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Viernes, 6 de noviembre de 2009

LIBERTAD > REFLEXIONES SOBRE LO POCO NATURAL QUE ES LO NATURAL

El minuto cero del mundo

 Por Alejandro Modarelli

El espejo del baño es el único dios con quien conversa antes de irse a dormir. Nadie en la casa debiera observar ese diálogo íntimo. Mientras se mira, se ata al busto de gordinflón una toalla corta a modo de corpiño. Otra más larga le cubre como mamotreto la parva de rulos, hasta que la cabeza toma una forma egipcia. Parece una actriz en la pantalla, que recién sale de la ducha, lista para la visita del amante, o para ser asesinada.

Como siempre, mi niño maricón no me ve cuando entreabro la puerta. Mirado bien, envuelto en las toallas, es bonito como la hermana. Si de pronto una ráfaga de viento desordenase el archivo de mi conciencia, podría pensar que mi niño frente al espejo soy yo misma, a la misma edad, aprobándome mientras imito el antiguo gesto arrogante de Marta Albertini en Dos a quererse.

“Tiene que contárselo al papá, que es el jefe de la familia. Ya sabe cómo va a terminar esto si no lo paramos a tiempo. Injuriando a la naturaleza”, me apura el padre Manuela, y fíjense si no es ese apellido el que en verdad la ofende: Manuela. “Si el niño se traviste, empeora el caso”, me dice el doctor Stoller, y me enumera de su manual psiquiátrico el catálogo de neosexualidades, entre las cuales sobresale la de mi niño. Neosexualidades, parafilias, todas nuevas delicadezas del lenguaje científico que para mí palidecen frente al término perversiones, como se decía antes. Determinen, señores, que tengo un hijo perverso, y punto. Un hijo así está revestido de cierta dignidad. En tanto, de pie en el quicio del baño, lo contemplo como si él habitase en un afiche de cine. Es un demiurgo proteico, un hipervínculo en la red de lo vivo que se despliega ante los ojos junto con el revuelo de las toallas. Su cuerpo real, por eso, es siempre ahí un cuerpo diferido.

Mi niño en el espejo no es una naturaleza muerta, al contrario. Se parece a una figura de calidoscopio que huye por entre todas las figuras posibles. La toalla que era el corpiño ahora es una capa, mi peine plateado una corona, y con esa guarnición él se planta augusto como una reina. Diva, reina. De qué otro modo dotar de sublimidad y de eficacia su invento más reciente.

En tanto que usted comanda el universo de las formas yo quedo, mi reina, sin palabras. Asaltada, como si ahora que la veo verse me arrebatase a mí también la forma. Quedo sin palabras, y sin posesiones. No obstante, estoy contenta. Ojalá no irrumpa ahora en el baño ninguna invocación al orden de las cosas. Calladitos todos, que este momento pertenece a un mundo antes del mundo, cuando lo azul estaba teñido de rosa, y el rosa de azul, y lo bueno y lo malo eran intensidades, pero no aún palabras.

El jefe de familia no precisa dar explicaciones sobre su lugar de patriarca. Ni las tiene. El es el padre de la razón suficiente. Así son las cosas desde que este mundo es este mundo. Es lo natural. No sé si me explico. El puede ser bueno sin caer nunca en la dulzura corruptora. Comprensivo sin irse al carajo. Su generosidad es lógica, y hasta su avaricia se entiende, porque se trata de preservar la herencia de los hijos. Yo en cambio soy compradora compulsiva, no sé si me explico.

El jefe de familia no se ata la toalla al busto sino a la cintura. Al menos, que yo no lo vea. Y con que no lo vea, basta. Por suerte él me devuelve la conciencia cuando me pongo a divagar. Se lo agradezco. En la cama, mi mejor agradecimiento es gozar. Cuando gozo, él se ilumina. Me dice “bendito sea el clítoris”. Estaba en la naturaleza, pero nadie lo veía. No era natural que una tuviese ese apéndice, hasta que se lo descubrió y hasta mi madre una vez me dijo... No me dijo clítoris, me dijo no sé qué cosa, porque le daba vergüenza.

Las toallas de mi niño se caen y mueren en el piso del baño. Son dos cadáveres, las toallas. Pero mi niño no se queda desnudo, porque lleva puesto un calzoncillo. Como es natural, lleva un calzoncillo. Su cuerpo, a pesar del desborde de grasa, parece encorsetado por la melancolía. Visto así, se cae de maduro que no es el bonito cuerpo de la hermana, ni el mío cuando era chica y me transformaba en Marta Albertini. Sin las toallas, conforme el inapelable orden natural, mi niño pierde la potencia creadora. La naturaleza, sus infinitas posibilidades.

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