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Domingo, 15 de junio de 2014

DETRÁS DE LAS PAREDES

Cuando se acercaba el vigésimo aniversario de Un muro de silencio, único largometraje de Lita Stantic como directora, Máximo Eseverri y Fernando Martín Peña emprendieron la tarea de producir un libro sobre su vida y obra, no sólo como homenaje a una de las personas que como productora más apoyaron al cine argentino, sino también para reconstruir la potencia personal y política de una película pionera donde con extremo rigor formal se cuenta la dictadura a partir de un hecho autobiográfico, la desaparición del cineasta Pablo Szir, entonces pareja de la autora. Lita Stantic: el cine es automóvil y poema, que se presenta el próximo jueves en el Malba, incluye una copia remasterizada del film en DVD con numerosos extras, entre las que se destacan dos cortos realizados por Stantic y Szir. En esta entrevista, Stantic pasa revista a cincuenta años de intensa cinefilia y explica por qué se reconcilió con Un muro de silencio.

 Por Mariano Kairuz

A principios de esta semana se cumplieron veintiún años del estreno de Un muro de silencio, único largometraje como directora de Lita Stantic, una película de un valor para el cine contemporáneo que tal vez no ha sido suficientemente estimado. Fue una de las primeras películas que consiguieron abordar como tema, con las armas de la ficción y un gran rigor expresivo, la última dictadura, los desaparecidos, el trauma de los sobrevivientes y el problema de la memoria colectiva. A través de sus búsquedas formales, articuló el quiebre entre el anquilosado cine nacional de la década previa y lo que vendría, el nuevo cine argentino, a muchos de cuyos autores Stantic ayudó a despegar desde su rol de productora. Stantic concibió Un muro de silencio como una historia –muy íntimamente ligada a su experiencia personal– que “necesitaba contar”, aunque inicialmente no tuvo la intención de dirigirla ella misma. Quienes trabajaban con ella y conocían su compromiso con el cine que producía fueron quienes la empujaron a dirigir, porque sabían que la figura de Lita Stantic rompía y trascendía el preconcepto que suele circular sobre la función del productor (es decir, el perfil del que “consigue el dinero” y “pone en caja” las ambiciones del autor-director) porque siempre se involucró de manera muy personal, reflexiva y creativa en cada obra ajena en la que colaboró.

Un par de años atrás, cuando se acercaba el vigésimo aniversario de Un muro de silencio, el investigador Máximo Eseverri y el coleccionista e historiador del cine Fernando Martín Peña emprendieron la realización de un libro dedicado a recorrer vida y obra de Stantic. Segundo de la colección Cosmos de Eudeba, lleva por título Lita Stantic: el cine es automóvil y poema, y fue presentado en el marco del Festival de Mar del Plata en noviembre del año pasado. Estructurado en su primera parte como un largo, intenso y a menudo muy entretenido testimonio en primera persona de Stantic, el volumen ofrece un mirada precisa e inédita sobre su iniciación cinéfila, sus primeros trabajos en cine, el camino por el que llegó a la militancia, y los complejos y dolorosos episodios autobiográficos que inspiraron Un muro de silencio, que el libro incluye en una copia remasterizada en DVD que cuenta además con numerosas extras. Entre ellos, comentarios de audio de su director de fotografía, Félix Monti, la directora, su coguionista (Graciela Maglie), y la directora de arte Margarita Jusid; además de, fundamentales, dos de los cortos que Stantic hizo con su ex pareja, el cineasta desaparecido Pablo Szir, El bombero está triste y llora y Un día..., y un breve detrás de escena producido a partir de veinte horas de material encontrado en viejos VHS enmohecidos. Durante el largo proceso que significó la preparación del libro y la edición del film, Lita Stantic se reencontró con su propia obra.

“Me gustó ver nuevamente Un muro de silencio”, dice ahora Stantic, en entrevista con Radar, días antes de la presentación porteña del libro, que tendrá lugar el próximo jueves en el Malba. “Yo había quedado un poco peleada con la película, con los años. En parte porque en su momento hizo 50 mil espectadores, que en esa época no era suficiente para pagar el crédito del Instituto de Cine. Después estuve un año mostrándola con debate posterior como exhibidor ambulante, con lo cual redondeamos unos cien mil espectadores, para cubrir el costo; pero fue un año ajetreado: el hecho de que me fuera mal con una película mía fue medio doloroso. Sin embargo, al volver a verla sentí que la película había ganado, especialmente porque me encontré con que estaban muy presentes los años ’90. Un muro de silencio se filmó en 1992 y se estrenó en el ’93, y yo creo que se siente que eso que está narrando ocurre en la época del menemismo, una época en la que la gente no quiere saber nada del tema de la memoria. Hoy la veo mejor que en su estreno, porque narra los ’70 pero transcurre en los ’90 y creo que eso la enriqueció, que ahí están las Madres, que seguían peleando por la memoria, pero que para la sociedad todo eso estaba quedando un poco atrás, que era un momento de olvido.”

El guión de Un muro de silencio procede esencialmente de algunos de los capítulos más traumáticos de la vida de la propia directora, y de su relación con Szir, su ex pareja y el padre de su única hija, que fue detenido y desaparecido durante la dictadura militar. La historia se reconstruye a través de varios niveles de representación: el punto de partida son las inquietudes de la directora inglesa Kate Benson (interpretada por Vanessa Redgrave), que se encuentra en Buenos Aires para filmar la historia de una mujer y su pareja desaparecida, según se la ha contado Bruno Tealdi (Lautaro Murúa), un ex profesor universitario de esta mujer. En otro plano, asistimos a la historia de esta mujer y su pareja, a través de las escenas que Benson va filmando para su película, protagonizadas por Julio Chávez y Soledad Villamil. Cuando Silvia (la actriz Ofelia Medina), la mujer en la que está basado el relato de Tealdi, se entera de que se está realizando esta película sobre ella sin su consentimiento, se le instala con más fuerza que nunca el fantasma del padre de su hija, cuya muerte –como la de tantos desaparecidos– jamás pudo confirmar. “Un muro de silencio toma como punto de partida la experiencia personal de perder a un ser querido a manos de la represión estatal durante la última dictadura argentina –escribe Eseverri en su libro– y le añade la dificultad de representar las trabas emocionales que los sobrevivientes tuvieron y tienen para procesar ese pasado, atravesado por un dolor sin nombre.”

TODOS SABÍAN

LAUTARO MURUA Y VANESSA REDGRAVE EN UNA ESCENA DE UN MURO DE SILENCIO.

En una escena al principio de la película, registrada en ese espacio ruinoso que era a principios de los ’90 Puerto Madero, Benson le pregunta al personaje de Murúa si la gente sabía lo que estaba pasando durante los años de plomo, a lo que éste le contesta que “el que no sabía, algo sospechaba”. Hacia el final, cuando la hija de Silvia le hace esa misma pregunta a su madre, la respuesta que recibe es mucho más taxativa. “Cuando hicimos la película, filmamos esas escenas en Puerto Madero porque reflejaban el momento, recién se estaba empezando a construir ahí”, recuerda Stantic. “El final de la película, cuando la nena, la hija de la protagonista, le pregunta si la gente sabía lo que estaba pasando durante la dictadura, y ella le contesta tan contundentemente todos sabían, se debe a que Graciela Maglie y yo estábamos muy enojadas, porque el menemismo había ganado las elecciones en Diputados. Es una frase mucho más enfática que la que se dice al principio de la película, porque en ese momento el menemismo parecía venirse con toda la fuerza; con la idea de que era una época nueva, diferente, de olvidar el pasado, y algunos de nosotros no estábamos convencidos de que eso fuera para bien.”

Ese “todos sabían” dialoga inevitablemente con la ficción cinematográfica sobre la dictadura que más repercusión había tenido tras el retorno democrático: La historia oficial, de Luis Puenzo. La idea de que el personaje de Norma Aleandro, profesora de historia, no supiera que su hija era una niña apropiada, funcionaba como una suerte de “disculpa colectiva” para una sociedad que no supo o prefirió no saber. “Siempre me pareció que dentro del libro de La historia oficial era poco sustentable que una persona de la clase social de la protagonista no se preguntara de dónde viene esa nena”, dice Stantic, pero a su vez aclara que hoy no deja de ser para ella “una película con muchos valores”: “Creo que está muy bien filmada, y que tiene el mérito de hablar muy tempranamente de la complicidad civil con la dictadura, que es algo de lo que prácticamente no se hablaba en ese momento, y definitivamente no se trataba en el cine, salvo por algún documental, como Sol de noche, el del Ingenio Ledesma que produjo Aliverti. Es un tema inagotable, hay mucho para contar sobre la complicidad civil; si no, se habla de eso es como si de pronto hubieran aparecido unos señores militares malos y nos sacaban de encima a Isabelita y López Rega. Pero yo recuerdo muy bien y con mucho dolor el 24 de marzo del ’76, todo el apoyo que tuvo el golpe, cuando además faltaban solo ocho meses para que hubiera elecciones. Entonces, La historia oficial tiene el gran mérito de haber abordado eso, y a la vez, me parecía insostenible la presunta ignorancia de la protagonista. En Un muro de silencio se dice: ‘todos sabían’”.

¿Por qué decidiste que la película incluyera la mirada de una extranjera?

–La idea de hacer una película sobre alguien que viene de afuera y hace muchas preguntas surgió cuando Julie Christie vino a hacer Miss Mary en 1986; ella preguntaba todo el tiempo sobre lo que había pasado acá durante la dictadura. Me pareció que además el hecho de que fuera un personaje extranjero le aportaba una forma de distanciamiento necesaria. Pasé mucho tiempo trabajando en el libro, pero desde las primeras versiones hubo una mirada de alguien que viene de afuera.

La película expone, como parte de un mismo problema tensamente entretejido con la memoria y el olvido, el sentimiento de culpa de los sobrevivientes. “No quería que los personajes de la película fueran héroes, no quería todo blanco o negro, quería que se equivocaran, que fueran personas, que hubiera matices. Y evitar los golpes bajos. Y lograr ese distanciamiento del que hablaba antes, de hacer un relato más destinado a la reflexión que a la emoción. Pero lo que quería, fundamentalmente, era hablar de la memoria, de lo imposible, malo y perverso que es el olvido, que el olvido solo puede conducir a la locura. La idea de que Silvia, la protagonista, lo vea a Jaime (su pareja desaparecida), o creyera verlo en la calle, fue de Maglie. A todos nos ha pasado que se nos muere alguien cercano y durante un tiempo creemos verlo en la calle. A mí pasó con mi padre, de repente me parecía que me lo encontraba por ahí. Pero esa misma sensación es mucho más fuerte con los desaparecidos. Hay una fantasía: creer que cuando uno atraviesa situaciones así, de algún modo se las puede arreglar para dejar todo atrás. Pero es un camino errado; la memoria es fundamental. Es cierto que es muy difícil convivir con seres queridos que desaparecieron, pero es la única manera: la única sanidad posible viene por el lado de convivir, de no tratar de negarlo.”

MEDIO SIGLO DE ARGENTINA Y DE CINE

STANTIC SOSTIENE LA CLAQUETA PARA LA PELICULA MOSAICO, DE NESTOR PATERNOSTRO, DONDE FUE ASISTENTE DE DIRECCION.

“Lita tiene la particularidad de ser una profesional del cine y también una persona capaz de pensarlo como una verdadera intelectual, de reflexionar con profundidad”, dice Máximo Eseverri sobre la protagonista de su libro, al comienzo del recuento intenso y vertiginoso de una carrera. “A lo largo de medio siglo, la trayectoria de Lita pasa por distintos espacios y situaciones que permiten dar cuenta de cada una de las décadas que atraviesa del cine argentino. De chica ya es una espectadora voraz que mira todo, escucha toda la radio, y lee todos los libros en el momento de mayor ebullición de la industria cultural del siglo XX, que es el primer gobierno peronista. Luego, es cineclubista en el momento de oro de los cineclubes, que son los años ’60 y cortometrajista en una época en que el trabajo sobre el corto tenía un valor muy superior al que presupone ahora; empieza a hacer producción para publicidad en el momento exponencial del desarrollo de la publicidad en el cine, que es cuando los estudios empiezan a producir para alimentar a los canales de televisión; pasa por el cine militante primero participando con la exhibición y distribución clandestina de La hora de los hornos, de Solanas y Getino, y después realizando ella misma con Pablo Szir, el largometraje Los Velázquez en la etapa más álgida del cine militante, (fines de los ’60, principios de los ’70). Después es una de las personas del ámbito de la cultura que no se exilia, con lo cual experimenta cómo es seguir haciendo el cine que quiere y le sale hacer en un contexto de represión y censura. Tras la apertura democrática, hace sociedad con la única mujer que ha hecho una gran obra cinematográfica –había casos previos, pero eran experiencias aisladas–: María Luisa Bemberg filma seis películas, cinco de ellas con Lita, a quien le dicen al principio: ‘No pierdas el tiempo con esta mujer, no sabe lo que quiere, es una mina rica que quiere filmar por filmar’; sin embargo, de ahí sale una obra que trata personajes femeninos fuertes, como Camila y Yo, la peor de todas, tiene gran éxito y premios y funciona muy bien afuera. Y a continuación dirige ella misma una película que va totalmente a contrapelo de lo que se hace en el cine de la posdictadura, con Un muro de silencio. Finalmente, se convierte en una suerte de madrina de una cantidad de cineastas del nuevo cine argentino, como Pablo Reyero, Trapero, Caetano y especialmente Lucrecia Martel. Es decir, que en diferentes épocas fue la persona que estuvo en el lugar exacto en el momento justo, por lo cual recorrer su trayectoria es una forma de leer este medio siglo de cine.”

Nacida en 1941 en Parque Chas, Elida María Stantic se crió con dos padres inmigrantes eslovenos que se conocieron en su país, donde había una organización marcadamente matriarcal de la familia; ella suele contar que su madre era una mujer de carácter firme y recuerda a su padre como un hombre de modales siempre amables y salud frágil, lo que podría explicar en parte –no hace falta ponerse muy psicologistas– el lugar único que ella se iba a forjar en el mundo esencialmente masculino y mayormente machista del cine. Como cinéfila se curtió en las matinés de la sala Parque Chas, a las que iba todos los días con su amiga y vecina (un par de años mayor) Marta Speroni. Para los 15 ya se había obsesionado con la idea de conocer el cine de todas las épocas y procedencias, y había pasado de una etapa pro norteamericana a una indagación del cine europeo, en parte empujada por la lectura del libro Reflexiones sobre el cine, de René Clair, que consiguió en una librería de usados y que es de donde proviene la cita que da título al libro de Eseverri y Peña.

LA CRÍTICA Y LAS ARMAS

PABLO SZIR, 1968.

Lanzada de cabeza y sin retorno al estudio del cine, en 1963 Stantic se inscribió en el curso “Del guión a la realización”, que dictaba el legendario Simón Feldman: en sus clases conoció a Pablo Szir, que la eligió como su asistente de dirección para uno de los ejercicios propuestos. La larga amistad se transformó en relación de pareja después de que Szir se separara de su anterior mujer. El recuerdo de Stantic es uno de los capítulos más interesantes y emocionantes del libro. “La idea y la posibilidad de la militancia política se inician para nosotros con la participación en la difusión de La hora de los hornos, de Solanas y Getino, que tuvo un impacto enorme: nos mostró qué se podía hacer con el cine, que el cine podía ser un arma”, recuerda más adelante. “La aparición de La hora... y el Cordobazo fueron los dos hechos que nos hicieron pensar que la revolución era posible. Sobre todo el Cordobazo: nos encontrábamos muy pendientes de todo lo relacionado con ese suceso, que fue muy fuerte para nosotros. (...) Hoy me llama la atención cuando la gente no puede ubicarse en esa época. Era difícil no creer que la revolución era posible.”

En 1969 se gestó el proyecto de filmar Los Velázquez, inspirado en el libro de Roberto Carri Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia. Szir contactó a Carri y se hicieron amigos; coescribió el guión con Stantic y viajaron al Chaco para continuar la investigación del libro. Fue un rodaje complicado para una película que estaba destinada a circular clandestinamente, al modo de La hora de los hornos. Nunca pudieron completarla y hoy se la considera perdida. Con Szir, recuerda Stantic, “nos separamos definitivamente en diciembre de 1973, pero nos seguimos viendo mucho por nuestra hija, Alejandra. La separación se debió a muchas cosas. Una parte fue el debate sobre nuestros distintos grados de compromiso, porque yo claramente no quería seguir teniendo relación con la organización”. En 1976, cuando Lita volvió de un viaje de trabajo a México, la hermana de Szir le mostró los recortes de diarios en los que se informaba –por su nombre de guerra– que Pablo Szir había muerto en combate. Pero varios meses más tarde, éste empezó a llamar a la casa de Lita, y poco después hasta llegaron a tener un fugaz encuentro. Esta experiencia –condensada con los relatos de otras experiencias afines de conocidos– aparece retratada de un modo bastante directo en Un muro de silencio. En particular, en una de las escenas más logradas de la película, en la que el personaje de Soledad Villamil se encuentra en un bar con Chávez cuando éste ya había desaparecido, acompañado por dos custodios. La escena registra el último encuentro que Stantic tuvo con Szir, que había sido detenido y encerrado en el mismo lugar en el que estuvieron en un tiempo los Carri y Oesterheld. “Había de alguna manera cierta esperanza de los detenidos de que, en la medida en que los viera más gente, iba a ser más difícil que después los mataran”, recuerda Stantic. “En el caso de Pablo, él me fue a buscar a los laboratorios Alex con dos custodios, y causó una conmoción, porque ahí lo conocían y todos lo daban por muerto. Cuando nos encontramos le pregunté: ‘¿Por qué fuiste a Alex?’, y me dijo precisamente eso: ‘Creo que si me ve más gente va a ser más difícil que me maten’. Pero evidentemente no: después yo iba a conocer otras historias siniestras, en especial de la ESMA, sobre militares paseándose con los detenidos, llevando a las mujeres a lugares como Mau Mau, y a los hombres a bares en los que estaban los amigos de los desaparecidos. Fue un método siniestro porque no solo exponían a las víctimas sino que enloquecían a los familiares y a los amigos, que los creían muertos. La idea detrás de estos paseos era realizar una extorsión por dinero. Tratar de sacarles dinero a familiares de los detenidos; a mí no me pasó con Pablo, pero sé que lo intentaron con sus familiares directos. En algunos casos el dinero se juntaba pero después el detenido desaparecía igual.”

Para cuando Lita hizo su película, existían pocas experiencias valiosas en cine sobre la dictadura y los desaparecidos: una de ellas fue Juan, como si nada hubiera sucedido, el extraordinario y pionero documental de Carlos Echeverría. En los ’90, fueron apareciendo algunos muy buenos films, en particular los de la generación de los hijos de desaparecidos, como Los rubios, de Albertina Carri y M, de Nicolás Prividera. Algunos de los films de esta generación abrieron la discusión sobre el accionar de sus padres. “Por supuesto que tiene que haber debate –dice Stantic–, pero creo que hay algo sobre lo que no hay debate: las víctimas son víctimas. Yo puedo hacer una crítica a los dirigentes montoneros que resolvieron que en el ’79 los militantes volvieran a seguir peleando. Pero no puedo juzgar a alguien que creyó en algo y se jugó. La idea era que esto iba a ser Vietnam, y que había que seguir teniendo hijos y seguir con nuestras vidas, en la guerra. Era una convicción.” En parte, dice, la embarga ese sentimiento de culpa que aparece tan elocuentemente expresado en Un muro.... “Siempre pienso que quizás hubo algo de cobardía: uno creyó en algo y de pronto se dio cuenta de que no iba a poder ser consecuente con eso en lo que creyó. Yo me preguntaba: ¿qué me puede pasar a mí si me torturan? Me imaginaba que iba a cantar hasta el nombre de mi mamá, y me di cuenta de que no podía seguir en eso. Por eso mismo es que no puedo criticar a los que se jugaron por un ideal.”

¿Y después de la experiencia de Un muro... no pensaste en volver a dirigir vos misma?

–Escribí un par de libros. Uno con Gustavo Fontán, y otro con Silvia Miguens, basado en su libro Lupe, sobre Mariano Moreno visto a través de los ojos de su mujer. Intenté que otros directores dirigieran este último, pero siempre me decían: “Tenés que dirigirla vos”. Por un tiempo pensé en hacerlo, pero después me dije: “No, hay tantos directores... mejor me quedo en la producción”.

“Y hoy estoy segura”, dice, finalmente, la gran productora-autora del cine argentino, “de que no, no voy a volver a dirigir.”

MARIA LUISA BEMBERG Y LITA STANTIC EN EL FESTIVAL DE VENECIA DE 1990, DONDE YO, LA PEOR DE TODAS SE EXHIBIO FUERA DE CONCURSO.

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Imagen: foto de tapa: Xavier Martin
 
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