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Jueves, 31 de diciembre de 2009

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El caso del jugador andrógino

Generoso –¿o generosa?–, hábil en el pase y con una capacidad de disfrutar que opaca todo lo demás, sus goles revolucionaron el deporte de multitudes.

 Por Claudio Zeiger

Todavía se discutía sobre fútbol y homosexualidad; todavía un importante dirigente de un club, luego devenido alto mandatario de la graciosa ciudad de Buenos Aires, señalaba en una entrevista que no le gustaría un jugador gay en el plantel de su equipo ya que le parecía anormal, como una enfermedad; todavía un periodista le había preguntado si aceptaría un jugador homosexual en el club; todavía se preguntaban y se contestaban tales cosas; todavía se asociaba el fútbol a una virilidad fálica, y eso no sólo desde una perspectiva denigrante y discriminatoria, algunos críticos queer veían “gaycidad” en cada pelota entrando al arco (¡perforó la red!), en los abrazos y festejos a torso desnudo tras un gol (acto penado, dicho sea de paso, con tarjeta amarilla para evitar reincidencias); todavía a los hinchas cavernícolas, o sea, todos y cada uno de ellos, lo primero que se les ocurría decirle al rival, la primera palabra que se les venía a la boca como “mamá” a la persona asustada, era Puto, emitida con la fuerza despectiva de un gargajo; bostero puto y gallina puta y negros putos y calamar puto; todavía se seguía intentando desacreditar el mejor fútbol del mundo diciendo que su célebre estrella había debutado con un varoncito; todavía y a pesar de asistirlo toda la razón del mundo, nuestro Máximo Exponente se había desquitado del acoso mediático al grito primal de “Me la chupan”, práctica claramente ligada a la degradación de quien lo ejerce y no de quien lo recibe, en fin, una manera de decirles a los insoportables periodistas deportivos que eran una manga de putos; todavía un jugador de voz digamos, atiplada, voz de pito por decirlo así, como Belgrano, un jugador de brioso porte y pierna bien fornida, se casó con una modelo hermosa, delgada e inteligente con lo cual le habría asistido todo el derecho del mundo a decirles a sus detractores burlescos lo mismo que le dijo nuestra estrella máxima a los periodistas deportivos; todavía la relación entre fútbol y homosexualidad transcurría por esos fatigosos canales cuando se empezó a hablar del caso del jugador andrógino.

Surgió de las inferiores de su club, haciendo honor a la condición ambigua e inestable de un andrógino que se precie. No era de esperar que apareciera ya hecho y derecho, transferido desde un sufrido equipo provinciano que vive en las malas, o que fuera uno de esos muchachos que van a Europa y terminan en el banco de suplentes de un club de primera línea, se cansan de ser segundones y vuelven como los salvadores del club de sus amores. No.

Venía rotando, por así decirlo, de la novena a la octava, a la séptima, hasta la quinta y la cuarta, el cuerpo fluctuante y cadencioso, algo escandaloso, y entonces, sus formas andróginas pero no por ello –o por ello mismo– menos llamativas y llameantes, atrajeron la mirada y la mente de los instructores, DTes y otros sucedáneos del Maestro orientador de los discípulos. Al borde de la tercera división hubo que empezar a hablar en serio del asunto. Entonces, el jugador andrógino, aunque protegido aún por las mieles de la pubertad, cobraría visibilidad.

La decisión fue finalmente positiva y fue correcta. De la tercera y como quien no quiere la cosa, sus nalgas andróginas empezaron a entibiar levemente el banco de suplentes, hasta que una tardecita de domingo ni muy fría ni muy caliente, ni muy local ni muy visitante, una tarde de domingo en la que cualquiera firmaría el empate, el flaco Torcaza, técnico que dicho sea de paso se parecía bastante a Iggy Pop, lo cual hace suponer que alguna comprensión hacia el muchacho andrógino podía llegar a tener, lo señaló con el dedo y le dijo: “entrás”.

Entró. Y trazó fintas y cinceló canillas, tobillos, ligamentos, rótulas y pentimentos. Sus gambetas semejaban versos de la última etapa de Perlongher, recargados pero cristalinos, avanzaba por el césped como un chorreo de las iluminaciones. Fue, vino, fue y vino y vino y fue y la hinchada, hacia el final del match, lo señaló con un cerrado aplauso, respetuoso, admirado y asombrado. Nótese que el jugador andrógino, ya debutante en la Primera, no era un goleador ni nato ni neto. Era un jugador creativo, generoso para con los compañeros, generador de juego y, sobre todo, un jugador sensible e inteligente. Una bocanada de aire fresco en nuestro fútbol plagado de centros, pelotas paradas (con perdón), centrales como torres de ajedrez y boleas al boleo. Una sensación para la prensa, que lo elogió aunque cada vez que lo hacía, hacia el final del elogio el periodista de turno parecía dejar las palabras en suspenso. Un conflicto para las hinchadas rivales. ¿Qué iban a gritarle? Intentaron con lo de siempre, pero el desprecio gracioso en los ojos del jugador los disuadió. Sabían –todos sabían– que estaban frente a algo diferente.

Cuando se empezó a utilizar el término Andrógino para designarlo o calificarlo, todos entendieron que no se trataba de un mero apodo como Rulo, Chapa, Patito. Quedó como una marca y hasta una metáfora, como si le dijeran Flecha o Barrilete Cósmico...

Y como siempre sucede en esta dulce tierra, después de ser sensación, motivo de debates, pullas, polémicas y también intentonas de ciertos sectores de la militancia queer que quisieron ponerlo de Ejemplo, adalid del matrimonio gay (o andrógino), a lo que él se negó con un desdén bastante seductor por cierto, el jugador andrógino, ya bautizado Andrógino y así por todos conocido, fue transferido. Y como sucede cuando el deseo y la realidad no terminan de coincidir pero la limosna es grande, no fue a Italia ni a España ni a Inglaterra, sino a un club de los Reinos Unidos de las Arabias Milenarias.

Nuestro jugador Andrógino se perdió entre las miliunaochescas páginas de un fútbol de oro negro, especias y regalías extraordinarias, y dicen que por las noches también integra el harem de un simpático príncipe casadero. Quienes han seguido sus pasos conjeturan que es más probable que lo veamos próximamente en una megaproducción de Hollywood que en un potrero mundialista de un fútbol que, como el nuestro, siempre sueña con el inalcanzable goce de la gloria.

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