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Domingo, 15 de junio de 2014

HISTORIAS DE LA ARGENTINA SONORA

MUSICA A tres años de la muerte de Chango Farías Gómez se edita lo que bien puede ser considerado como su testamento estético: el álbum debut del que fuera su último grupo, Los amigos del Chango, una formación extensa y ecléctica también bautizada como Orquesta Popular de Cámara. El disco, titulado casi programáticamente Música Clásica Argentina. Volumen 1, es el legado impresionante de un músico profundamente identificado con un género, el folklore, y al mismo tiempo siempre dispuesto a transgredirlo.

 Por Sergio Pujol

Sentado en un colectivo 60 que lo llevaba de Constitución a El Tigre, un atardecer de 1941 Edmundo Zaldívar (h.) imaginó una melodía sobre ritmo de carnavalito. E imaginó un escenario, una fiesta pagana, una identidad. Nunca había estado en la Quebrada de Humahuaca, aunque con el grupo Los Musiqueros del Tiempo e Ñaupa solía internarse en los vericuetos del folklore andino, así como en los de otras regiones del país. En fin, el tiempo pasó, Edmundo murió y sus restos hoy descansan en el cementerio de San Antonio, provincia de Jujuy. Cuando oímos “El humahuaqueño”, música icónica de toda una región de Sudamérica, nos agitamos un poco, nuestras gargantas se resecan y sentimos cómo el aire tibio del noroeste va curtiendo nuestra piel. Si Zaldívar compuso un verdadero himno regional sin bajarse del bondi 60, bien podemos nosotros volar con la imaginación de la mano de su música, aunque viajar con todo el cuerpo siempre es más lindo, por supuesto.

El disco póstumo de Chango Farías Gómez (1937-2011) se cierra con una versión electrizante de “El humahuaqueño” que nos quedará como su testamento estético. Primera impresión: esto se parece –al menos programáticamente– a lo que allá por los ’90 hiciera Divididos con “El arriero” de Yupanqui. Pero es sólo una impresión. Paradójicamente, la versión de Mollo y sus amigos es formalmente más ajustada, y la de Chango más zarpada. Las dos son buenísimas. Sucede que cada una ocupa su lugar: la de Divididos, el del rock. La de Chango y su orquesta, el del folklore. Son tradiciones culturales diferentes, narrativas distintas.

Al frente de su última gran aventura, Los Amigos del Chango, el músico que lideró la renovación folklórica a principios de los años ’60 desplegó lujosamente “El humahuaqueño” a través de una formación extensa y ecléctica, que recuerda, por momentos, los ensambles de Rodolfo Alchourrón: flauta (Mono Izarrualde), guitarra criolla (Néstor Gómez, también responsable de las orquestaciones), trompeta (Ricardo Culotta), bajo (Omar Gómez), bandoneón (Daniel Gómez), piano (Luis Gurevitch), guitarra eléctrica (Agustín Balbo), clarinete y clarinete bajo (Alex Duran), violín (Santiago Martínez), batería (Jerónimo Izarrualde) y percusión (Manuel Uriona). Hay solos modales y choques de texturas, codas extendidas y contrapuntos finísimamente enhebrados. Pero uno sabe que después de cada cruce de fronteras la orquesta volverá al punto de partida, al territorio que mejor supo interpelar Chango a lo largo de su vida. Chango pensaba que había un adentro y un afuera. Pensaba que un grado más de distorsión, de electricidad, de orientalismo tamizado y de cita extemporánea (por ahí se escucha “Malísimo” de Rubén Rada) habría convertido “El humahuaqueño” en una parodia de lo silvestre. O lo hubiera hecho rock, directamente. Y Chango era folklore en un sentido genérico. Pocas veces –si acaso alguna vez– se vio por estos lares a un músico tan identificado con un género y a la vez tan osado para transgredirlo.

Es cierto que, en lugar de evocar un territorio –la música como memoria de un lugar–, la versión de Chango reescribe, a manera de palimpsesto sonoro, la bucólica inspiración de Zaldívar. La reescribe con audacia. ¿Qué nos queda entonces del entrañable “erque, charango y bombo”? Nos queda su adscripción a una tradición argentina. Nos queda la nominación del folklore como punto de partida imaginario de un relato de la Argentina sonora. Esta siempre fue una cuestión importante para Chango. Casi una cuestión de Estado, al menos así lo entendía él. El título de este disco impresionante –literalmente impresionante– es MCA. Volumen 1 (música clásica argentina). Y el segundo nombre del grupo, Orquesta Popular de Cámara. Lo de “volumen 1” significa que la Orquesta sigue en pie, como lo demostraron sus notables presentaciones en los festejos del 25 de Mayo y en La Trastienda.

Digamos que no siempre las definiciones de Chango sobre lo nacional y popular en música fueron fáciles de aceptar; a veces sonaban un tanto reduccionistas, acercándose, curiosamente, al tono admonitorio de quienes lo cuestionaban artísticamente. Por ejemplo, en tiempo de esa preciosa reinvención del cuarteto vocal folklórico llamada Los Huanca Hua, la influencia de los grupos de jazz formados a la estela de los Mills Brothers era bastante evidente. Sin embargo, Chango no siempre lo aceptaba. A veces reconocía, casi por descuido, que su arte no hubiera sido tan pródigo sin la apertura a otras músicas, pero acto seguido se mandaba un discurso nacionalista más afín a Los Chalchaleros que a las búsquedas que él mismo encabezaba en épocas menos amables que la actual para una defensa de la diversidad cultural. De cualquier manera, y como sucedió en otros capítulos de una discografía más bien apretada –una lástima que Chango no haya grabado más–, la sonoridad de MCA supone por sí misma una desmentida a cualquier intento de tapiar eso que el investigador Claudio Díaz ha llamado el paradigma clásico del folklore.

Por más vueltas que le demos al asunto, no cabe otra palabra que swing –sin duda ajena a nuestro glosario nativo– para calificar sintéticamente a Chango Farías Gómez. No era un eximio guitarrista, ni un cantante portentoso. Poco interesado en el arte de componer, se apoyaba en la idea muy jazzera de que la interpretación liberada de un original es siempre una forma de composición. Una composición en tiempo real. En su interpretación de “María” –junto a “Garúa”, la porción tanguera en un territorio hegemonizado por el folklore– esta idea es desarrollada con un sentido de la ubicuidad rítmica formidable, el mismo que supimos disfrutar cada vez que, en algunos de sus conciertos, se quedaba solo con su guitarra para cantar “Maturana”. En cuanto a la totalidad de este disco, cada uno de sus temas es la comprobación metonímica de cuán imaginativas y radicales podían ser las interpretaciones que Chango era capaz de ensayar en torno de la música raíz nativa: “La vieja”, “La oncena”, “Me llaman la carbonera” o “Canto a la Telesita”, entre otras certezas del folklore argentino, suenan ahora clásicas y modernas. En ese orden.

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