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Viernes, 5 de marzo de 2010

COMING OUT

Mi mejor pecado

 Por Leonardo Gudiño

Es verdad eso de no saber qué responder ante determinadas preguntas. ¿En qué momento me hice simpatizante de Boca y no de Vélez? ¿Desde qué día prefiero el mate y no, así, el café?

Mi historia es larga o corta, dependiendo de la perspectiva.

Nunca tuve, de pendejo, un mejor amigo con quien jugar a los videos (mientras nos amuchábamos de inocencia en el sillón); ni siquiera un compañero de colegio que se quedara a dormir en mi habitación (y yo temblara de nervios al escucharlo respirar profundo). Tampoco existió el momento en el que mi familia me rodeó, sentados, y yo tener que comentar la novedad. Todo fue en base a eventualidades.

La primera noche que besé a un pibe sentí culpa. Terrible fue. Era invierno de un año impar y fue cerca de un cerro, de noche y abrigados. Llegamos a ese lugar —no tan alejado del microcentro de una ciudad quieta y conservadora— por la inercia de dos muchachos que se confunden sin entender la causa. Fue raro. Fue raro porque era la primera vez de algo. La primera vez que volé en avión estaba nervioso y la primera noche que dormí en mi monoambiente alquilado, también.

Me acuerdo, y ahora me río, de la forma en que temblábamos. A la par lo hacíamos. Hoy creo que ese pibe no me gustaba, ya no me gustan los chicos lindos. Me pudo su intriga y sus ganas; la compatibilidad se pretendía a partir de esa atracción. Mirábamos para los costados con miedo, pero sólo había noche y más invierno.

Por la paradoja de casi toda mi historia: mi suerte y obligación familiar me sentaron en una iglesia a las horas. No quería estar ahí, tres años llevaba sin asistir a misa u otro ritual católico de esa índole. Cuando me tuve que persignar, arrodillado, y repetir —al unísono con los otros presentes— algo de “pecados” y de “perdón”, entendí lo que antes no podía ver. Ni error, ni enfermedad. Ese momento tuvo un gusto empalagado a vela derretida. Ni desviación, ni mucho menos pecado.

Desde ese preciso entonces asumí lo que ya era. Ni plegarias, ni dioses. A partir de ese momento es que empieza todo el resto, todo lo otro. Ni mentiras, ni confesiones.

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