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Domingo, 23 de marzo de 2014

GRITOS Y SUSURROS

CINE I Pocas películas se habían zambullido en el particular y algo alienado universo de los sonidistas. Ambientada en los ’70, cuando los efectos de sonido todavía se producían por medios materiales, Berberian Sound Studio recrea el escenario y los personajes del giallo, ese bizarro género que dio obras maestras en manos de cineastas como Dario Argento y Lucio Fulci. Con Toby Jones como protagonista, el director inglés Peter Strickland consigue no sólo indagar en los aspectos más oscuros y desconocidos de aquellas películas, sino que también les rinde tributo sumergiéndose de a poco en su perturbadora atmósfera.

 Por Mariano Kairuz

Hay un placer tremendamente morboso en escuchar los gritos de espanto y dolor de las musas del giallo, ese cine de terror italiano que alcanzó su gloria en los ’70 y ’80 con las obras maestras de Dario Argento, Sergio Martino y Lucio Fulci. La violencia que sufrían las mujeres en este género se enmarcaba en distintos tipos de relato, pero uno de los favoritos era el de brujas ancestrales condenadas a arder como en la Edad Media. Para algunos, la recurrencia de este tipo de argumentos indica claramente el machismo de quienes hacían estas películas; para otros, por el contrario, lo que estas películas hacían no era sino identificar y tematizar este sexismo feroz. De esta ambigüedad o contradicción es que trata en parte Berberian Sound Studio, la segunda película del inglés Peter Strickland, que pasó por el Bafici y con bastante retraso llega a las salas porteñas el próximo jueves.

Berberian Sound Studio aborda el giallo y su relación con las mujeres justamente a través de ese grito descarnado que tanto placer morboso ha prodigado. El protagonista de la película es un hombrecito gris de mediana edad llamado Gilderoy (Toby Jones, el otro Capote, el que opacó Seymour Hoffman), experto en sonido cinematográfico en una época en que el cine todavía era analógico y los efectos de sonido debían fabricarse físicamente, con materiales sólidos. Estamos en los ’70: el hombrecito gris llega a un estudio italiano sin saber para qué tipo de película fue contratado. El film dentro del film lleva el enigmático título de El vórtice ecuestre, y Gilderoy asume que es un drama con caballos, pero enseguida se encuentra con que se trata de un artefacto de horror sanguinolento, de esos que –citando al clásico Suspiria– se ambientan en internados para jovencitas e incluyen brujas, demonios y destripamientos. Sus imágenes explícitas pronto empiezan a perturbarlo. “Nunca había hecho una película de terror”, dice, a lo que el evasivo, elegante y mujeriego director, Santini, le espeta que “esto no es una película de terror, es una película de autor, una película de Santini”. Una película que, agrega Santini poco creíblemente, se propone “denunciar” (y no explotar) toda esa violencia contra las mujeres que tan gráficamente está poniendo en pantalla. Pero lo que puede verse en el estudio de posproducción, el making off, indica otra cosa: Santini y su intimidante productor tienen por costumbre acosar y abusar de las chicas que trabajan en sus películas. Gilderoy –de quien sabemos que vive con su madre, y que todas las mujeres con las que se cruza parecen intimidarlo– lo observa todo sin saber nunca cómo reaccionar.

Lo que pone a la película de Strickland por encima de la recreación, del homenaje o la imitación cinéfila, es una arriesgada apuesta formal: si sabemos que la película dentro de la película (El vórtice ecuestre) es gráfica y sangrienta, es por lo que dicen de ella los personajes y por las sesiones de grabación de sus brutales efectos de sonido. Pero, con la excepción de su secuencia de créditos inicial –una hipnótica sucesión de dibujos en rojo y negro– nunca vemos ni una sola imagen del film.

La obsesión de Strickland por el sonido analógico y experimental del cine de terror se remonta a su adolescencia. Hijo de maestros (ella griega, él inglés), criado en Reading, Berkshire, en los ’70, Strickland tenía 16 cuando descubrió el Scala Cinema de Londres, la sala donde aprendió a ver de todo, de Tarkovski al maese del giallo Fulci. Con ese cóctel en la cabeza y una pequeña herencia familiar, comenzó a desplazarse por Europa del Este, mientras financiaba él mismo su primera película, una historia de violación y venganza filmada en Transilvania y titulada Katalin Varga, que quedó inconclusa mucho tiempo por falta de fondos, pero que cuando en 2009 comenzó a recorrer festivales lo convirtió en la nueva gran promesa del cine inglés y le garantizó financiación para su siguiente proyecto.

Recibida con elogios aun mayores que los de su ópera prima, Berberian busca reproducir la sensación de estar en un estudio de sonido, con su equipamiento pesado, tan lejano de la asepsia de la tecnología digital, y el tipo de experiencias a veces absurdas que involucra la producción de efectos sonoros; el ejercicio de alienación que lleva a un sonidista y su equipo a pasarse horas acuchillando sandías y repollos para simular el acuchillamiento del cuerpo de una bruja, o grabando el tenue hervor de una olla de vegetales para reproducir un aliento proveniente del más allá. Experimentación, abstracción, alienación. Habiendo integrado él mismo una banda de música experimental (la Sonic Catering Band, que producía música concreta trabajando con alimentos crudos), Strickland estudió con fruición el mundo de los sonidistas, y encontró la matriz para su película en las historias de varios músicos vanguardistas que en los ’60 y ’70 se dedicaron a hacer algo de dinero extra produciendo trabajos “raros” –entre la música atonal, la disonancia, el free jazz y la psicodelia– para el giallo. “El cine de terror de los ’70 y ’80 tiene una particularidad increíble en sus banda sonoras –dice el director–. Por un lado, la gente que desprecia ese cine probablemente valoraría esta música experimental si la escuchara fuera de los films; y la gente a la que no le gusta la ‘música difícil’ acepta ciertas bandas sonoras experimentales en el contexto alterado de los films de terror, como es el caso de Penderecki en El resplandor.”

Strickland cita entre sus inspiradores nombres hoy no tan populares, como los de Bruno Maderna, Goblin, Berio, Zucceri, el Gruppo de Improvisazione Nuova Consonanza. Y las biografías de algunos maestros del sonido que sugieren que hay una línea directa entre este tipo de especialización y la locura. Caso testigo, el de Phil Spector; pero también el del menos recordado John Meek, cantautor y productor discográfico pionero obsesionado con el ocultismo, que llegó a disponer sus máquinas en el patio de su casa con la intención de grabar voces del más allá, hasta que en 1967 terminó con todo, pegándole un tiro a su ama de llaves y otro a sí mismo.

A mitad de camino, Berberian comienza a ingresar en una zona alucinatoria que sugiere estas historias de locura y remite un poco al David Lynch de Mulholland Drive o Inland Empire. Hay un cine ahí, dice, de locura y violencia, muy estimulante, y que ya casi no se hace. “Algunos pensarán que Berberian está en contra del cine de terror”, dice Strickland, pero no, solo está en contra de los realizadores de terror que intentan defender su propio barbarismo. “El giallo me gusta no por su sadismo o su argumento, sino por sus riesgos, por su psicodelia y su atmósfera. Por eso amo las películas de Lucio Fulci: porque él no defiende su trabajo para nada: él dice que es terror y entretenimiento, y no busca excusas.”

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