describe la complicada relación entre Travers y Walt Disney alrededor de la adaptación de la preciada creación de la escritora, la de la niñera mágica, y Streep no tuvo mejor idea que aprovechar la ocasión para acusar a Disney de haber sido racista, misógino y antisemita, entre otros encantos. Siempre rescatando a Thompson como una “artista hermosa”, “prácticamente una santa” y “una feminista rabiosa, devoradora de hombres como yo”, y antes de dedicarle un poema a ella, se dispuso a llevarse puesta la imagen sagrada pero siempre en entredicho del creador del ratón Mickey. Para esto, citó una declaración de Ward Kimball (uno de los venerables Nine Old Men, los veteranos animadores que convirtieron a la compañía del ratón en la vanguardia del dibujo animado en su período clásico), en la que el hombre decía que Disney no confiaba “ni en los gatos ni en las mujeres”, y luego una carta escrita por Disney a fines de los ‘30, respondiéndole a una mujer que se postulaba para una vacante en su escuela de entrenamiento, y explicándole que todos los trabajos calificados para realizar un dibujo animado en su compañía eran realizados enteramente por hombres.

La puesta de Streep fue recibida con cierto estupor, y los expertos en la historia de Walt Disney –y algunos de sus varios biógrafos– señalaron que lo que había hecho la actriz era innecesario, además de históricamente incorrecto. Pero, en todo caso, lo que hizo Streep –que fue, se dice, la primera actriz convocada para interpretar a Travers, y declinó– fue, por encima de cualquier otra consideración, expresar el rechazo y la desconfianza que El sueño de Walt suscitó en un sector de la industria y de la crítica cultural, bajo el cargo de que se trataba de una película coproducida oficialmente por Walt Disney Pictures y que, previsiblemente, intentaba lavar la cara del fundador de la compañía.

Una vez más, el ataque sobre la figura de Walt Disney –“el americano perfecto”, según el irónico título de la ópera de Philip Glass– como una suerte de embate contra un icono de la Norteamérica corporativa, de la banalización y la colonización cultural, etcétera. Sin embargo, más allá de algunas consideraciones y reservas que puedan hacerse acerca de Saving Mr. Banks, la película es más que la mera hagiografía que muchos habrán esperado. De hecho, es algo bastante mejor, una apuesta suficiente e interesantemente ambigua, para tratarse del primer (tardío) retrato del mismísimo Disney en una ficción mainstream. Un retrato originado por afuera del estudio, pero eventualmente aprobado y apoyado por éste, que elige mostrarlo humano y vagamente imperfecto en lugar de apegarse a una imagen etérea, intocable.

DE SYDNEY A DISNEY

El trabajo de Emma Thompson en Saving Mr. Banks es formidable. Su Travers es todo lo que los testimonios conservados sobre la poeta y escritora dicen de ella: que era una mujer áspera, de difícil trato, nada afectuosa y hasta beligerante, que se opuso desde el primer momento a que Walt Disney convirtiera su creación más famosa y apreciada en otro de sus “tontos dibujos animados”, y que puso todos los obstáculos que pudo durante la preproducción de la película, hasta que la necesidad económica la obligó a entregarse. El título en castellano, El sueño de Walt, invierte un poco la intención del original, traducible como Salvando al Señor Banks, porque transfiere el foco de un personaje fundamental en la vida y obra de Travers a la obstinación y el ego de Walt Disney, el dueño del imperio, el hombre que “no iba a aceptar un no por respuesta”. Saving Mr. Banks va contando dos historias en paralelo hasta que descubrimos que en realidad ambas son una misma historia: la de cómo Mary Poppins estuvo directamente inspirada en la triste infancia de su autora.

La historia de Mary Poppins –el libro, que en 2014 cumple 80 años de su primera publicación, y la película, que en agosto de este año alcanzará su cincuentenario– empezó en 1913, en South Wales, Australia, con una nena de 13 años llamada Helen Goff, a quien su madre le encarga cuidar a sus hermanitas mientras se aleja con intenciones suicidas. El padre y esposo, Travers Goff, alcohólico incurable, había muerto 6 años antes, dejando a la viuda quebrada económica y anímicamente. El hombre, además, había sido el mejor amigo de Helen, su hija mayor; su mayor inspirador, y su iniciador en el mundo de la poesía y la literatura para chicos y para adultos. Empleado bancario, en sus últimos años Travers forzó a su familia a seguirlo y mudarse atrás de cada uno de sus nuevos empleos. Tras su muerte a los cuarenta y poco y el fallido intento de suicidio de la viuda, apareció, en el desértico paraje en que vivían las cuatro mujeres abandonadas, la tía Ellie, una mujer adinerada que provenía de Sydney, dispuesta a rescatar a la familia. Algo dura en sus modales, imperativa, mandona, fue ella quien puso algo de orden en el hogar quebrado. En sus rasgos y actitudes aparece delineada Mary por primera vez. “Si quieren mis datos biográficos –dijo Travers en una de las escasas entrevistas que concedió– Mary Poppins es la historia de mi vida.”

Mudados a Sydney, Helen se rebautizó Pamela Lyndon Travers (PL, se cree, para esconder su género) y en su primera juventud probó suerte en la actuación, en la danza, el teatro itinerante y el periodismo. Según su biógrafa Valerie Lawson –autora de Mary Poppins, She Wrote– tuvo una vida complicada pero interesante, mantuvo largas relaciones con hombres y mujeres, buscando en vano la figura de su padre, e instalada en Europa fue creándose una identidad de áspera señora inglesa, al punto que muchos se sorprendían al enterarse de que era australiana de origen. Publicada en 1934, Mary Poppins, su primera obra destinada a los chicos, fue también su primer éxito masivo. “En Mary Poppins -escribe Lawson– Travers creó mucho más que la versión edulcorada de la película de Disney; un personaje tan peculiar como amable, tan amenazador como reconfortante”, que tenía, por supuesto, mucho de la tía –Saving Mr. Banks enfatiza los paralelos visualmente–, así como el señor Banks, el padre de la familia protagónica de su libro, estaba directamente inspirado en el recuerdo amoroso de Travers Goff. De ahí su larga reticencia a entregar su creación más preciada al que para ella no era sino un mercader de pavadas infantiles.

Los intentos de Walt Disney de convencer a Travers de que le permitiera filmar Poppins se extendieron a lo largo de al menos veinte años, empezando durante la Segunda Guerra, cuando ella estaba instalada en Manhattan, trabajando para el Ministerio Británico de Información. Como bien cuenta la película, Walt supo de la existencia de Mary Poppins por sus fanatizadas hijas; leyó el libro, marcó los capítulos que más le interesaban, y les prometió a las chicas que haría la película. “Y yo, Pamela, nunca rompo una promesa que les hago a mis hijas.”

A principios de los ‘60, cuando Disney comenzó la preproducción del film, convocando al guionista Don Da Gradi (que había sido autor de, entre otras, la historia de La dama y el vagabundo y que en Saving Mr. Banks está interpretado por el gran Bradley Whitford de The West Wing) y a los compositores Richard y Robert Sherman, aún no se había asegurado los derechos, tan solo una opción para la adaptación del libro, sobre cuyo guión Travers tenía garantizado algo que Disney no le daba a nadie: aprobación final. Travers dio mil vueltas antes de aceptar ir a Los Angeles –“esta ciudad que huele a cloro y transpiración_”– y hasta allí llegó, enojada ya con la idea de que se incorporaran a su obra canciones y dibujos animados y que se hiciera de su institutriz una chica encantadora, ligera y alegre (y bella, contra lo que indica su descripción literaria), que tiende a arreglar las cosas con pases mágicos antes que con el esfuerzo y el rigor en los que P. L. tanto creía. Tan mal predispuesta estaba que cargó sobre los músicos, el guionista y el productor con una serie de objeciones y exigencias, que pasaron de caprichosas a absurdas, como, por ejemplo, que se excluyera por completo el color rojo de la película. Se opuso al casting –aunque se sabe que eventualmente aprobó a la joven y hermosa debutante, Julie Andrews–, y en particular a Dick Van Dyke (que fue sin embargo El Deshollinador, con un acento inglés que, según ha reconocido el propio actor con los años, suena por momentos bochornosamente falso) e infinidad de detalles. Pero lo que, según registra la película, realmente descolocó a Travers en un primer momento, fue que sentía que los guionistas condenaban moralmente en su descripción al Sr. Banks, el padre de la familia a cuyo hogar llega la niñera, empleado bancario modelo y jerárquico, afecto a sus rutinas y con muy poco tiempo para sus hijos. Después de todo, Banks no era otro que papá y, argumenta Travers en el film, “un padre hace lo que puede, y criar a un hijo puede ser una tarea muy difícil que no todos están en condiciones de asumir”.

Supuestamente, se conserva testimonio preciso y fiel de la relación entre la autora, Disney y los músicos y guionistas, ya que la propia Travers reclamó que las sesiones conjuntas fueran grabadas. Cuando la Disney entró como coproductora del film, los archivos quedaron a disposición de los responsables de la película y, de hecho, la voz de Travers en una de estas grabaciones puede escucharse durante los créditos finales.

EL HOMBRE QUE FUMA

Poco más de una década atrás, el productor australiano Ian Collie produjo un documental sobre Travers titulado La sombra de Mary Poppins, que lo convenció de que una más que interesante biopic ficcional se alojaba en la poco conocida historia de la escritora. En poco tiempo se sumaron al proyecto las guionistas Sue Smith y Kelly Marcel y la BBC entre los coproductores, y para fines de 2011 el libreto integraba las listas anuales “de mejores guiones no-producidos”, que suelen circular por Hollywood regularmente, por lo que Sean Bailey, presidente de producción de los Walt Disney Studios, tomó nota de su existencia. Algo preocupados, los ejecutivos de la compañía debatieron primero cuál debía ser la acción a tomar frente a la que amenazaba con ser la primera representación de Walt Disney en una producción de estas características. Entre las opciones barajadas estaba la de comprar el guión y cajonearlo para asegurarse de que la película nunca se hiciera. Otra era producirlo o coproducirlo ellos mismos, la única manera de supervisar de cerca qué se iba a hacer con la figura del padre-fundador. El asunto es que a Bob Iger, CEO de Disney, le resultó interesante el guión e hizo la movida más inteligente a su alcance para proteger sus intereses: lo convenció a Tom Hanks de interpretar a WD. De esa manera, se aseguraría de que la pantalla reflejara esa cualidad con la que el imperio del ratón siempre había tratado de vincular a su artífice: la del hombre perfectamente común, con una creatividad extraordinaria.

Thompson describe el de Travers como uno de los papeles más difíciles que debió interpretar (“Una mujer de gran complejidad y contradicción, que escribió un gran ensayo sobre la tristeza, que tuvo una infancia muy dura, por la que pasó toda su vida en un estado de inconsolabilidad fundamental”), pero lo que para muchos fue especialmente notable, lo más inesperado, fue que tratándose de una película no sólo avalada sino parcialmente financiada por la mismísima Walt Disney Pictures, con escenas filmadas en el parque original de Disneyland inaugurado en el ‘55 (el de Los Angeles, que buscaba reproducir la “experiencia de pequeño pueblo del Midwest americano”, de la Missouri donde se crió Walt Disney), Disney el hombre, el personaje, no haya sido endiosado por el guión y que el relato de los infinitos obstáculos en su relación con Travers no esté (en general) suavizado. Básicamente, que no cuente lo que cualquiera hubiera esperado que contara una compañía tan celosa de su imagen y su mito –que su fundador se había finalmente ganado a Travers con su carisma infinito–, sino que le encuentre matices al hombre de la corporación. Un lado B autorizado, a 47 años de su muerte, de Walt Disney.

Esto –esta “permisividad”, esta apertura de la compañía al retrato de esos matices– no existió desde siempre. Walt Disney murió en diciembre de 1966, cuando el crítico e historiador norteamericano Richard Schickel estaba preparando uno de los libros más importantes que se han escrito sobre el personaje: The Disney Version, un análisis profundo del hombre y el fenómeno cultural y económico que había creado. Este libro, que estaba bien lejos de la hagiografía que los herederos responsables de la corporación consideraron en su momento que era lo que correspondía para honrar al creador muerto prematuramente (de cáncer, a los 65), le valió la prohibición, por años, de entrar a las funciones privadas de las películas de la compañía (una “distinción” que Schickel decía ostentar con orgullo) y al hombre, un empleado de la compañía que lo había paseado por el estudio y lo había animado a hacer su libro, su despido. Sin embargo, en la introducción a la tercera reedición de su libro, publicada en los ‘90, Schickel se encontró con que su “libro es mucho menos un ataque contra Disney que lo que tanto sus defensores como sus detractores vieron en él, y mucho más el juicioso cuestionamiento de su mito y sus logros que yo siempre me había propuesto que fuera”. “De hecho, todavía siento lo mismo que sentí en su momento, cuando terminé de escribirlo: que mi retrato de Walt Disney lo halagaba precisamente porque le garantizaba una complejidad como personaje y una motivación que nadie había ofrecido antes... La publicación, unos años atrás, de otra biografía escabrosa de Disney, que lo mostraba paseando sin rumbo por los pasajes subterráneos de su estudio y de su parque temático, borracho y presa de una iracunda paranoia (...) confirmó mi convicción en el equilibrio y la precisión de mi retrato”. En algún pasaje de su libro, Schickel anota cosas como: “Si tenés un hijo, no vas a poder escapar de los personajes de Disney aunque lo odies”, “Como capitalismo, la suya es la obra de un genio, como cultura, es mayormente el horror”. Por supuesto que la compañía no iba a avalar este tipo de reflexiones y discusiones sobre su imperio.

Y sin embargo, casi medio siglo ha transcurrido desde la muerte de WD, y un poco menos desde aquel libro, y aunque la compañía –tras atravesar una enorme crisis en los ‘80 en su departamento de animación– hoy se encuentra nuevamente en el pico de su poder y expandiéndose a pasos agigantados (son los propietarios de Los Muppets, de Marvel, de LucasFilm), se permite hacer una movida más o menos riesgosa como Saving Mr. Banks. Tanto apoyo oficial al film suscitó necesariamente mucha suspicacia. El propio director, John Lee Hancock, lo dijo en varias entrevistas que originalmente temió que, una vez que la producción entró bajo la órbita de la compañía, lo obligaran a revisar los detalles menos amables del personaje, pero dice que finalmente casi no hubo interferencia del estudio. “Imaginé el momento en que me dirían: ‘Lo sentimos mucho, pero preferimos mostrarlo como un Dios’. A su favor debo decir que fueron suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que un Disney humano no solo era un mejor personaje, sino que también es más fácil de querer.”

P. L. Travers aparece en la película expresando todas las objeciones a la “banalización” a la que Disney y su equipo quieren someter a su queridísima creación, así como su desprecio por la cultura popular norteamericana, la Costa Oeste, etcétera, y lo hace con tal gracia que se convierte en el personaje más querible y raramente encantador, a su pesar, del relato. El guión, es cierto, omite parte de lo que vino después del estreno de Mary Poppins, la película, que fue uno de los mayores éxitos comerciales de los ‘60 y ganó cinco Oscar sobre 5 nominaciones, volviendo rica y más famosa que nunca a Travers. Saving Mr. Banks llega a decirnos que después de esto, Travers retomó a su personaje para nuevas secuelas; lo que no nos dice es que nunca más autorizó a Disney a hacer ninguna otra adaptación de su obra. La secuencia de la première de Mary Poppins es representativa de la zona más ambigua de la película: nos cuenta que Disney decidió no invitar a Travers a dicho preestreno (previendo un posible escándalo) y que ella se hizo invitar de todos modos. Nos muestra a Travers llorando durante la proyección, una versión avalada por todos los testimonios disponibles, pero susceptible de diversas interpretaciones: su biógrafa Lawson cree que tiene que ver menos con el contenido sentimental de la película que con un efecto catártico que toda la experiencia –y posiblemente también su origen autobiográfico– tenía para ella en ese momento; pero hay quienes opinan que sus lágrimas se debieron a que odió la película, y a que Disney finalmente había traicionado su acuerdo al, entre otras cosas, incluir secuencias de dibujos animados en el film. Famosamente, Travers se acercó a Walt al final de la proyección para desplegarle su lista de reclamos (“los pingüinos animados se tienen que ir”), a lo que el hombre le contestó, sin más: “Pamela, ese barco ya zarpó”. Ese momento sí está representado en la película.

La licencia más discutida que se toma la película tiene que ver con el viaje final e inesperado que hizo Disney a Londres para terminar de doblegar a Travers. En la película, Walt le suelta a Travers un discurso emotivo en el que compara las experiencias de infancias traumáticas de ambos, a sus propios Mr. Banks (el duro y explotador Elias Disney y al banquero Travers Goff), para convencerla de que la ficción es la manera que tenemos “nosotros los narradores”, de curar nuestras historias, de retaurar mediante la imaginación “algo de orden a ese caos” que es la vida real. Es una artificiosa escenificación de la empatía que finalmente habría habido entre estos dos, creada enteramente por los guionistas, y vuelta convincente y emotiva por Hanks y Thompson, mientras que lo cierto es que no hubo testigos de este encuentro, y que lo más probable es que al final de todo lo que se impuso fue la más dura y material realidad: Travers necesitaba el dinero.

En última instancia, los estudios Disney se arrogaron otra licencia menor, que la película resuelve con elegancia: el pedido explícito de que Disney no apareciera fumando cigarrillos en ninguna escena –ese veto que hoy corre como un virus en Hollywood–. En Saving Mr. Banks, a Disney –que murió unos pocos años después de los eventos narrados por la película– no lo vemos nunca con el cigarrillo en la boca, pero sí lo oímos toser (síntoma cinematográfico que expresa inequívocamente enfermedad) y lo vemos apagar apurado uno en un cenicero ante la llegada de Travers.

La crítica recibió la película con desconfianza y eventualmente con respeto por este acercamiento equilibrado a sus personajes, más allá de las licencias mencionadas. Están los que se quejan de que no hay mención alguna de los modos de rompehuelgas mafioso que alguna vez se le endilgaron a Disney, ni de ninguno otro de los cargos que enumeró Meryl Streep en su discurso, pero la verdad es que la historia de la película va por otro carril.

EL AMERICANO IMPERFECTO

El viernes 10 de enero pasado, tres días después del discurso de Streep, Abigail Disney, una nieta de Walt, suscribió las acusaciones de la actriz contra su abuelo en Facebook. “¿Antisemita? Claro. ¿Misógino? POR SUPUESTO. ¿Racista? Vamos, hizo una película, El libro de la selva, ¡sobre cómo cada uno debería quedarse con los de su propia clase en el pico de la pelea por el segregacionismo!” Aunque también dijo tener sentimientos encontrados; “Pero, diablos, fue increíblemente bueno haciendo películas y su trabajo hizo feliz a miles de millones de personas. No se puede negar, ahí lo tienen”. De algún modo, un poco más discretamente, la propia Streep había hecho la salvedad en medio de su ataque, al indicar que el arte puede redimir a un hombre “que alberga tantos prejuicios”, y que más allá de “todas sus falencias, puede decirse que Disney le trajo alegría a millones de personas”. Un poco el equilibrio y la complejidad de las que hablaba Schickel en su libro.

Y hablando de redención, es de obligatoria visión el corto que precede a Frozen, una aventura congelada –último gran éxito animado de Disney, adaptación libre de La Reina de las Nieves de Hans Christian Andersen–. El corto se llama Get a Horse! y es una verdadera obra maestra protagonizada por Mickey Mouse, que homenajea a su creador recreando su voz con fragmentos de viejas grabaciones y haciendo interactuar al octogenario ratón –en el encantador estilo volátil y flotante de sus primeras películas– con un rediseño retro del personaje a color y en 3D digital de vanguardia. Un recordatorio no tan sutil de que ellos estuvieron ahí primero y de que siguen acá y de que se podrán decir mil elogios y mil insultos sobre los tipos que inventaron todo esto, pero que de todo esto salieron algunas de las mejores películas de la historia. Tal es el poder redentor del arte.

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