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Domingo, 25 de mayo de 2014

LA VUELTA DEL ARTISTA PUNZÓ

PINTURA Lo llamaban “el Pintor de la Federación”, fue el favorito de Rosas y el retratista de la elite porteña de su época. Fernando García del Molino lo tuvo todo hasta que llegó el ocaso rosista, cuando su obra y su prestigio quedaron opacados por Prilidiano Pueyrredón. La crítica del siglo XX lo ignoró y sus retratos languidecieron en colecciones privadas. Pero ahora, en un esfuerzo institucional notable entre el Museo Fernández Blanco y el Juan Martín de Pueyrredón de San Isidro, su obra acaba de ser rescatada. Y los curiosos retratos de este hombre casi olvidado actualizan preguntas sobre la influencia del mercado en la creación y también sobre la posición política del artista como determinante en la valoración de su obra.

 Por Verónica Gómez

Fernando García del Molino, conocido como “el Pintor de la Federación”, fue aquel personaje flaquito, de cabello oscuro, elegante y medio bizco que supo frecuentar el círculo íntimo de Juan Manuel de Rosas y a quien el Restaurador apodaba en confianza “el sordo García”. Fue por mucho el retratista predilecto de la elite porteña de mediados del siglo XIX, el artista destinado a elaborar con pericia las esmeradas estampas de un álbum familiar repleto de dobles apellidos, de abanicos, joyas, divisas punzó, plumas, floreros, peinados en bandós, estancieros poderosos, herederos púberes, difuntos ilustres, núbiles casaderas y un repertorio exhaustivo de objetos y poses en los que la aristocracia porteña gustaba reconocerse. En los antípodas, García del Molino también fue aquel pintor relegado durante el ocaso rosista, eclipsado por un Prilidiano Pueyrredón que conquistaba con su estilo europeo, más dúctil y menos naïf. Pero ante todo, García del Molino es –para los amantes de la pintura que se asoman a su universo sin conocer la trama histórico-social de la que fue hijo– un rara avis. No precisamente por haber pergeñado su obra en los márgenes (recordemos que fue durante décadas el pintor más solicitado y el mejor intérprete de los mandatos de la clase alta), sino por haber filtrado en los gustos de elite, probablemente sin conciencia ni malicia, una serie de eventos pictóricos desafortunados pero tan encantadores que lo vuelven un artista entrañable, de esos que uno abrazaría con devoción. Un Aduanero Rousseau en los tiempos violentos del nacimiento de la patria.

En el Museo Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco se exhibe por primera vez una suculenta selección de obras del pintor de origen chileno, con la curaduría exquisita de Patricio López Méndez, Gustavo Tudisco, Lía Munilla Lacasa y Marcelo Marino. Vale la pena atravesar la solemnidad de las salas, entre grandes cuadros de aparato y miniaturas deliciosas, pasear inmersos en una suntuosidad algo lúgubre, sólo interrumpida por el color vibrante de los retratos donde pululan seres que, si alguna vez fueron de carne y hueso, en el lienzo se parecen bastante a muñecos de cera.

QUIEN ES ESA CHICA

FELISA BELLIDO

El trabajo de búsqueda y recolección de piezas fue arduo. La exposición no hubiera sido posible sin la labor conjunta entre los museos Fernández Blanco y Pueyrredón. La alianza no es casual: muchas de las pinturas de García del Molino formaron parte de la colección con la cual se creó el museo, en 1921, donada por Isaac Fernández Blanco. El museo de San Isidro, por su parte, cuenta en su patrimonio con un buen puñado de obras relevantes de Prilidiano Pueyrredón, pintor que compartiría con García del Molino el mismo escenario y retrataría a sus personajes con estilo y suerte diferentes.

El exitoso casamiento institucional fue provocado por un hecho puntual: hace un par de años el Museo Fernández Blanco recibió en donación una obra inédita de García del Molino. Nada más y nada menos que el Retrato de Felisa Bellido de Onrubia, hecho que disparó un entramado de especulaciones en torno de García del Molino y su relación con Prilidiano Pueyrredón. Resulta que el cuadro que lanzó a la fama a Pueyrredón, el Retrato de Manuelita Rosas, pudo haber sido inspirado en el retrato de Felisa pintado por García del Molino. ¿Quién arribó primero a esas decisiones compositivas? ¿Quién copió a quién? ¿Es posible que el cuadro de Felisa fuera anterior a la Manuelita de Pueyrredón? Si es así, no cabe duda de que Pueyrredón es el copión. Otro dato da consistencia a la sospecha: se sabe con certeza que Pueyrredón miró y copió al menos en una ocasión un cuadro de García del Molino, el Retrato de Don Martín Iraola de Esnaola.

El hallazgo removió el avispero como para desempolvar la obra completa (o la mayor cantidad de obra asequible) de un pintor hasta entonces poco conocido.

Los directores de los dos museos –Eleonora Jaureguiberry y Jorge Cometti– decidieron entonces aprovechar el descubrimiento y realizar dos exhibiciones complementarias en ambas sedes, reuniendo a los dos pintores (se sacarán chispas, no cabe duda) a partir de septiembre en el Museo Pueyrredón.

El itinerario de búsqueda fue extenso y la colaboración entre instituciones es un ejemplo a seguir para toda muestra que se precie de dar una versión cabal y generosa de un artista. Merece la pena mencionar algunas de las muchas instituciones participantes: el Museo Histórico Nacional, el Museo Nacional de Bellas Artes, el Complejo Museográfico Enrique Udaondo de Luján, los Museos Histórico Provincial y Julio Marc de Santa Fe, el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, la Catedral Metropolitana. Como broche de oro, a partir de la reunión de las obras se decidió restaurar varias de ellas, tarea que llevaron adelante el equipo de conservación del Museo Fernández Blanco y el Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural de la Universidad de San Martín.

El retrato en cuestión muestra a Felisa de cuerpo entero, en una pose muy similar a la Manuelita de Pueyrredón. Sobrina nieta de Francisco Suárez, Felisa fue pintada a una edad temprana para ser presentada en sociedad y con el deseo oculto de procurarle un matrimonio ventajoso. Huérfana de madre, heredera universal de los numerosos lotes de su padre, Felisa era un partido excelente. El retrato cumple su cometido: se casa en primeras nupcias con Vicente Rosa Pons, que fallece en 1868 y cinco años después se vuelve a casar con Emilio de Onrubia. De piel tersa y volúmenes geométricos, Felisa parece un globo de helio metido con esfuerzo dentro de un vestido muy entallado. El ambiente es teatral: un cortinado rojo se descorre para dejar ver un paisaje de fantasía que es puro decorado. Cada objeto, pintado con nitidez, fue seleccionado y ubicado calculadamente para ilustrar los atributos de la modelo y su extracto social. Excepto en el telón de fondo, en ocasiones difuso o insinuado con pinceladas menos contenidas, García del Molino suele describir las superficies de las cosas con el mismo grado de interés. Es una nitidez didáctica, ilustrativa, que trata con idéntica ternura un florero, una cara o un sillón. El pintor es un narrador omnisciente que decide mostrarnos todo con lujo de detalles. En general, no utiliza el recurso de hacer foco en un rostro para perder el contexto en las sombras, como lo haría Prilidiano Pueyrredón en muchos de sus retratos, jerarquizando así la expresión del modelo, sino que el rostro y los objetos gozan de una luz equivalente, como si García del Molino nos dijera que esas personas no pueden ser pensadas sin sus atributos. Que esas personas sólo pueden ser en relación con su contexto. En García del Molino la línea está siempre presente, tanto para delimitar claramente el territorio de cada objeto, como para describir una arruga, una herida o las palabras en una carta. A menudo da un aspecto rígido a la composición, como si el modelo que inspirara el cuadro hubiera sido una estatua –incluso a veces un muñeco inflable– pero en ocasiones la línea patina hacia curvas raras, que se alejan de la geometría, y la rigidez se deshace, como si sacáramos bruscamente el tapón de la bañera y el agua, hasta el momento compacta y quieta, se escurriera por la rejilla en formas impredecibles.

DIME CON QUIEN ANDAS Y TE DIRE QUIEN ERES

MARTIN IRAOLA DE ESNAOLA Y SU NIETO

Nacido en Chile en 1813 e hijo de un comerciante español, Fernando García del Molino arribó a Buenos Aires siendo niño, en los albores del período rivadaviano. Se cree que tenía entre 6 y 9 años, aunque no hay documento que lo determine a ciencia cierta. En su juventud fue muy cercano a Carlos Morel, con quien iniciaría el capítulo de la historia de la pintura argentina hecha por argentinos.

Agustín García del Molino, padre del pintor, perteneció a una generación de colonos “ilustrados”, traídos por Bernardino Rivadavia (presidente a partir de 1826) a través de sus agentes en Europa. Así comenzaron a llegar a Buenos Aires un buen número de especialistas contratados: artistas, ingenieros, científicos, publicistas, arquitectos. El rechazo de la Constitución Unitaria de 1826 precipita la caída de Rivadavia y una nube negra se cierne sobre los anhelos de estos profesionales por insertarse laboralmente en el país. Una opción para aquellos inmigrantes fue la de fundar escuelas de primeras letras o de educación media. El padre de Fernando fue uno de ellos, y su hijo, con apenas 18 años se convirtió en el director del establecimiento donde asumió la enseñanza del dibujo.

En el siglo XIX los parámetros de distinción cambian: si antes pertenecer a la elite dependía estrictamente de la cuna, ahora los comerciantes logran ascender en la escala social y la riqueza se vuelve portadora de honorabilidad. Los ricos sin alcurnia acrecientan entonces su prestigio a través de casamientos ventajosos con herederas criollas de buen apellido. El gusto de los afortunados también cambia: las imágenes religiosas de vírgenes y santos van a parar a los recintos más recónditos de los hogares patricios mientras que los retratos de los dueños presiden los espacios centrales de las casas.

García del Molino comenzó retratando a la misma elite en ascenso que entre 1828 y 1835 había sido registrada en sus acuarelas y dibujos por Carlos Enrique Pellegrini, oriundo de Saboya y llegado a Buenos Aires en 1828, contratado como ingeniero hidráulico y que, con la caída de Rivadavia, ve desmoronarse todos sus proyectos hidráulicos y debe echar mano a su habilidad como dibujante para ganarse la vida. García del Molino no tardaría en superar en cuanto a demanda y capacidad de producción a Pellegrini.

DEMANDA, DESEO Y OLVIDO

FRANCISCO SUAREZ Y VILLODO

Tras la derrota de Caseros, el 3 de febrero de 1852, Juan Manuel de Rosas y su hija Manuelita abordan el buque de guerra británico Conflict rumbo a Inglaterra. En el exilio, las cosas van de mal en peor para el caudillo. No puede mantener a sus peones y debe hacer él mismo el trabajo rudo. Un día frío y húmedo de marzo de 1877 cabalga hasta tarde para encerrar a los animales en el corral. Tiene 84 años. Por la noche la fiebre y la tos lo devoran. Manda a buscar a Manuelita, que hace rato dejó de ser niña: tiene 61 años y dos hijos. El 14 de marzo, a las 7 de la mañana, Rosas muere. García del Molino cae en el olvido. La crítica del siglo XX lo ignora o lo ningunea. Algunos de sus fieles comitentes comienzan a arrepentirse del lazo que los unió al pintor en la flor del federalismo, llegando incluso a contratar a otros pintores para retocar sus obras, básicamente borrar las señales del pasado rosista. La divisa punzó queda oculta bajo un ramillete de flores. El rojo retrocede. Los tiempos cambian. La obra de García del Molino corre entonces la suerte de tantas: arrumbada en las bodegas de los museos o en pinacotecas privadas, aguardando el momento de ser revisitada.

Alrededor de 1835 García del Molino, cuando todavía gozaba de fama y trabajo, pinta un autorretrato. Aparte de su figura, en el lienzo no hay nada más. Ni objetos, ni leyendas, ni alusiones a su labor, ni adornos, ni insignias, ninguna de las señales o testimonios con las que solía emperifollar a sus retratados. Ni siquiera un par de pinceles en la mano, una paleta de pintor, un lienzo detrás. Nada. Su vestimenta es austera. El cuello de la camisa le da algo de importancia al rostro, pero las cejas tristes, la oreja larga, los hombros en una diagonal acentuada hacia abajo, la austeridad del fondo marrón en el que se funde la figura dan un tono melancólico al pintor, insignificante incluso. A diferencia de la mayoría de sus retratados, la figura no está inflada. Uno podría pensar que debajo hay un cuerpo real. Que respira. Podría argumentarse que en este caso no mediaban los deseos de un comitente, por lo cual no eran necesarios los objetos parlantes, portadores del honor, la gracia, la militancia. Pero resulta obvio que García del Molino encontraba un especial deleite en el registro minucioso de esos objetos de los que sin embargo decide despojarse en su autorretrato.

Fernando García del Molino muere en Buenos Aires, en 1899. El rescate de su obra trae a colación cuestiones aún vigentes para los artistas contemporáneos. La pregunta por el comitente y el destinatario de la obra, la influencia del mercado en el proceso creativo, el papel del artista en la sociedad, su posición política, el oficio como medio de vida, son algunas de las puertas que esta exposición invita a traspasar.

Retratos para una identidad, Fernando García
del Molino 1813-1899
En el Museo de Arte Hispanoamericano
Isaac Fernández Blanco
Suipacha 1422 - Ciudad de Buenos Aires. Hasta el 1º de junio y a partir de septiembre en el Museo Histórico Municipal Juan Martín de
Pueyrredón, Rivera Indarte 48 - San Isidro.

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JUAN MANUEL DE ROSAS
 
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