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Viernes, 12 de febrero de 2010

LUX VA A VER A DIVINA GLORIA

Juventud, divino tesoro

Ni el viento ni la lluvia ni la humedad logran retener a Lux lejos de las pistas. Mezcladx entre la crème de la crème del underground ochentoso, nuestrx cronista pasó el chubasco tratando de develar cómo es que hay gente que nunca envejece. Es que a la noche, concluye, todxs lxs gatxs son del color que se les da la gana.

Tormenta. Viento frío. Sol. Llueve otra vez. Humedad. Fresco. Calor. Los cuatro climas y todas sus variantes en un mismo sábado en la ciudad de la furia temporal: Buenos Aires en verano cada vez está más zarpada meteorológicamente. Y yo, como casi todo el mundo, cansadx de esperar que se componga, ni bien la luna mostró sus dientes salí a buscar calor humano, nada de regalarle otro sábado al chat. Chequeo agenda mental: ya sé, Casa Brandon, porque aunque llueva o no, siempre hay arco iris. Y justo había también un recital de Divina Gloria, que siempre me hace tocar el cielo con las manos. Además, ya saben, ella le puso la mejor letra al verano porteño en los gloriosos ’80: “Qué calor, qué calor, desnuditos está mejor. Qué calor, qué calor, sin ropita es mejor”.

Mientras caminaba a la barra vi que estaba la crème de la crème: la gran Marcova, Leo García, Valeria Cini, eran algunxs de lxs que se agolpaban ahí. ¿Justo esta noche están todos? Jorgelina, la anfitriona de Brandon, aclaró mi desconcierto: hoy es el cumple de Divina Gloria y el recital es su fiesta. Ahora todo cerraba, incluso el chaparrón de hoy, estábamos bajo el signo de Acuario, los astros estaban en línea y la estrella rubia, que justo aparecía, estaba como pez en el agua. Igual, para Divina Gloria el tiempo casi no pasaba, o avanza más lento que para lxs demás; qué guacha, parecía que compartía algo más que las iniciales con Dorian Gray. Todxs parecíamos sus hermanxs mayores, ella con la misma piel lozana, la misma vitalidad de cualquier bacanal ochentosa de dos décadas atrás. ¿Cómo hace?, me pregunté mientras pedía un destornillador en la barra para ajustar mi cerebro al clima festivo. Y como toda respuesta, Divina se colgó la guitarra criolla: “Me queda mejor que a Madonna, ¿no? Es que ella me copia todo”, dijo mientras se reía con gesto de niña traviesa, una habilidad que la hace hermana directa de Niní Marshall. Y sí, claro, la risoterapia, la fórmula perfecta para la juventud infinita, porque si realmente Divina le saca ventaja a Madonna es en su capacidad para la comedia, para la carcajada precisa, un desparpajo espontáneo y perfectamente aniñado. Seductora como pocas, en un idish estridente, se mandó una canción a coro con su hermana y la velada prometió fuego. Divina cumple y dignifica. La guitarra quedó con las cuerdas flojas, porque la Divina la aporreaba de lo lindo. Acto seguido, antes de que llegara la banda completa que la acompaña, tocaron sus amigxs, como Leo García, que despuntó el vicio con su pop utópico, y estableció las reglas del juego: la idea era mezclarlo todo, saltar de la cumbia de Gilda al pop sensual de Federico Moura, de la fiesta propia a la ajena. Y para cuando Divina se largó a full, ya los idiomas y los ritmos se sucedían sin control, no se podía casi identificar cuándo se pasaba de un tango idish a una cumbia, del inglés al portugués, de la alegría descontrolada a la melancolía. La divina comedia se multiplicaba en una zapada sin género preciso, porque si hay algo que tiene la Gloria es que es una degenerada. No puedo describir con detalle lo qué pasó ahí dentro, fue algo así como un remolino de magia. Y tampoco mis tragos largos de esa noche me permiten recapitular cómo llegué al carnaval de la calle Corrientes, a unas cuadras de Brandon, aunque sí recuerdo que la sensualidad eléctrica de Divina Gloria me dejó con fiebre. Para cuando pude hacer foco, me di cuenta de que la última murga ya se iba y la gente se dispersaba. No me quedó otra que arrimarme a donde todavía esa noche había fuego: la parrilla del carrito de hamburguesas y chorizos. “Me lo partís al medio y lo calentás un poco”, le dije al parrillero mientras le entregaba mi vale por un choripán. “¿Te gusta el chorizo mariposa?”, pregunta con media sonrisa gardeliana que ni Leonardo Da Vinci la pinta tan bien. Respondo que sí, con el movimiento que la cabeza me hace al estallar de calentura la última neurona que me quedaba ilesa. “A mí también”, agrega él, ahora con un brillo dibujado en los ojos que ni Bambi. Un tierno, y yo le di para adelante, que la primera noche de carnaval no se le arruina a nadie. Y sí, claro, terminé comiéndome un chorizo bien mariposa. No fue la primera vez, y ruego que no sea la última.

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