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Domingo, 19 de enero de 2014

HACERSE ESCUCHAR

 Por Alan Pauls

Me gustaba la voz del último Gelman. No tanto el arrastre, que le venía del tango, fábrica vitalicia de melodías cancheras, como esa cosa baja y medida que tenía, medio frenada (gran dupla de bigote y voz en el poeta), capaz de poner entre paréntesis todo lo accesorio, todo lo que no fuera ella, para llegar a ese punto fantástico, tan raro en todos los que no son músicos y no tan común, después de todo, en esos mimos de músicos que son los poetas: hacerse escuchar. Hacerse escuchar es un arte difícil y equívoco que se presta a malentendidos. Implica dosis parejas de atención y de olvido; obliga al mismo tiempo a parar la oreja y a irse por las ramas. Más de una vez me pasó tropezar con un Gelman oral –un Gelman público, digamos, en su vena gran prócer de la poesía o en su vena engagée– y después de unos segundos “desconcentrarme”, ceder a una especie de distracción que no era en verdad sino una forma imperceptible del hechizo, porque lo que la había provocado no era algo exterior, uno de esos accidentes tan típicos de lo público (el botones que cruza el cuadro a espaldas del entrevistado, el anillo en el dedo del entrevistador, la mancha de café afeando el tapizado del sillón), sino la voz misma de Gelman, que había entrado en el modo música y, capturándome, me liberaba de todo, incluso de lo que Gelman el poeta o el militante pudieran estar diciendo con todas las letras.

Más que de los músicos, el último Gelman se hacía escuchar a la manera de la música, la música a secas, esa fuerza que para existir no necesita encarnarse en nada ni nadie, ningún intérprete, ningún yo. Sería ideal escuchar a Gelman sin imagen, como fue genial, siempre, escuchar a Perón y a Borges y a Goyeneche en off, sin rostro ni cuerpo, puras voces, influencias, criaturas ya del más allá que rondan el más acá como emanaciones fantasmales. La voz del último Gelman tenía todo para entrar en esa familia de grandes voces últimas argentinas: iconicidad, nitidez caligráfica, esa fragilidad obtusa que hace zozobrar a todo lo que, sabiendo que se extingue, sigue sonando. Y también cierta capacidad de amenaza, como si esas voces, acercándose al final, pudieran de pronto salirse de surco y dislocarse, delirar, disparatarse. La amenaza es doble: contra nosotros, que no queremos preverla, mecidos como nos gusta que nos mezca el hechizo de la voz, y contra la voz misma, que en el límite último sólo tiene un deseo: seguir siendo ella misma. Si esa amenaza nos gusta, sin embargo, si nos conmueve, es porque por algún milagro –una de esas excepciones que sólo se dan cuando las voces se enfrentan con el límite– carece de toda agresividad, no pretende decretar nada, no tiene cosas definitivas que anunciar. En rigor, ya ni siquiera le interesa “decir”. Lo que le interesa es hacerse escuchar, articular esa verdad inquietante –tan fértil para la poesía como para la política– que rara vez se trasmite tan bien, tan en carne viva, como cuando la insinúan esas bellas voces últimas argentinas: que no hay última palabra sino temblor, temblor, nada más que temblor.

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