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Domingo, 16 de febrero de 2014

SUR Y DESPUÉS

Música Flamante voz de la orquesta El Arranque, Juan Villarreal es el secreto a voces del tango aquí y ahora. A los 34 años y con un pasado nómade de artesano y cantante de fogones, tan lejos de la copia como de la parodia distanciada, acaba de grabar Tango y criollismo junto al bandoneonista Marco Antonio Fernández, que se presentará en marzo en Café Vinilo. La suya es una historia que arrancó en el sur, merodeando la música entre las dos orillas del tango y el folklore y que con más de un golpe de azar lo fue empujando siempre hacia adelante.

 Por Mariano del Mazo

El callejón parece no tener salida: cada cantor que surge debe competir con una tradición insuperable. Por acción, reacción o calculado soslayo, el tango actual se despliega siempre en tensión con una época que intimida ya desde su título: “la década de oro”. Esa época es todavía un faro demasiado fuerte. Ilumina desde un pasado idílico de carnavales masivos, letristas inspirados, músicos que hacían bailar y silbar al pueblo, orquestas que podían pendular entre el pulso anfetamínico de Juan D’Arienzo y la elegancia de salón de Osvaldo Fresedo y vocalistas inigualables. Hoy, que el boca en boca se instaló en el WhatsApp y en las redes sociales –y que el tango atraviesa la paradoja de un vigor creativo notable hundido en la ausencia de público–, todos hablan por lo bajo de un cantor que esquiva la copia, el homenaje y la parodia y que canta con la naturalidad de quien se afeita frente al espejo. Su sobriedad incorruptible es conmovedora. Se llama Juan Villarreal. Diamante en bruto: puro talento y perfil subterráneo. Dentro del planeta Tango, ese que entra en una cajita de fósforos, ya ganó prestigio. Por fuera es un olímpico desconocido. ¿Quién es entonces este tipo de 34 años de estampa anacrónica que se ha transformado en la flamante voz de la orquesta El Arranque? ¿De dónde salió este galán que pide la guitarra en el Bar de Julio y deja a los parroquianos que ya perdieron el último subte golpeando sus vasos sobre la mesa pidiendo “otra” como marineros desaforados? De lejos. Del sur, Río Gallegos. Más precisamente de puerto San Julián. No ves que vengo de un país “Mi viejo era de San Julián, mi mamá de Trelew. La parte artística viene de papá: estudió en Buenos Aires dirección de televisión, fue docente, tocaba la guitarra y organizaba festivales. Cuando yo tenía un año se fueron a Río Gallegos. Mi infancia fue linda, de jugar a la pelota en la escarcha. Cuando cumplí 13 mis viejos se separaron.” Como en un relato de Osvaldo Soriano, por esa casa de Gallegos pasó media Patagonia. El padre organizaba un festival de folklore en San Julián y de pronto Juan Villarreal veía a Hugo Giménez Agüero conversando con ignotos chilenos o a los payadores Curbelo y Ayrala entreverarse con sus guitarras en el fondo de la casa. A veces se acercaba un personaje extraño y maravilloso llamado Amado La Fuente. “Era fanático de Gardel y del cine de terror. Estaba escribiendo un libro eterno, una especie de diccionario de tango. A la noche siempre ponía Gardel. Ahí escuché por primera vez al Zorzal.” Ignacio Varchausky no vio en Villarreal a Gardel, pero casi. En un violento salto temporal estamos ahora en el bar Ingrata, en Barracas, en 2010. Alguna vez Varchausky se metió en el tango a causa de su devoción por Corsini y Gardel; alguna vez descubrió para El Arranque a Ariel Ardit en El Boliche de Roberto, en Almagro. A la historia le gustan las coincidencias, los cruces: causas, azares y déjà vu. En Ingrata actuaba Federico “Bruma” Ottavianelli, que en un momento invitó a subir a Juan Villarreal. Villarreal hizo “El sueño”, un estilo de principios del siglo 19 que grabó Gardel. “Quedé impresionado por la verdad de su canto –recuerda Varchausky–. Hasta lo filmé con el teléfono porque no podía creer la tremenda sorpresa que me regalaba la noche. Cantó y se acompañó con la guitarra con tanto buen gusto y libertad que me resultó muy claro que se trataba de un intérprete con un potencial extraordinario. En ese momento El Arranque estaba sin cantante y todo cuadró para su incorporación.” Gardel por Amado La Fuente, el folklore por su padre y Roberto Goyeneche por motu proprio. “Me fui metiendo en el tango pero tranquilo, sin pensar en un futuro artístico”, dice. El padre le escondía información: Juan Villarreal se enteró casi de casualidad que él tenía un grupo vocal llamado Los Huanca Huija, que hasta llegó a actuar en Cosquín. “Mi viejo era un tipo impresionante. Me di cuenta cuando murió. Empezó a salir gente de todos lados que lo conocía. Como en El gran pez. Me hubiera gustado que viera esto que me está pasando. Algo llegó a vislumbrar. Su mujer me dijo que estaba muy orgulloso de mí. Me dejó en paz, a mí nunca me había dicho nada. Un momento inolvidable fue cuando lo trasladamos en un avión sanitario desde Río Gallegos a Buenos Aires. Era julio de 2006, la noche de ese tremendo granizo. Se estaba muriendo, y cantó desde la camilla ‘Recuerdos de Ypacaraí’.” “Recuerdos de Ypacaraí” es uno de los 14 temas que integran Tango y criollismo, el disco que Villarreal grabó junto al bandoneonista Marco Antonio Fernández y que presentan en marzo en el Vinilo. El repertorio es extraño: no hay una línea estética, es como un fogón íntimo. Un menú de bodegón. El concepto está focalizado en el sonido: la economía de una voz seca, sin afectaciones, entonada, acompañada por guitarra y fueye, resulta una proyección de algo esencial que desnuda cada una de las piezas que canta Villarreal. La voz de Villarreal no arropa; desviste. El disco larga con “Zamba del ángel”, de Hugo Díaz y Ariel Petrocelli, y cierra con “Pa’l que se va” de Alfredo Zitarrosa. En el medio, una serie de tangos destaca por su criterio melódico, como “Tú” (Dames-Contursi), “Cuando tallan los recuerdos” (Rossi-Cadícamo), “La que murió en París” (Maciel-Blomberg), “La novia ausente” (Barbieri-Cadícamo), o como en “Absurdo”, el vals de los Expósito. O en “El resero”, cuando Villarreal se prueba el traje folklórico de Ignacio Corsini. Todo austero, todo poblado de silencios, sin artificios ni alardes. Vuelve Varchausky, productor de Tango y criollismo: “En Juan no existe la impostación, no hay personaje, es todo verdad. Su canto es siempre creíble, cercano”. Deja que entre el sol Movilizado menos por la vocación que por el desdén de la post adolescencia, después del secundario Juan Villarreal se fue a estudiar periodismo a la Universidad de La Plata. En una pensión lo esperaba su hermano mayor. Se instaló en la pieza, y empezó –como diría Jaime Roos– su vida número dos. “Me anoté en periodismo un poco por mi viejo. El decía que la comunicación era el futuro... ¡y tenía razón! Pero en la facultad duré un año nomás. La pensión era un lugar increíble. Quedaba en Diagonal 80, entre 1 y 2, y estaba llena de estudiantes de todo el país. Ahí empecé a animarme a cantar. Mientras laburé en mil cosas: haciendo delivery, en un locutorio, en un kiosco. Siempre en negro, por dos mangos. Lo que más me gustaba era guitarrear con mis amigos.” Una noche ocurrió la que mucho más tarde se conoció como “La velada de las pataditas en la ojota”. Ya lanzado al ruedo folklórico amistoso de los estudiantes del interior reunidos en asados largos, Villarreal pasó del solitario estudio de Gardel a la lupa puesta sobre los diferentes Goyeneche: el cantor de Salgán y Troilo, el solista, el fraseador crepuscular. Una noche estaba festejando un cumpleaños con ese grupo de amigos en el restaurante Cangas del Narcea, de la calle Beruti, en Palermo. Un tipo cantaba tangos. Cuando terminó preguntó si alguien se animaba a hacer “algún tanguito”. Era diciembre de 2005. Villarreal estaba en remera, bermudas y ojotas, y azuzado por la barra subió. El tipo miró su traza y comentó: “Pibe, el tango no se canta en ojotas”. Y mientras Villarreal se acomodaba en el taburete él le pegaba pataditas en la ojota, sutilmente. “El viejo estaba justo entre la broma y la mala onda. Canté ‘La última curda’ y, sinceramente, la rompí. Cuando terminé el viejo vino a abrazarme, llorando. Los del local me regalaron una botella de champagne... Le fui encontrando el gustito a la cosa. Volví a cantar ahí la semana siguiente.” A partir de entonces inició un frenético itinerario de novias, orquestas y rebusques varios, casi como un beatnik tanguero que finalmente terminó con pelo largo y barba haciendo artesanías y ganando muy buen dinero en la Córdoba profunda. El beatnik elegante mutó en hippie guitarra al hombro, que en los fogones en lugar de “El oso” cantaba “Mi noche triste”. “En fin, anduve primero con el tango por todos lados. Me iba bien, pero quería algo más. Hasta llegué a viajar a Río Gallegos, a un festival que organizó mi padre... Fui cantor de la orquesta Unitango, pero seguía trabajando en un supermercado. Me hice amigo de Cucuza Castiello y de Moscato Luna. Frecuentaba el bar El Faro... Volvía a las seis de la mañana a La Plata para entrar a las ocho al supermercado.” Recuerda Cucuza Castiello: “A Juan lo conocí cuando fuimos rivales en el Certamen Hugo del Carril. Me cayó fenómeno. Cuando lo escuché cantar pensé: ‘Estoy en el horno’. Después me lo llevé a El Faro... ¡Y lo adoptamos! Soy su fan. Para mí es la mejor aparición de los últimos tiempos. Una fiera”. Villarreal dormía un par de horas por día, o no dormía. Estaba harto de ser un asalariado. Con el poco dinero que juntó y un alquiler del sur decidió dar otro volantazo e irse por un tiempo a Córdoba. “Me tomé el piro el 10 de diciembre de 2009 a Icho Cruz, a pasar Año Nuevo con unos amigos. Conocí a dos artesanos y me fui quedando. Aprendí a hacer pulseras de cuero y macramé. Me sentí el tipo más libre del mundo, todo el día fumando, tranquilo... ¡y encima vendía bien! Yo venía de ser un esclavo en el supermercado... Descubrí otro mundo. A la noche sacaba la guitarra y cantaba. Conocí a una chica que hacía jazz, que me invitó a cantar en un boliche. En ese boliche la gente me aplaudía, me daban de cenar, sacaba unos manguitos. Era feliz. Estuve un buen tiempo así. Después se fue pudriendo con la policía. Me incautaron las artesanías un par de veces en Carlos Paz, y volví a Buenos Aires.” Tomó clases de canto con Ariadna Prime, aprendió a manejar el diafragma, escuchó por primera vez la palabra “glisando” y descubrió que la impostación no es otra cosa que ocultar la voz propia. “Primero, sí, cantaba con mi voz: no conocía otra. Era la época de los asados. Después conocí otras, y quise de alguna manera imitarlas. Ahora trato de volver al comienzo.” Y la guitarra. “Ahí me siento seguro. Es importante la guitarra en el tango. Es una espada.” Hasta que llegó la bisagra: la noche de Barracas, Ingrata, El Arranque. Hoy está a punto de grabar con la orquesta, y también ya tiene craneado otro álbum en plan solista. “Una vez que presente el disco con Marco Antonio Fernández, quiero indagar otros repertorios. A mí no me salen los tangos reos... Será porque no soy porteño. Quiero grabar temas nuevos, cosas del Tape Rubín, de Juan Serén, que tiene un bolero que me mata llamado ‘Alejarnos’. Ayer escuché ‘Palabras sin importancia’ por el Tata Cedrón y me puse a llorar. También tengo algunas melodías mías que a lo mejor se convierten en canciones. Ah, y quiero grabar una canción de Lucas Martí.” Tal vez, la acechante sombra de la década de oro del tango termina exactamente en la naturalidad de gente como Juan Villarreal.

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“Mi viejo era de San Julián, mi mamá de Trelew. La parte artística viene de papá, tocaba la guitarra y organizaba festivales. Mi infancia en Río Gallegos fue linda, de jugar a la pelota en la escarcha.” Juan Villarreal
 
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