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Viernes, 27 de noviembre de 2009

PD

La piedra movediza

cartas a [email protected]

Yo marché por segunda vez. Me vine desde Tandil, provincia de Buenos Aires.

Tengo 38 años, vivo en un pueblo, y soy docente. Y lesbiana.

Es una ciudad que fue gobernada, en dos períodos sucesivos, por un coronel que fue intendente bajo la dictadura. Aunque me cueste el laburo, no me voy a callar.

Porque nunca tuve una compañera travesti en la facultad. Y no es menos terrible que no haber tenido compañeros de los barrios pobres.

En mi ciudad, he visto, por fin, a una travesti que labura de telefonista en una remisería. Antes de eso, pasó hambre porque la echaron de la casa y no quería prostituirse. Laburaba en un mercadito que tuvo que cerrar porque los vecinos le hicieron boicot a la dueña.

En mi ciudad, hace días me peleé con un idiota en una disco aunque estuviera colocado: dijo odiar a las lesbianas que usamos el pelo corto.

Ya estuve cara a cara con gente que me dijo que odiaba a las lesbianas, a los gays, a las travestis, y me callé.

Tuve amigos “friendly” que denigraban, a sus espaldas, a las travestis que frecuentaban. Conocí personas que no pueden asumir una relación gay porque a quien les atrae, “se le nota demasiado”.

Cuando era adolescente, mis compañeros le dieron una paliza a un chico porque le gustaban los varones.

Hay crímenes no esclarecidos contra “supuestos” homosexuales. Crímenes horribles. Apuñalamiento, empalamiento. La vox populi al día siguiente, tituló: “parece que era trolo”.

Aquí todos se callan. Viven en la comodidad del closet. Podés ser más marica que Boy George, pero hay una sola cosa que no debés hacer, nunca, jamás: decirlo, en primera persona. Decir “Soy puto”.

Callarás, simularás, y tranquilos nos dejarás.

Quisiera que ese sábado del orgullo, se llenaran todas las plazas del país, con todos los cuerpos posibles, e “imposibles”.

Quisiera que muchos, que antes fueron heterosexuales, y que intentan rehacer sus vidas con una persona de su mismo sexo, pudieran hacerlo sin terror a perder a sus hijos.

Quisiera que las travestis puedan hacer lo que quieran, en la calle, en la cama, en un aula. Que sean putas, maestras o telefonistas, que marchen en cueros o disfrazadas de Caperucita. Pero que no se cierren todos los puños sobre sus cuerpos no bien se asoman a la vida. Son nuestras hijas, hermanas, vecinas; fueron paridas, formadas y rechazadas por nuestra sociedad; no son ni de Marte, ni de Venus: son de la mismísima concha de nuestras mismísimas madres.

Yo marché con cien mil personas. Con ellas, “las traviesas”, y con tod@s: much@s, vari@s.

Y la emoción, y la alegría, y la paz de esa fiesta, nunca más me la pierdo.

Nunca más el closet. Nunca más.

Fernanda Monti

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