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Domingo, 29 de septiembre de 2002

Marte ataca

por M.K.
Si la ecuación comedia = tragedia + tiempo encierra alguna verdad, entonces el timing de su estreno, el jueves que viene, convierte a Mercano el marciano en una de las películas más políticamente incorrectas de la historia del cine argentino, dadas las proporciones de su lanzamiento comercial tras su paso por el festival de animación de Annecy (dondeobtuvo el premio del Jurado) y por San Sebastián. En su primer recorrido por las calles de Buenos Aires, el bicho verde asiste a un catálogo de imágenes de la indigencia y la violencia: largas filas de personas revisando la basura, saqueos, persecuciones policiales de sangrienta resolución. Escenas cuya relación con la cotidianidad argentina no es en absoluto nueva, pero cuyo efecto parece haberse potenciado en los últimos meses. A propósito de todo eso, Juan Antín, director del film y cocreador de Mercano junto a Ayar B. –que en este caso oficia de director de arte- tiene al menos un par de cosas que decir. Primero, que la calificación de “apta para todo público” que tan benévolamente le asignó la Comisión Calificadora del Incaa lo tiene perplejo; segundo, que el proceso de un largometraje de animación implica tiempos bastante largos; y que a lo largo de los más de dos años transcurridos desde que comenzaran a desarrollar el guión con Lautaro Núñez de Arco, puede que la raya imaginaria que divide las aguas del buen gusto de los vómitos del malo haya sufrido algún corrimiento. “Cuando hacíamos los cortos de Mercano para Much Music preguntábamos: ¿nos dan libertad? ¿Sí? Bueno, mirá que muere el perro del marciano, les advertíamos. Hay un campo para seguir zarpándose: nadie se ofendió con el capítulo donde los chicos se vuelven locos y matan a sus familias. Por ahí era un poco eso: llevar las cosas hasta el absurdo. Ya nadie se toma violentamente al policía que explota en la película. Es cierto que hay algunas cosas que probablemente no hubiéramos escrito después de diciembre pasado, pero la película es muy actual y está bien que así sea. Nunca nos planteamos dónde está ‘la raya’; hacíamos, y lo que salía, salía: no hubo un pensar ‘Esto le puede molestar a alguien, esto puede dejar a los chicos afuera, esto al público no le va a gustar’. La libertad creativa que tuvimos fue absoluta. Pensar en un público es cualquiera: nunca lo habíamos hecho con la serie, menos lo íbamos a hacer con la película.”
Quizá, como resultado de este esquema de trabajo, la película de Mercano parece pendular entre el nihilismo y la inconsciencia. Todos los personajes (cuyas voces son de actores como Graciela Borges y Fabio Alberti, que asumieron totalmente el juego) entran en la línea de fuego del film: empresarios codiciosos, policías, marcianos y hasta un trío de “neoluditas” tironeados entre una inclaudicable actitud de resistencia –o algo así– y una necesidad básica llamada cerveza.
La calidad visual de la película es notablemente superior a la de la serie que la precedió. La integración de gráficas digitales en 3D y personajes planos dibujados es perfecta, y depara una plasticidad cercana a la de las animaciones de la productora Clasky Csupo, como los Rugrats. Sin llenarse la boca con el discursillo del “lo atamo’con alambre”, Antín recuerda con orgullo una conferencia de Annecy que llevaba por subtítulo algo así como “¿Podemos hacer una película por menos de 15 millones de euros?” “¿15 millones? Nosotros hicimos con quinientos mil pesos una que termina con un planeta haciendo prrrr. Y eso es lo que te da libertad creativa: no tener atrás una plata que tenés que recuperar. Porque no te podés arriesgar. Ningún inversor va a poner plata para que vos hagas prrrr en pantalla.” Los costos se mantuvieron bajos; se ignoraron algunas de las tradiciones técnicas del medio (las voces se grabaron después de animar), se simplificaron los movimientos de los personajes (“Hubo que combatir la tendencia de los dibujantes a animar con mucho arco”, explica Antín, haciendo un gomoso movimiento estilo Larguirucho) y en el momento clave de la posproducción –el pasaje a fílmico– hubo que hacer malabarismos. El problema se resolvió diseñando un artefacto capaz de realizar un proceso de invención propia: fotografiar cuadro por cuadro directamente de un monitor de PC, con una vieja cámara Mitchell de la que ya disponía la Universidad del Cine, la escuela de Manuel Antín, que ha producido el film con aportes del Incaa. “No es el método tradicional, que salía 30 mildólares. Cuando hubo que hacerlo estábamos en pleno corralito, pero igual había que hacerlo para poder llegar al festival”, aclara Antín. La apuesta vale doble, porque el esfuerzo se destinó a un film de difícil definición, donde los personajes pueden llegar a pasarse largos minutos dialogando vanamente en un idioma marciano pronunciado en el límite de la subnormalidad, sobre la delgada línea que separa –y une– a la gracia y el ridículo. “El diálogo puede ser estúpido, pero al leer el subtitulado entrás en otra dimensión”, explica el director; “La verdadera revelación de hacer esta película fue que si a uno le cierra, les puede cerrar a los demás. Me tiene que cerrar a mí y punto. No me importa nada más. Si a uno le causa gracia ya está: alcanza. El miedo al ridículo nunca lo tuvimos; uno tiene que cagarse en eso.”

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