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Domingo, 17 de noviembre de 2013

COMO NO SER FAMOSA

 Por Verónica Llinás

Nos conocimos en el programa de Antonio Gasalla; corría el año 1990. Ella justo estaba saliendo y yo entrando; nos cruzamos sólo algunos meses. Juana acababa de ganar el Martín Fierro como mejor actriz cómica, y era la reina indiscutida, la niña de sus ojos, y de los de todo el mundo en realidad. Al poco tiempo se fue a hacer Juana y sus Hermanas.

Yo era una actriz del under, de este grupo llamado Gambas al Ajillo, del que se venía hablando bastante porque la rompíamos en un sótano de morondanga conocido como el Parakultural. Se decía que éramos raras, provocadoras y hasta soeces. Que hacíamos pis en el escenario; algunos llegaron a decir que también caca. Se decían tantas cosas...

Antonio me llevó a su programa a mitad de la temporada. Yo era la nueva, la que entraba a mitad de año en un ya de por sí numeroso elenco que no necesitaba a nadie más. Era el nuevo berretín del rey, y pensaba que todos se preguntarían “¿qué le vio Antonio para incorporarla así de repente? ¿A ver qué tan buena es?”. Ni yo sabía muy bien qué había visto en mí, y sólo tenía una seguridad, la seguridad de que por lo menos en los primeros tiempos iba a defraudarlos a todos.

Podríamos habernos llevado horriblemente con Juana. Estoy segura de que nadie hubiera apostado otra cosa. Tal vez sólo el bueno de Carlitos Parrilla, con esa simpatía tan única que me acogió con tanto cariño, pero nadie más. Podríamos haber competido, podríamos habernos odiado. Ella habría podido hacerme sentir un chicle escupido, pegoteado en la suela de su zapato, porque era bastante poco el envión que yo necesitaba para sentirme así, y se me notaba. Yo podría haberle tenido envidia y deseos de conquistar parte de su reino.

Pero no. Muy por el contrario, se produjo una empatía instantánea, como un súbito parentesco, una hermandad nueva e insospechada, y no tardamos en hacernos amigas.

Lo que más me gustaba de ella era el poco esfuerzo que ponía en ser simpática, y en aparentar ser nada que no fuera. Su famosa cara de culo, la que algunos criticaban tanto. Me gustan así las personas, transparentes, aunque lo que se transparente a veces se ponga medio turbio. Me gustan las personas honestas, que dicen lo que piensan aunque sea incómodo y les traiga demasiados problemas. Me gusta la gente que no se protege tanto de todo.

Me gustaba que tuviera el auto siempre bastante sucio, lleno de carilinas estrujadas, botellas de agua vacías y libretos viejos. Que prefiriera coserse ella misma la ropa antes que comprarla en lugares caros, que levantara perros de la calle como yo, que se peleara con los vecinos por proteger a un árbol y que nunca se las diera de reina, aun pudiendo.

Me gustaba lo fácil que se desarmaba y lloraba y lo poco que le importaba ser famosa.

Y el talento, por supuesto, el enorme talento; su oído, su capacidad de observación, de imitación. Esa poco frecuente capacidad de ponerse en ridículo, de no tomarse tan en serio, que se llama humor.

Hace más de veinte años que somos amigas y a esta altura de la vida me arriesgo a decir que lo vamos a ser siempre. Pensar que podríamos habernos odiado o ignorado, como tantas veces pasa entre las personas, y habernos perdido la oportunidad de acompañarnos tanto.

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