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Domingo, 28 de septiembre de 2003

INSTALACIONES

Bajo el signo de acuario

El agua llegó al Malba: líquenes que invaden la sala, irupés de los esteros del Iberá que flotan en el estanque, agua que corre entre rocas, hongos que trepan por las columnas y algas que toman los árboles en medio de un clima de pantanal. Diseñada para experimentarse con los cambios de luz a lo largo del día, Sed se vale de la fotografía, el video, los textos, el sonido y los objetos para conjugar lo milenario de la cerámica de Leo Battistelli y la modernidad del plástico de Marta Ares. El resultado: una obra conjunta que respira, bajo el signo del agua, un cuidado poco común en la Argentina.

POR MARíA GAINZA
Si visita el Malba en estos días. no se olvide de llevar escafandra. De última, el snorkel de su hijo lo puede sacar del paso. A no ser que usted sea una de esas personas que pueden contener la respiración debajo del agua durante media hora, que es el tiempo que –minutos más minutos menos– se necesita para ver una muestra de Marta Ares y Leo Battistelli en donde la idea de la sed –la apremiante necesidad de agua– funciona como disparador y termina inundando la planta baja del museo.
Sed es un paraíso artificial que transpira por todos los costados: líquenes multiformes invaden el espacio; irupés de los esteros del Iberá flotan amables en el estanque; agua corre entre las rocas; hongos trepan por las columnas; bichos se arrastran sobre el terreno y algas que destellan como gemas toman los árboles. El clima es de pantanal y recuerda los recintos reservados a la selva subtropical en los zoológicos norteamericanos con ese aire pegajoso que voltea. Pero en este “lugar de placer” –como más tarde lo definirán ambos artistas–, algo huele mal. Un globo terráqueo cúbico copado por sanguijuelas anuncia la fragilidad del ecosistema al ingresar a la sala y sobreviene una sensación de catástrofe. En “Charco”, las baldosas hechas de barro de las islas del Paraná semejan el vasto río marrón. Pero es un Paraná extraño, con juncos de cerámica esmaltada que transmutan entre vegetales y filamentos monstruosos y una gran bola de luz que como una luna naciente pende romántica pero también peligrosamente a pocos centímetros del agua. Después están los clones de agua que se multiplican por las paredes, napas de agua amarilla que se desbordan y de nuevo los líquenes –organismos capaces de señalar grados de contaminación ambiental– que aparecen aquí y allá. Son una señal. Y en su imperturbable gracia, que evoca los diseños de las vasijas de cerámica del minoico medio, pronostican la calma antes de la tormenta.
A comienzos de la década del ‘60, James Graham Ballard escribió cuatro novelas sobre la muerte de la civilización por diferentes desastres ecológicos. La sequía y El mundo sumergido (las otras dos son El huracán cósmico y El mundo de cristal) podrían articularse como los dos estadios entre los que funciona la muestra. En La sequía el mar está tan contaminado que una insólita capa sobre el agua impide su evaporación. Sin evaporación, no hay nubes, y sin nubes no hay lluvia. Así, la falta de agua, ese recurso que damos por descontado (y de cuya escasez e importancia somos más conscientes ahora que en 1963, cuando Ballard escribió la novela), trae consigo el declive de la civilización. En El mundo sumergido el escenario son los pantanos, lagunas y junglas subtropicales que cubren la mayor parte de la superficie terrestre a causa de un aumento del calor del sol. Imágenes de ambos mundos resuenan en la muestra. Pero centrándose en una temática típica en la ciencia ficción inglesa de mediados del siglo XX, Ballard fue más allá y decidió fijar la descripción de los cambios no tanto en el planeta sino en el interior de los seres humanos. Es la exploración del espacio interior –el traje de buzo metafórico– lo que finalmente vincula las imágenes acuáticas de la muestra y las poesías de Ares (que desde backlights y paredes exhortan a saltar, zambullirse y dejarse caer) con estos relatos, y las devuelve como una topografía del inconsciente. No es casual que André Breton comparara sus estados anímicos con las madreporas del fondo del mar que, según él, parecen congelar sensaciones psicológicas. Sed echa un vistazo a un universo interior en donde nosotros –los antihéroes postballardianos– deambulamos con la continua sensación de que en cualquier instante el agua puede desaparecer o arrasar con todo.
Se dice que sólo un cataclismo puede devolver los restos fósiles del fondo del mar nuevamente a la superficie. Cuando Darwin escribe en Viaje de un naturalista alrededor del mundo: “Siempre causa extrañeza encontrar, a 14.000 pies sobre el nivel del mar, conchas y restos de animales que en otros tiempos se arrastraban por bajo las aguas. Las capas inferiores han sido dislocadas, cristalizadas y casi confundidas entre sí por la acciónde enormes masas de granito amarillo”, podría estar plantado frente a la muestra. Es verdad que en la obra “Napas/Agua en movimiento-Agua estancada y sembrado de huevas” (realizada en conjunto por los artistas) los trozos de cerámica verde recuerdan caparazones marinos y que el agua congelada en desnivel semeja el movimiento de capas terrestres. Que más allá las gotas de porcelana rota parecen estalactitas, que “Vertiente” podría ser una formación rocosa tallada a lo largo de millones de años por la erosión del agua, que los juncos están petrificados y que el interior de los canales simula el esqueleto de algún animal desaparecido. Pero en Sed las cosas se deslizan, superponen sentidos de un instante a otro. No bien creemos presenciar cómo la vida animal y vegetal retrocede a la edad triásica, los colores brillantes, la pintura sintética y la resina poliéster interrumpen y nos devuelven un mundo de fantasía, de escenografía berreta de pecera de la infancia. Entre estas dos cualidades, lo milenario y delicado de la cerámica de Battistelli y la modernidad y lo todo terreno del plástico de Ares se tensa Sed. Con artistas que se contagian, se entremezclan, pero nunca se funden.
Nacido en Rosario, Battistelli se internó el año pasado a trabajar en la fábrica de porcelanas Verbano donde refinó su técnica poniéndose en manos de los que saben. Autodefinido como un anfibio por su pasión por el agua –de hecho trabaja de guardavidas en piletas durante los veranos– juntó con su kayak en las islas del río Paraná el barro para realizar las obras y jura que tuvo que bailarle encima varios discos de Fat Boy Slim para lograr amasarlo. Ares, en cambio, es una artista de Buenos Aires, multidisciplinaria, absorbida por la noción de que “una idea cambia según el material con que la resolvés” y que en Sed logra mediante la fotografía, el video, los textos, el sonido y los objetos todo un mundo bajo el signo de acuario.
Diseñada por la curadora Adriana Lauría para experimentarse con los cambios de luz a lo largo del día, la muestra funciona mejor de noche cuando la luna naranja y el reverberar de la imágenes de video sobre el ventanal hipnotizan y un clima acuático se apodera del lugar. De día, subyace una sensación de estar viendo algo que parece una instalación pero que en realidad está planteado con una noción de objeto que es mucho más fuerte que la noción de espacio (vinculado quizás a una circunstancia específicamente argentina: un país donde hay pocos lugares que realmente estén en condiciones de funcionar con la noción de instalación y donde no existe un coleccionismo de instalaciones). Entonces es con la caída del sol cuando la muestra termina por instalarse.
Desde afuera y en la penumbra de la noche, el enorme ventanal potencia el diálogo entre las dos naturalezas: la de afuera y la de adentro del museo (y esto sí es un acierto). Si deambula por la calle San Martín de Tours, con tiempo para sumergir su mente unos metros, pegue la ñata contra el vidrio y tal vez se haga una idea de qué habrá sentido el Capitán Nemo cuando, desde su cabina de observaciones, recorría las aguas y de paso acrecentaba su colección de especies extrañas, convirtiendo así a su “Nautilus” –léase Malba–, en una herramienta de exploración submarina y a la vez, en un museo.
En Sed la mirada romántica hacia una naturaleza amorosa está tironeada –como toda relación de amor– por el miedo a perderla. Battistelli viene trabajando sobre su preocupación ambiental hace rato. En el proyecto Villa Remanso su idea es transformar una villa de emergencia en una villa del arte y de paso sostener el ecosistema del entorno natural y rescatar estéticas artesanales perdidas por la industrialización. A Ares también le preocupa la falla. En los clones de agua que asaltan las paredes como un virus endemoniado, en “Plasma”: memorias, misterios e inmuebles donde las fotos y textos sugieren una historia fragmentada, en las sensuales pilas de quebracho donde el agua se ha tornado roja y espesa y en las algas que escapan del museo para trepar a los árboles, algo se está saliendo de sucauce. Hay un desperfecto. Y uno cruza los dedos para que el limpiador de fondo funcione y el ventanal no termine cubierto de moho.

Sed de Marta Ares y Leo Battistelli puede
verse en el Malba hasta el 3 de noviembre.
La entrada es libre y gratuita. Los horarios:
de jueves a lunes de 12 a 20 y los miércoles hasta las 21 (los martes, cerrado).

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