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Domingo, 11 de mayo de 2014

LA MÁS RARA DEL PUEBLO

LIBROS Shirley Jackson conoció los dos aspectos de la vida norteamericana: la necesidad de pasar desapercibidos, la imposibilidad de hacerlo si se tiene lucidez. Pero condenada a la vida pueblerina, Jackson se dedicó al género del terror que revelaba la estructura profunda de la mentalidad media. Rescatada por Stephen King y Joyce Carol Oates, ahora se publica su obra mayor, Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula), ideal para empezar a desandar el camino de una autora que representó la cara oculta de los años ’50 y murió a los 48 años.

 Por Mariana Enriquez

En 1986 se editó en Argentina Ojos de fuego, la novela de Stephen King sobre una niña capaz de provocar incendios con el poder de su mente, que era buscada por el gobierno para ser usada como un arma. Ojos de fuego tenía una dedicatoria muy específica. Decía: “A Shirley Jackson, que nunca necesitó levantar la voz. The Haunting of Hill House. The Lottery. We Have Always Lived in the Castle. The Sundial”. Shirley Jackson era una escritora y la enumeración era una especie de alerta a los lectores, los textos que Stephen King recomendaba y homenajeaba. Pero ese año, si algún lector curioso hubiese querido encontrar alguno de estos textos de Shirley Jackson se habría encontrado en el desierto. O a lo mejor se hubiese topado, en alguna recopilación de “los mejores cuentos norteamericanos” con “La lotería” (“The Lottery”), el único de la lista accesible en aquel momento. Es que “La lotería” no es solamente un buen cuento: es un clásico. Desde hace más de treinta años es de lectura obligatoria en los colegios secundarios de Estados Unidos y cuando se publicó en The New Yorker en 1948 causó un escándalo: muchos lectores cancelaron suscripciones y Jackson recibió cartas que, según ella, “iban del desconcierto a la especulación y con frecuencia llegaban al abuso”. Hay que recordar que The New Yorker prefiere la ficción elegante hasta hoy, pero en los años ‘40 era una marca de clase, según explica Joyce Carol Oates en una entrevista de 2010, cuando le tocó prologar y recopilar la obra de Shirley Jackson para la edición de The Library of America: “‘La lotería’ no es muy diferente de cuentos perturbadores y brillantes como ‘El corazón delator’ de Poe, por ejemplo. Pero se publicó en The New Yorker, en ese momento mucho más que ahora un bastión de los valores de la clase media caucásica americana. La revista solía ser prolija, puritana, autorreferencial y su tono era irritante, arcaico. El cuento de Jackson sugiere que los americanos comunes, de hecho, los lectores de The New Yorker, no tienen una mentalidad tan diferente a los linchadores nazis”.

“La lotería” es un cuento de horror sin elemento sobrenatural. En el pueblo de North Bennington, Vermont, los habitantes se reúnen una soleada mañana de junio para participar de un juego tradicional en la plaza del pueblo: sacan papelitos de una caja negra, con nombres, hay una familia ganadora, esa familia elegida vuelve a participar de otra elección ahora reducida a sus integrantes y, finalmente, se llega a un ganador. En el cuento, es una ganadora. La mujer, madre de familia, se pone de pie en el medio de la plaza y, diciendo “no es justo” es lapidada, linchada, atacada con piedras hasta la muerte. Jackson les da a los lectores pistas de que esta lotería no es muy inocente, pero el brutal remate igual es impactante. Y no se trata apenas de un muy bien ejecutado relato con final sorpresa porque Shirley Jackson le aporta una densidad monstruosa: el horror de “La lotería” es la ambigüedad de la naturaleza humana, su capacidad camaleónica para el Mal. Los que se juntan en esa plaza, al inicio del relato, son un ejemplo de camaradería y afabilidad. Y de pronto, por un rito cuyo sentido han olvidado, se convierten en asesinos. Son los vecinos linchadores que por la mañana compran milonguitas, el ferretero que le pide a Dios el regreso de los militares, el cantante popular que exige un paredón de fusilamiento para los chorros.

Durante muchos años, este relato espeluznante fue lo único que podía leerse de Shirley Jackson en español, salvo algún otro cuento suelto en las recopilaciones Gran Super Terror de Martínez Roca, que dieron a conocer otras terribles delicias como “Los veraneantes” –donde Jackson vuelve, desde otro punto de vista, a su idea de que el infierno son los otros– o “El hermoso desconocido”, un cuento demoledor sobre la insatisfacción conyugal. Pero el resto de aquella lista que Stephen King había anotado en su dedicatoria como guía continuaba sin aparecer y Shirley Jackson siguió siendo una escritora conocida sólo para un grupo pequeño de interesados.

Situación que viene a resolver, en parte, la inesperada y bienvenida edición, con impecable traducción de Paula Kuffer y posfacio de Joyce Carol Oates, de Siempre hemos vivido en el castillo, la última novela de Shirley Jackson, publicada originalmente en 1962, para muchos su obra maestra, una historia de encierro y mujeres profundamente excéntrica, llena de humor y de una alienación dolorosa, narrada por la desquiciada Merricat Blackwood.

AMAS DE CASA DESESPERADAS

“Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.” Así empieza Siempre hemos vivido en el castillo, con la voz de Merricat (el apodo de Mary Katherine), la adolescente medio bruja, traumatizada y asalvajada, una narradora en la que no se puede confiar jamás, y que podría ser asesina. La novela es la historia de dos hermanas que viven solas seis años después de la masacre de su familia, asesinada durante una comida, con arsénico. Sólo sobrevivió el tío Julian, que está en silla de ruedas, y escribe inútilmente sus memorias en la aislada mansión de Nueva Inglaterra que comparte con sus sobrinas. Una de ellas es la envenenadora. Hubo un juicio, pero las pruebas no fueron suficientes para enviar a nadie a la cárcel. Los días transcurren entre el rechazo del pueblo, las escasas visitas y la llegada de un primo que viene con pésimas intenciones; las conversaciones son sobre pequeñas brujerías, comida, venenos, cuidados del gato, recuerdos del pasado. Pero esta suspensión de la vida, gótica y claustrofóbica, se va enrareciendo hasta que llega la hecatombe final, con un incendio y un fantasmagórico final ¿feliz? Después de la última e hipnótica página, la sensación es que las hermanas interdependientes, burlonas, peligrosas, quizá sean una sola persona, una sola mujer tan atormentada que ni siquiera reconoce su desdoblamiento.

Shirley Jackson murió tres años después de publicada esta novela. Tenía apenas 48 años, era obesa, adicta a las anfetaminas y los tranquilizantes, tomaba mucho alcohol y estaba enferma del corazón. Hacía tiempo, también, que no salía de su casa. Hoy diríamos que sufría agorafobia: entonces se decía que transitaba una crisis nerviosa. Había sido una mujer muy particular y a la vez muy normal, casi una contradicción. Nació en San Francisco en 1916, hija de una madre que la pretendía señora de su casa, estudiosa, educada, modosa. Ella decidió casarse con un intelectual judío, Stanley Edgar Hyman, y se mudó con él a un pequeño pueblo de Vermont, cerca de Bennington, el college donde él daba clases de crítica literaria. Shirley no encajaba con nadie: en el pueblo, los lugareños desconfiaban de esta pareja de liberales que incluso invitaban a comer a amigos negros. Pero en la facultad, Jackson tampoco era la típica esposa de un académico, no se arreglaba, no le interesaba tener una casa bonita, ella misma no era atractiva para los estándares de la época y tampoco le daba importancia a su aspecto, elemento crucial en la vida de las mujeres de clase media de los años ’50 en EE.UU. Fue madre de cuatro hijos, que crió amorosamente y a su modo: Hyman era un padre ausente, tenía amantes, y aunque jamás la maltrató físicamente e incluso la ayudó con su literatura, no fue un esposo ideal. La casa, caótica y desordenada, era visitada por Ralph Ellison y Bernard Malamud; Shirley además escribía para revistas femeninas, una forma de que entrara más dinero en la casa, y hasta publicó dos memoirs sobre su vida familiar, Life among the Savages (1953) y Raising Demons (1957) –La vida entre los salvajes y Criando demonios–. Son retratos humorísticos del disparate doméstico: casi parecen escritos por otra persona salvo por ciertos subtextos de angustia, de claustrofobia. Escribe Jonathan Lethem sobre Jackson: “En muchos sentidos ella era dos personas cuando llegó a Vermont. Una era el patito feo temeroso y con exceso de peso, siempre asustado por la severidad de la crianza de una madre suburbana obsesionada por las apariencias. La otra parte era la iconoclasta expulsiva que se dedicaba a rechazar las nociones de su madre de cómo ser una dama, que bebía y fumaba, que se interesaba por la magia y el vudú y se peleaba con los maestros cuando intentaban disciplinar a sus hijos”.

El tema de lo doble, de la doble vida pero también del desdoblamiento, es central en la literatura de Jackson. Siempre hemos vivido en el castillo es su máxima expresión, pero es también constante en sus cuentos, como “Charles” (sobre un niño que relata sus ocasionalmente violentas y hasta escatológicas travesuras como si fueran de otro, y los padres le creen) o en “The Villager”, sobre una mujer que va a ver una casa para alquilar y se hace pasar por la dueña hasta el punto del delirio. Y también es constante el tema de la desconfianza absoluta en los Otros, desde la observación social de un cuento excelente como “Flower Garden”, sobre el racismo en los suburbios hasta la paranoia desatada de, otra vez, Siempre hemos vivido en el castillo, summa y punto final de una carrera literaria corta e intensísima.

INTRAMUROS

Siempre hemos vivido en el castillo es quizá la mejor novela de Shirley Jackson, pero no es la más famosa. Esa categoría es para The Haunting of Hill House, que ha sido traducida de varias maneras (La guarida, por ejemplo, en su edición en español de 1999) y que ahora al fin también se consigue en la colección Gótica de Valdemar, como La maldición de Hill House. Hasta fue llevada al cine en 1963 por Robert Wise, el director de Amor sin barreras y La novicia rebelde: es una película notable pero cayó en un extraño olvido y arrastró consigo a la novela. Durante mucho tiempo, La maldición... existió sólo como una cita a la primera parte de La hora del vampiro (1975) de Stephen King, que reproducía su primer, extraordinario párrafo: “Ningún organismo viviente puede seguir existiendo durante mucho tiempo en la realidad absoluta sin perder la razón; hay quien supone que incluso las alondras y las cigarras sueñan”. Las protagonistas de La maldición de Hill House son la casa hechizada y Eleanor, la mujer que será el fantasma de la casa: una refleja a la otra, se necesitan, son parasitarias, la casa loca, la mujer loca, los elementos esenciales del góticos destilados, modernizados y escritos con una prosa diáfana y veloz que recuerda mucho más a Hemingway, Carver o Patricia Highsmith que a cualquier cultor del gótico, sea sureño o del siglo XIX.

Durante años King fue casi el único fan obsesivo e insistente de Shirley Jackson, pero fueron apareciendo otros. Joyce Carol Oates, cuya prosa y temas le deben mucho a Jackson, editó en mayo de 2010 el primer volumen dedicado a la autora de The Library of America, un síntoma de consagración. Y aparecieron otros entusiastas: Donna Tartt, Jonathan Lethem y muchos de los ganadores de los Shirley Jackson Awards, premios que se entregan desde 2007 y que recibieron los nombres más notables del fantástico y el terror, desde Neil Gaiman hasta Kelly Link, pasando por Karen Russell, Koji Suzuki, Yoko Ogawa o Lucius Shepard. Shirley Jackson y su influencia al fin salen a la luz, aunque el canon se le resiste. Harold Bloom escribió que era una artesana, no una gran maestra, porque su interés primordial era entretener. Otros dijeron, cuando la consagró la Library of America, que no podía compararse su trabajo con el de Below, Roth o Mailer, que no se la podía considerar una gran escritora norteamericana. Ninguno de los críticos tuvieron en cuenta que murió a los 48 años; todos consideraron que las experiencias de mujeres reprimidas eran menos interesantes que las expansivas narrativas de Portnoy o Rabbit. Joyce Carol Oates escribió sobre esta consideración de lo grande y lo chico en 2010: “Para ser un ‘gran’ escritor, uno debe escribir novelas ‘ambiciosas’, debe cubrir un terreno más grande que el que decidieron transitar Jackson, Flannery O’Connor o Eudora Welty. Uno no puede sugerir que Flannery O’Connor es tan ‘grande’ como William Faulkner. Pero los dos eran excelentes, en su escala. Un Nocturno de Chopin puede ser tan exquisito como una sinfonía de Beethoven, aunque su brevedad quizá le impida ser ‘grande’”.

Y Shirley Jackson quizá no sea grande pero es exquisita y poderosa hasta lo letal, como un caramelo venenoso.

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