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Domingo, 16 de diciembre de 2012

> OTRO FRAGMENTO

Primera sangre

Durante los cinco años que duró la agonía de su madre (mejor dicho: de lo que quedaba de ella, de aquel despojo que le demandaba atención permanente), el agua fue lo único capaz de sustraerla de su realidad. Violeta entraba a bañarse, y al menos por unos minutos, las preocupaciones se disipaban. Desaparecían. Se borraban. Aunque procedía con apuro, porque su presencia en la casa era indispensable (era vital), disfrutaba de cada gota que caía sobre su cuerpo.

Ahora está parada de espaldas, con la cabeza flexionada y el pelo corrido hacia los costados. El agua le golpea la nuca. Eso la relaja. La distiende. Lleva 15 minutos en la misma posición. El vapor ya lo ha inundado todo. Ha empañado los vidrios, se ha adherido a las paredes, ha humedecido los calzoncillos que se amontonan en el bidet. Además, le ha abierto los pulmones. Y le nubla la vista. Entonces voltea y extiende sus manos en dirección a los grifos.

Sin embargo, antes de cerrarlos, decide enjabonarse nuevamente. Como le sobra el tiempo, como no tiene ninguna obligación, lo puede hacer. Se puede dar ese lujo. Empieza por la cara, se frota con fuerza y enfrenta a la lluvia. Las burbujas se escurren por la rejilla, despacio, muy despacio. Sigue por el pecho. Hasta hace menos de un mes, su pecho era tan chato, tan plano, que le cuesta reconocer como propias a esas dos enormes pelotas que le brotaron de él. Cuando todavía no las tenía creyó que le iban a incomodar. Y mucho. Pero no. Al contrario, le gustan. Porque la distinguen. La diferencian del resto.

A continuación, se enjabona la panza, donde desde el mediodía siente un ligero cosquilleo. Un cosquilleo que aumenta de manera progresiva, implacable. Violeta abre la cortina y se sienta en el inodoro. Hace fuerza. No. No son ganas de hacer pis. Ni de hacer caca. Vuelve a la ducha. Se enjabona las piernas. Sube y baja, rodeándolas. Primero la derecha, después la izquierda. Y justo cuando está a punto de devolver el jabón a su lugar, descubre que se ha teñido de rojo.

Sangre... Murmura. Sangre. Se mira las manos. Sangre. Se mira las piernas. Sangre. Mira el suelo. Sangre. Mira la rejilla. Sangre. Sangre que sale de... Imposible. Se asusta. Cierra los grifos temblando y corre a limpiarse con papel higiénico. Empecinada, la sangre no se detiene. La toalla de mano le grita desde el soporte. Violeta la agarra, la hunde entre sus piernas y se envuelve en la grande. Se seca. Seca el baño. Borra las huellas de sangre una por una y sale. Se viste rápido, con las mismas prendas que media hora atrás destinó al canasto de la ropa sucia. Se asoma a la habitación de su padre. Duerme. Su hermana también. Busca las llaves de la camioneta vieja. La que usan dentro del campo. Camina hasta el galpón. Cubre el asiento con la toalla grande y se trepa. Siente la humedad entre sus nalgas. En cualquier momento se le va a manchar el pantalón, lo sabe. Llora. Llora desconsoladamente. Tiene miedo de desangrarse camino a lo de Profiria. Tiene miedo de morir desangrada arriba de la camioneta. Suda. Es una suerte que sepa manejar. Aprendió sola. A través de la observación.

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