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Domingo, 23 de febrero de 2014

SIEMPRE NOS QUEDARÁ ROMA

Cine La nueva película de Paolo Sorrentino, La grande bellezza, nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera y gran favorita de la crítica, es una suerte de homenaje del director napolitano a la obra de Fellini, especialmente a La dolce vita. Rodada en Roma, protagonizada por un escritor flâneur, mordaz y cínico –el genial Toni Servillo–, es una mirada sobre el momento crítico que atraviesa la realidad europea y también una historia de Italia y su cine, sus sueños de grandeza y su presente de desencanto.

 Por Paula Vázquez Prieto

Paolo Sorrentino, algo más que una de las grandes promesas del cine italiano actual, ensaya con clara conciencia de sus deudas con el pasado, sobre todo con la obra del mítico Federico Fellini, una película tan ambiciosa como inusual sobre un mundo en decadencia, casi apocalíptico, que nada tiene que ver con la ciencia ficción, ni las catástrofes, sino que define en su forma eléctrica y estridente el momento crítico que atraviesa la realidad europea. Su alter ego es Jep Gambardella (interpretado por el genial Toni Servillo), un escritor y periodista del jet set romano que hace gala de un cinismo y un desencanto tan letales como el de Marcello Mastroianni en La dolce vita, lúcido en su creciente amargura y no por ello menos incómodo como clara nota disonante en un universo homogeneizado por la chatura y la frivolidad. En plena nocturnidad, donde las luces febriles de una discoteca circundan a una masa humana indefinida que se mueve al son del ritmo electrónico, de tragos efervescentes y cigarrillos humeantes, en ese delirio tan absurdo como placentero, Jep rasga la aparente pasividad de su entorno para introducirnos en un itinerario ecléctico y abigarrado por una ciudad llena de recuerdos y decepciones, de olvidos y socorros. “Ya es hora de que recuperemos nuestra energía. Estamos debilitados a causa de las circunstancias actuales y creo que el cine puede cumplir un papel para ayudarnos a despertar”, reflexionaba el director napolitano en la presentación de su película en el último Festival de Cannes.

La grande bellezza –sensación crítica en Europa y nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera, con amplias posibilidades de llevarse el premio– es el regreso a la primera plana de Sorrentino, luego de la celebrada Il divo (2009), sobre la vida política de Giulio Andreotti, sus escándalos y su rol como líder en la democracia italiana de la posguerra. Aquella historia de traiciones y corrupción, también deudora del pasado italiano que gravita sobre la obra del director, instaba a una mirada más hermética sobre la política italiana, condensada en esos planos ominosos que anticipaban el estallido de un período signado por el poder y el abuso de sus mecanismos de sostenimiento. Dos años después, luego de algunos cortos y producciones para TV, realizó –fuera de Italia y hablada en inglés– This Must Be the Place, con Sean Penn como un rockero retirado –extraña fusión psicodélica entre el líder de una secta y el cantante de The Cure–, quien, tras la muerte de su padre, un sobreviviente del Holocausto, decide cobrar venganza por aquellas matanzas y perseguir de manera obsesiva y errática a los criminales nazis por las planicies de Estados Unidos. En ella permanecen el colorido y la alternancia convulsa entre tomas circundantes e intempestivos cortes, pero Sorrentino introduce una novedad que arrastra a su última película: esa certeza de que su cámara puede ir a donde él quiera, mientras que la suave luminosidad de los paisajes abiertos transforme ese viaje en un lento proceso de autoconocimiento.

En La grande bellezza regresa al presente italiano, a los espacios conocidos, donde su condición de napolitano y migrante, sumada a su intensa cinefilia, se trasladan a su personaje y se convierten en esenciales para la relación que propone con el entorno. El mundo de Jep Gambardella se fusiona con la historia de Italia en su versión cinematográfica, aquella que se ha cimentado en sus largos años de Cinecittà (el gran estudio creado por Vittorio Mussolini en el final del fascismo, que fue la usina de producción cinematográfica más importante de la Europa de la posguerra), donde se recrearon fábulas y relatos de héroes y villanos. Todo se construye como una metáfora, donde ese sueño de grandeza, de bellezza, que reconoce antecedentes imperiales, se revela con la misma ambigüedad que cargaban los viejos decorados del cine épico: verdaderos e irreales, creadores de una ilusión tan falsa como necesaria. Sorrentino absorbe la forma errática y dispersa de los medios de comunicación modernos, su música sin cuerpo, su festividad destellante, su fragmentación discursiva, para exponer una oda cinematográfica a la pérdida y la desilusión.

“No hay una única persona que haya inspirado el personaje del escritor Jep Gambardella”, contaba al diario español ABC. “Está compuesto por muchos personajes que he conocido a lo largo de mi vida, por ejemplo en Nápoles, la ciudad de donde provenimos tanto Toni Servillo como yo. Allí, ambos conocimos gente de todas clases, gente que vestía con una elegancia casi londinense, capaces de combinar ese estilo con una actitud muy ligera ante la vida.” Considerado un exquisito provocador y resistente a ser considerado el nuevo Fellini, Sorrentino evoca el espíritu de su Nápoles natal, preservando esa distancia que le permite que Roma lo sorprenda y lo fascine al mismo tiempo. En ese sentido, pese a su resistencia, busca hermanarse con el gran Federico, quien también imaginaba una Roma extraña y seductora que impactaba en los ojos del recién llegado desde la periferia. “Si existe la ironía en esta película, se debe seguramente a Nápoles (...). El personaje de Toni Servillo está vinculado con un tipo de napolitano en vías de extinción que sabe conciliar con naturalidad la profundidad y la superficialidad sin ser snob. Es el que antes iba a los cócteles con las estrellas de la televisión y luego se veía con Alberto Moravia.”

Si en el cine de Fellini todo era artificio, aquí Sorrentino lleva esa operación de extrañamiento un paso más allá: despoja a su personaje de todo signo de candidez y misericordia para convertirlo en un agente implacable de una mirada mordaz e intransigente. Es cierto que, por momentos, tenemos la sensación de estar sumergidos en esa misma podredumbre que habita en las aguas del Tíber, casi como un fantasma embriagado de Campari; sin embargo, esa estética videoclipera asfixiante y opresiva es la única herramienta posible que encuentra el director para dar fuerza a su película. Pensada como un pisotón a destiempo para el desprevenido espectador, La grande bellezza quita todo rastro de idealismo para exponer una percepción física, concreta, donde el sexo, la gloria y el respeto se transforman en signos materiales de un agotamiento que necesita hacerse evidente para revertirse.

La capacidad de reinvención de aquel prestigio de la cinematografía italiana que inundó al mundo en el inmediato post-neorrealismo se fusiona en el panorama del cine italiano contemporáneo con una nueva poética visual que también resultó atractiva para el director Mateo Garrone en Reality (estrenada en Buenos Aires el año pasado). Ahora bien, la ambición de Sorrentino excede una lectura inmediata de la realidad mediática tras la hegemonía berlusconiana y se traduce en un anhelo de trascendencia más profundo. Los juegos visuales, los ralentis, la expansiva omnipresencia de la cámara, anuncian una perspectiva más libre, cercana a la idea de profanación. Por ello, Roma parece la ciudad más adecuada, donde conviven los rastros de lo sagrado, de la fundación del mundo cristiano, con la permanente sensación de pecado y festividad que aparece en el baile y en la música.

En esa danza que nos propone Sorrentino, la misma que aparenta disfrutar Gambardella en la celebración de su 65º cumpleaños, luego de años de aridez creativa y prisionero de un presente vacío y estancado, es el desafío definitivo a la lógica del sentido, imponiendo una estructura episódica que se conecta desde el espíritu y la sensibilidad antes que desde el gran relato. Ya no existe la historia unida de principio a fin, sino que ese camino de descubrimiento se torna ajeno a la comodidad de la reflexión solemne y se revela extasiado en sus propios recovecos.

Es que la comodidad nunca es tal en este universo de despliegue infernal, casi a contrapelo de la voluntad de introspección que intenta nuestro antihéroe en sus sucesivas confesiones íntimas. La llegada del marido de un viejo amor de su pasado, una mujer que le recuerda sus años de espíritu revolucionario y voluntad de cambio –explícitamente asociada a las jornadas de Mayo de 1968–, instala un tiempo de meditación condimentado con la hostilidad propia de toda frustración. Frustración que le permite lidiar con declives históricos como el de la Iglesia Católica y el del Partido Comunista, que luchan por no perder su condición de pilares de la vida italiana.

Ese tiempo que pasó, ese amor que no fue, esa revolución que se diluyó con el correr de los años para convertirse en la celebración de la mediocridad y la autoindulgencia, es para Gambardella –como para Sorrentino– el signo más evidente de una generación que intenta acomodarse a los nuevos tiempos. “Lo que me resultó más interesante –señaló en una charla con la revista Film Comment– es poner en escena ese momento en el que un hombre se da cuenta, con sufrimiento y dolor, de que en el pasado hubo un tiempo en el que fue feliz porque el presente y el futuro coincidían, eran la misma cosa. En la edad adulta, el futuro y el presente dejan de coincidir.”

No obstante, la marca visible de un estado de angustia y desazón no es el estallido sino esa conducta del flâneur, como indica Manohla Dargis en su crítica de The New York Times citando a Walter Benjamin. “Jep es el vivo retrato del paseante urbano del siglo XIX”, que encuentra en las calles de Roma ese placer de mirar triunfante a su alrededor, cómodo en su extranjería, susceptible de una violencia muda que expresa su profunda disconformidad. Como el mismo director ha señalado en varias entrevistas, la misma condición de la Unidad Italiana allá por fines del 1800 selló un destino de amalgama en la constitución del país, por lo que la constante presencia de migrantes y extranjeros se ha convertido en la norma. Esa sensación que Jep transmite en su paseo intermitente por el pasado de su vida y sus recuerdos es la misma que habita el cine de Sorrentino, que coquetea con la hermandad de sus antecesores como Ettore Scola, Marco Ferreri o el mismo Fellini, pero que mantiene el equilibrio que le otorga la convicción de ser sólo un visitante.

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