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Domingo, 27 de febrero de 2011

Mi familia argentina

 Por Vera Fogwill

Cuando el que te cambia los pañales es Alberto Ure tu destino está marcado. Y si la otra mitad de la semana te los cambia Rodolfo Fogwill también. No hablo del destino trágico, hablo de la posibilidad de sorprenderse pasada la infancia. Nada me espanta, nada me impacta, nada me sorprende, nada. Nuestra familia argentina, la mía y la de Alberto deja a la serie Modern family demasiado anticuada. Moderna es “nuestra familia”. Mis hermanas, las hijas de Alberto con otras mujeres que no eran mis madres, hermanas de mi hermano y también nuestras con el otro. Tan hermanas como la mayor, Florencia Ure, que me ayudó a elegir el cajón de mi padre Fogwill en una noche aterradora mientras hacíamos chistes sobre lo que costarían los cajones del resto de la familia y agradeciendo el ACV que dejó a nuestro “gordo” flaco abaratándonos el costo futuro. Esa es la “familiaridad”, la posibilidad de reírnos de la tragedia, ese humor negro que heredamos. Tengo una tía sordomuda a la que Alberto parado detrás traducía para todos con bestialidades. Le debo a Alberto lo que un hijo le debe a un buen padre y más. No tengo, ni siento, más que agradecimientos. No sólo me crió, me educó, nos mantuvo, sino que fue mi mentor. En el sentido de la doctrina personal que tuve el lujo, el honor, de tener. Más allá de una infancia y vida de bambalinas y los millones de anécdotas que podría relatar de nuestra vida, quisiera contar que cuando Alberto tuvo su derrame cerebral una parte cayó sobre mí. Me derramó tanta tristeza como para decidir alejarme del teatro. Lo más fascinante, lo mejor, ya pasó. Alberto siempre decía, por un lado, que “uno actúa para perderle el miedo a la muerte”, y en mi caso, no lo tengo más. Y por el otro, también decía que “uno siempre actúa para alguien”. Y la persona que yo siempre elegí sobre el escenario fue Alberto. Se cayó mi telón. Perdí lo fundamental para sostener este arte: la necesidad del porqué hacerlo y para qué hacerlo. La función es ahora sólo privada. Algunas máximas de Alberto: Prohibía a las madres de las actrices entrar a la función de estreno. Las actrices no debían escuchar nunca a sus madres. Todo era la obra, “todo”. Podíamos estar a semanas de estrenar, sin haber abordado el texto. Alberto con su humor fuera de serie hablaba en los ensayos de cualquier cosa, ojo, “cualquier cosa” no era “cualquier cosa”, pero nadie entendía que eso era la obra. Era un Rial de los ensayos, largaba las intimidades de todos. Todos sabíamos todo de todos mientras hacíamos la obra, que todavía no habíamos ensayado nunca. La desesperación era generalizada. Alberto te hablaba al oído y uno repetía “eso”, te agarraba del cuello y te decía “Ahórcalo, vamos”. El actor frente a él que trabajaba con él por primera vez y desconocía su método y uno lo estaba ahorcando se trababa, lloraba y Alberto no cortaba y te decía “oíd mortales” y uno lo repetía y lo demás es inexplicable. Era como un mago generando estados: Actuación. Cuando la obra estaba, venía a chequearla y te podía empujar al escenario aunque todavía te faltara ponerte la peluca y estuvieras en ropa interior, o la escena no era tuya desconcertando al resto del elenco y al público. La actuación eran esos cinco segundos donde el actor se confundió tanto que está ya en blanco, nada más. O la mejor actuación era ese blanco, ese poder que da dar en el blanco: no saber dónde se está; qué parte de la obra es; si empezó o terminó; si lo dijiste antes y lo estás repitiendo; si es una obra o estás muerto. Como la vida, donde uno no sabe qué va pasar. Eso es lo que buscaba. Un provocador pero de estados. De explicarnos a todos que nada podía ser igual. Que el arte era ese detalle. Llegando al ensayo del Conservatorio Nacional de Teatro tanto método sin sentido se constataba al verlo hacer llorar a un sonidista de la sala sólo tocándole el centro del estómago. Demostrándonos a los actores que no éramos nada. La angustia estaba exactamente debajo del diafragma y que con sólo apretarlo, como si fuéramos muñecos, caían todas las lágrimas. ¿Y la memoria emotiva?.. ¿Y Stanislavski?.. ¿Y mi objeto personal que cargué en mis clases con Augusto Fernandes?.. Su majestuosidad era ese talento a tener todo sin nada. Algo espectacular: ver una obra de teatro sentada al lado de Alberto que se dormía o miraba el reloj bostezando. Nunca fue un director ostentoso, no necesitaba que lloviera dentro del teatro. El fuerte de sus puestas era la actuación y la verdad de ese texto que así lograba. Como los genios, no necesitan mucho para contar todo. El primer libro que me dio a leer fue La vida del drama, de Eric Bentley. Siempre me decía cuando me enseñaba tragedia griega: “La tragedia empezó antes de la tragedia”. Y yo me pregunto o me quedo tranquila, ya que él sabía que vivíamos en ella, que había empezado antes. A veces me llama y dice: “Verita, tenemos que hacer Hamlet” y me cuenta una puesta extraordinaria y yo le digo que sí. Por ejemplo la idea de hacer Hamlet en el estadio de Boca, con Darín, “a quien lo va por fin a consagrar como actor, ¿aceptará?”... Pero el detalle es que para “To be, or not to be” entra Chacho Alvarez y lo dice. Y por momentos la sombra es Maradona. Y hay más. Pero será otra vez. Es desgarrador... ¿Cómo negarle a Alberto esa ilusión de hacer una nueva obra?.. Le digo que corto y que estoy llamándolos a todos para ensayar... Y llama de nuevo. La obra es todo. Ahora quiere irse de gira por Latinoamérica, que todos los Ures nos juntemos en Lima y que la terminemos en NY.

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Claudia Cantero ve desmoronarse sus sueños de familia feliz. Atrás Luis Machín y Carla Crespo.
Imagen: Gentileza Familia Ure
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