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Domingo, 17 de agosto de 2014

EL FILO DE LA NAVAJA

FOTOGRAFIA Paisajes, retratos de anónimos y celebridades, calles, casas recortadas contra un cielo oscurecido. Poco o nada escaparía al ojo afilado de Humberto Rivas, el gran fotógrafo argentino que ya antes de partir hacia el exilio en España, en 1976, había retratado a gran parte de los artistas locales, Borges entre ellos. En el marco del Festival de la Luz se expone en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta Humberto Rivas: Antología fotográfica, 1967-2007, una de las muestras más importantes sobre su obra.

 Por Marcos Zimmermann

El corazón de un fotógrafo se muestra en sus imágenes. A veces de manera explosiva. Es el caso de los talentos fragorosos. Jacob Riis, Garry Winogrand o Diane Arbus, en los Estados Unidos. Robert Capa, Alexander Rodchenko o Man Ray, en Europa. Daniel Muchiut, Jorge Sanz o Alfredo Srur, en nuestro país. Frente a sus obras, es imposible quedar impávido. Pero a veces ese corazón late de otra manera. Más silenciosamente. Y expresa universos inasibles. Eso esconden las fotografías de Humberto Rivas.

CURA DE LA ALBUFERA, 1985

Podría recordar, de él, diferentes momentos. Un día en su estudio de la calle 25 de Mayo, cuando nos mostró varias diapositivas que había hecho de una vasija de La Candelaria, que diferían en un octavo de diafragma una de otra. Me acuerdo de Miguel Rodríguez, mi maestro, y a mí, inclinados sobre el negatoscopio, intentando ver lo que no veíamos. Y luego viéndolo, gracias a las indicaciones de Humberto, a la navaja afilada que tenía en el ojo. Sólo él era capaz de ver esas sutiles diferencias a primera vista, sólo él era capaz de mostrarnos que dos tonos casi idénticos eran en realidad distintos.

Podría también evocar mi admiración hacia una técnica que en los primeros años setenta yo aún no tenía, y él manejaba como un violín. O rememorarlo como asistente de Miguel en La Raulito. En ella yo peleaba mi espacio de fotógrafo de filmación contra el narcisismo de Lautaro Murúa. Me acuerdo de que el talentosísimo Lautaro tenía la manía de dejar cuentas impagas aquí y allá, a todo el equipo. Una vez Felipe López –el mítico asistente de dirección de cine del cual Sandrini sacó su personaje homónimo Felipe– se hartó y le plantó en medio de un andén de la estación Retiro una ristra de ajos que Lautaro le había hecho comprar y no le había pagado. Entre gritos cruzados, se acabó la filmación de esa noche. A un costado, Humberto Rivas fumaba su pipa y observaba.

Puedo incluso confesar mi desconcierto cuando nos encontramos, años después, en el Hotel D’Arlatán de Arlés, donde se hospedaban Robert Mapplethorpe, Sam Wagstaff, Duane Michals y tantos otros personajes célebres. Humberto Rivas se presentó, junto a otros fotógrafos, representando a la fotografía española. En aquel momento lo sentí como una traición a nuestro país. Y se lo dije. Me explicó. Pero aquello nunca disminuyó mi admiración inclaudicable por su trabajo que, confieso, aumenta con el tiempo.

HOMENAJE A MAN RAY, 1979

Hoy, por suerte, la obra de Humberto Rivas está de vuelta en su país, expuesta en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta de la ciudad de Buenos Aires, en el marco del Festival de la Luz. Para celebrar los 25 años del Festival, que en esta ocasión lleva por título Horizontes, sus directoras Elda Harrington y Silvia Mangialardi repatriaron la muestra de Rivas más importante que se haya visto en el país. Está aquí para ser vista por las generaciones que no lo conocen y para deleitar, una vez más, a quienes lo admiramos. Como si esto fuera poco, Ediciones Larivière presentó en paralelo un maravilloso libro con 145 de sus fotografías y textos de Luisa Ortinez, María Helguera, Griselda Gambaro y Horacio Fernández.

La última vez que lo vi en Barcelona, Humberto Rivas me invitó a ver una exposición y tomamos café en una vereda. Su mano derecha temblaba un poco, anunciando el principio de la enfermedad que, más tarde, se lo llevaría. Conversamos largo. No hablamos de nuestras fotografías. Sólo del oficio. Le conté mis avatares respecto de los vaivenes del trabajo. Y el maestro de fotografía más importante que tuvo la Argentina después de Annemarie Heinrich y Anatole Saderman me contó que él también tenía baches. Me dijo que los fotógrafos comprometidos con la profesión estamos sometidos a la aparición de una malaria súbita. Que un día somos ricos y otro, parias. Entendí en ese momento que lo único que quedará de esta pelea serán nuestras fotos. Testimonios del amor frente a la precariedad poética con que a veces nos trata el mundo. Concebidas en la felicidad de la creación o en las lágrimas de noches de pobreza. Sometidas a la incomprensión de galeristas y a curadores deseosos de hacerse de un nombre sobre nuestras espaldas.

MAGDA, 1985

Aquella vez Humberto Rivas puso alguno de estos conceptos en palabras. El resto de su vida se dedicó a hablar a través de sus fotografías. En silencio. Un silencio que, en una sociedad polucionada de ruido, de palabras y de imágenes, resulta más elocuente que un grito.

Frente a su obra, desplegada en esta inmensa muestra, uno puede percibir la soledad y el tiempo infinito. Algo que contradice la supuesta fugacidad de la fotografía y que, en cambio, vuelve perdurables sus obras. La memoria nace con la conciencia del hombre y modela desde entonces un pathos donde conviven diversos escenarios imaginarios. Las fotografías de Humberto Rivas refieren a ese pathos y dibujan esos lugares indescriptibles. Lo curioso es que sus obras lo construyen con la realidad más pura. A la inversa de la imaginación, que edifica realidades a partir de fantasías, las fotografías de Humberto Rivas convierten la realidad ordinaria en ideas. Una fotografía suya de una calle no es la fotografía de una calle, sino una reflexión acerca del materialismo de las ciudades. Los rostros de sus modelos pierden rápidamente sus nombres propios para convertirse en paradigmas de una época. Sus paisajes parecen abandonar su forma física y volverse opiniones.

Pocos fotógrafos fueron capaces de lograr este salto de lo corpóreo a lo espiritual sin apartarse de la condición más importante que tiene la fotografía, la más esencial, la más noble: su ligazón con la realidad. Humberto Rivas, como Kertész, como Alvarez Bravo, es uno de ellos. Nunca requirió del artificio para contar ese demiurgo. Nunca recurrió a la imagen armada, a la abstracción conceptual ni a la retórica vacua. Nunca necesitó más que lo que el mundo le brindaba a simple vista para expresar los sitios más poéticos del alma. Es con esa simpleza de elementos que catapulta al espectador a lo profundo.

En la presentación de su serie titulada “Huellas que nos miran”, la filósofa Nelly Schnaith escribió que las imágenes de Humberto Rivas “iluminan un espacio imaginario que aumenta la veracidad del documento y lo preserva para el porvenir, cuando la memoria de esos seres modestos, de esos paisajes pobres y despojados no tenga ya ni siquiera el apoyo material de su huella”. Y agrega: “Nuestra memoria es más importante y de más largo aliento que nosotros”.

RETRATO DE BORGES

Es eso lo que más admiro de la obra de Humberto Rivas. Que cada fotografía suya sea un acto de memoria atávica. Desa-pasionado y fogoso, al mismo tiempo. Tan lejano y tan próximo como el amor y el dolor que se entrelazan en la nostalgia. Discreto y ardoroso. Tímido y valiente. Un poco como era él.

Si Humberto Rivas todavía estuviera aquí, estoy seguro de que lo primero que haría sería pararse en la entrada de su muestra Humberto Rivas, antología fotográfica 1967-2007 para observarla de lejos. Luego sorbería un par de veces su pipa y me daría un único consejo: calla y mira. Eso propongo: callar y mirar la obra de Humberto Rivas. Que habla con una voz elemental, desde la sobriedad y el silencio.

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MALENA, 1985
 
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