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Domingo, 6 de abril de 2014

VUELTAS EN LA CAMA

 Por Alan Pauls

(Todo esto debe ser leído como dicho por alguien que se despierta en mitad de la
noche y rumia.)

Las alarmas del doctor Castro. En quince días, dos primicias periodísticas sensacionales. Todo un record. La primera, anunciada como “Documento Exclusivo” por el diario que la publica, exhuma una temprana composición escolar en la que Norberto Oyarbide, hoy asediado juez de la Nación, entonces un aplicado alumno de gomina y noeud papillon, anunciaba con bombos y platillos su máxima aspiración para la adultez: ser un ciudadano honesto. La segunda, calificada de “escalofriante” por el canal que la pone al aire, revela la lobotomía –¡a manos de un cirujano norteamericano!– que Perón mandó hacerle a Evita cuando los dolores del cáncer empezaban a volvérsele intolerables. Me intriga el rango peculiar en el que se mueven los “Expedientes Castro”: del candor al gore, del prontuarismo risueño a la excavación truculenta. El expediente Oyarbide (presentado como evidencia flagrante de la más melodramática de las traiciones, la que el hombre le inflige al niño que alguna vez fue) me invita a prever temblando otros que acaso engalanen la serie: los controles de matemáticas que Kicillof no aprobó, la confusa libreta de ahorro de De Vido, las listas de invitados a los pijama parties de Máximo K. Del segundo me llama la atención el desatino de la palabra “escalofriante”. Yo hubiera puesto “conmovedora”, porque eso –emoción– es lo que me produce en el fondo el método –reconozco que algo drástico– que se le ocurrió a Perón para aliviar a su esposa de sus sufrimientos.

Name names. Para matar el blanco de la noche, manoteo la autobiografía de Werner Schroeter. Error, salvo que en plan sedante uno opte por meter los dedos en el enchufe (que, ahora que lo pienso, con el sonambulismo, fue uno de mis deportes favoritos de chico). Schroeter es operístico, pero le creo todo; y creerle a Schroeter es creer que hay gente que puede vivir como en una novela de Copi. (No sé si le creo, en realidad: en el libro de su vida todo pasa tan rápido que no hay tiempo de creer, ni de descreer.) Sus películas –el colmo del under gay alemán de los ’70/’80: experimentos improvisados y salvajes, llenos de divas heroinómanas y planos subexpuestos– siempre me han dejado más bien frío, pero su vida me divierte y alecciona. (También, vergonzosamente, me enorgullece: Schroeter, que estuvo en todas partes y pasó por todas, dice que sólo hay un lugar en el mundo donde realmente tuvo miedo: la Argentina de 1979.) Hay un único problema: el name dropping. ¿Por qué hay tanto name dropping en las autobiografías de varones gays? ¿Por qué incluso alguien bastante conspicuo como Schroeter cae en el tic de nombrar a cuanto pelafustán notorio lo saluda, lo elogia o lo ignora? En los diarios de Warhol, el name dropping es tan extremo que hace serie con otras compulsiones: la de consignar hasta el más ínfimo gasto cotidiano, por ejemplo. En los relatos porteños de Raúl Escari es un ejercicio de admiración rencorosa; en Schroeter, una mezcla de deferencia y de injuria. Pienso en algunas retóricas mundanas que puedan alimentar esa pasión ambivalente: la crónica social, el mailing, la lista. Pienso en la cultura groupie, tan esclava del nombre propio y tan presente, siempre, en el testimonialismo homosexual. Pero nada me satisface. (El insomnio no es el mejor lugar para la satisfacción.) Pienso en ciertos grandes name droppers que mencionan al famoso sólo por su nombre de pila, de modo que uno se ve siempre obligado a preguntarles: “¿Robert qué? ¿Qué Catherine? ¿De qué Britney estás hablando?”.

Sexo en la calle. Me incorporo en la cama y por la ventana veo el container para reciclables plantado en la calle, con la puerta completamente abierta, enrostrándole al mundo que duerme las pocas tripas de vidrio, plástico y cartón que le dejó una ronda de cirujas precoces. ¿Qué clase de relación malsana contraje con esa especie de choza amarilla fea y orgullosa, que los containers de basura, con su verde oliva tagueado, parecen mirar de costado, con un desdén de matones? A la semana de dejarlo en la esquina ya le habían roto y robado la cerradura. Y yo, todos los santos días, como alguna clase desquiciada de devoto, voy y le cierro la puerta con un gesto solemne, como quien restaura un pudor ultrajado, y lo alimento de botellas que voy metiendo de a una por el anillo que tiene en un costado, empujando las membranas de goma negra con una suavidad que no puede no ser sexual.

Nostalgia. Veo Angel de Lubitsch y pienso dos cosas: que es obvio que Marlene Dietrich era de otro planeta y que hay ciertas experiencias clásicas del cine que ya no pueden verse sin un sobresalto de dolor. La escena culminante de la película –el momento en que Halton va a mirar el retrato de la mujer de Frederick y reconoce en ella a la misma mujer de la que se ha enamorado– queda afuera de la película, en una operación de una audacia casi suicida. Todo el film va hacia allí (clasicismo), pero Lubitsch, llegado el momento, decide privarnos de él (modernidad). Pero lo que extrañamos hasta el dolor no es la armonía del clasicismo sino la incongruencia, el efecto de brutalidad y elegancia, el escándalo regocijante que producía el gesto moderno cuando intervenía el tejido del clasicismo.

Petitorio. Antes de que amanezca o me las olvide, dos o tres pavadas que creo que cambiarían (espero que para bien) el trance de embarazarse, parir, ser madre o padre, etcétera. Una: reducción del tiempo de embarazo ya. No nos consolemos con los elefantes (veintidós meses). Hora de aprender de los perros. Dos: prohibición tajante (para obstetras, ecógrafos y demás aprendices de oráculos que revolotean alrededor del mundo bebé) de proporcionar una fecha probable de parto. Basta que un tarambana con guardapolvo diga “7 de abril” para que la vida de al menos dos personas se convierta en un largo, larguísimo capítulo de 24. Tres: abolición definitiva del uso del diminutivo, plaga atroz de maternolandia. Por favor, basta de “ropitas”, “pañalitos”, “pulmoncitos”. Un hijo es un hijo, no una “personita”.

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