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Viernes, 9 de abril de 2010

Cuando el infierno está de turno

En el subsuelo del cine ABC se dieron cita los personajes de la próxima película de Luis Ortega, que se estrenará este invierno. Una puta nacarada, una madama con la piel de Fernando Noy, un abultado Joaquín Furriel y un culo que se niega a precisar su nombre.

 Por Fernando Noy

No es meramente por elogiarlo, pero Luis Ortega tiene lo suyo para exprimirte al máximo frente a la cámara, aunque la escena dure tres minutos o menos. Además del infatigable equipo, nada más parecido a otra Armada Brancaleone que no detiene sus máquinas hasta llegar a destino, guiados por un susurro telépata con la sonrisa de niño. La Armada baja en tropel todas las veces que resulte necesario repetir cada toma y ya nada importan los casi cincuenta grados de sensación térmica para volver a descender por las castigadas escaleras hasta el subsuelo del actual cine ABC, cuna iniciática en los olvidados ’60 de un tal Antonio Gasalla destacadísimo al frente de un elenco de café concert con Dejate de Historias y Cosaquiemos la Cosaquia, después de otro hito en los años de amor y paz: Help Valentino.

Ahora, contado desde la lente, podría verse a una realmente fabulosa puta nacarada bostezando con cansancio, el típico trío de clientes consumiendo Cuba Libre en un tenebroso bar fassbinderiano y enseguida la rechoncha obscena acomodadora con gestitos ad hoc, blandiendo una grossa linterna con que remeda un fist-fucking frente al precioso bulto recién llegado que además tiene ojos increíblemente más violetas que la propia Liz, encarnado por un intenso e hiperconcentrado Joaquín Furriel en labor descollante. Para mí, poder encarnar esa dantesca anfitriona, como Ariadna en el mutilado laberinto del deseo y además manosearlo por orden del libreto, se vuelve inesperado plus del cachet invalorable.

Al dirigirme Luis, apenas apela a dos o tres palabras para latigar emociones surgiendo sobre la marcha: “Vamos, puto. Dale, puto. Seguí esa luz, puto. Agarrale la corbata, puto. No te preocupes que se te cae la peluca. Seguí, seguí, puto”. Y de pronto, el aria salvadora: “Hecho”.

Justo en el momento que Furriel vomita, esta vez de verdad, entre tanto ajetreo y la aparición inesperada del níveo culo que no tiene cara pero seguro es del gran Emir Segall.

Son recién las once de la mañana y el ABC habitualmente vacío es un campus contratado por la productora con sus muros desnudos color sábana demasiado usada y parecido al rostro de cualquier legendaria actriz atrozmente demaquillado que Pablo Carrera, en trance de paparazzi maldito, fotografiaría sin piedad.

Ese mismo muro alucinante de un Eros al contado, bajo las rojas y estratégicamente instaladas gelatinas por el equipo de arte, vuelve a transformarse en crepuscular territorio libre del placer.

El propio Yukio Mishima guiña desde su trono en sombras genialmente adaptado nada menos que por Alejandro Urdapilleta en dupla con el realizador. Y es bajo esa misma cámara donde resurge el arabesco ardiente desde la lengua erecta de Daniela Venus, travesti y gerente ocasional del ABC, dándonos fuerza, es decir, algo de aire con unos viejos programas de muchachotes en bolas, para impedirnos caer en las garras del ya maldito verano que, justamente junto a la gran Julieta Ortega, es otro de los protagonistas principales del relato Muerte en el estío, que en su traspaso hacia el cine se llamará No le mientas al diablo, por ahora.

Quizá por eso ya nos había avisado que el sótano ardería, aunque yo por suerte ruedo semidesnuda sobre la alfombra barnizada del más añejo semen que, en capas, como un encaje espumante, se trepa incluso en los espejos, irradiando a la vez un despiadado perfume imposible de al menos mitigar ni con el grass o los inciensos, al contrario.

Terminamos justo al mediodía para entregar en punto la nave a sus placeres de siempre de turno.

Mientras me quito el maquillaje para volver a ser un puto más por Buenos Aires, Daniela, al contrario, se retoca apresurada el suyo porque para ella la historia se reanuda o, mejor dicho, vuelve a ser real.

De reojo descubro en el foyer unos apetecibles marineros suecos o noruegos, ya esperando sacar entrada.

“¿También ellos pagan?”, le pregunto casi con envidia a la afortunada Daniela, que con su última apabullante carcajada me responde: “Y no sabés cómo...”.

Trascartón, al pasar por la salida, frente al grupo excitante veo que llega otro. Por supuesto me dan ganas de quedarme e incluso para hacer lo que quisieran de manera gratuita, por lo que ya de movida me estaba volviendo indigna de exprimir tanta belleza, inflacionando al revés.

Menos mal que en la vereda el remís con aire acondicionado, manifestación aérea de la estival divinidad, me estaba esperando algo apurado.

Y, como Lot al mirar desde lejos, vi que Luis de nuevo, a su modo, sonreía.

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