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Viernes, 2 de julio de 2010

ES MI MUNDO

¡Qué gay se te ve!

La diversidad sexual se ha instalado en la televisión vernácula, y no solamente por la ya eterna discusión sobre la identidad semioculta de Ricardo Fort. Mientras en Botineras –Telefé– el romance entre dos jugadores de fútbol abunda en pornosoft no demasiado gay, en Para vestir santos –El Trece– la sexualidad gay lésbica se escapa de los límites de la cama para pintar con digerible costumbrismo una sensibilidad más queer.

 Por Diego Trerotola

Fútbol en pelotas. Tras la victoria de Argentina con Corea del Sur, Maradona respondió a una pregunta que apuntaba a saber más sobre la relación afectiva del técnico con los jugadores, por ese constante roce físico, esos abrazos, besos y palmadas en la cola que el 10 usa para premiar a su plantel. Y Maradona se ataja, aclara y oscurece: que le gustan las mujeres, que tiene una novia de 31 años, Verónica, que no haya confusión porque después dicen que quiebra la muñeca. El gesto amanerado acompañó la declaración y fue un momento algo retro, porque el gesto de la muñeca quebrada para referirse a gays parece exportado de la televisión de los ’80. Pero con sólo un golpe de zapping a la televisión actual, la supuesta prueba de heterosexualidad de Maradona puede tambalear: Botineras, la telenovela seriada de Telefé, actualiza varias noches a la semana el episodio de un futbolista padre de familia, con esposa tan joven como la del Diego, que tiene un romance con un compañero de equipo. Y esa línea argumental, que creció hasta convertirse en el centro de la telenovela, lleva la representación de lo gay en la TV local lo más cerca posible del porno softcore. Y si bien Botineras se proponía retratar los “sexcándalos” del mundo del fútbol, parece que el homoerotismo de Manuel Riviera (Cristian Sancho) y Lalo (Ezequiel Castaño) fue la sustancia que se encontró para que la adrenalina subiera y el rating diera positivo. ¿El fútbol y la vida loca post-Ricky Martin? Algo de eso hay, y también un posible campo favorable para empezar a hablar de la homosexualidad en el fútbol en los medios masivos, al menos desde la ficción, como bien lo hace la serie, con conflictos retratados desde distintos puntos de vista, acorde con los tiempos que corren. Pero lo que más insisten en ofrecer es un beso, que se repite puntualmente cada semana, entre Manuel y Lalo, con el suave subrayado meloso de la música y la iluminación cálida, una suerte de folletín gay en clave de cursilería marica que se agradece (aunque es poco y faltan más escenas de vestuario). Pero también lo que molesta es cómo los vicios del presente moldean el diseño argumental de la serie, más allá de algún otro toque gay chic y kitsch de la estética homoerótica elegida. Lo más tristemente contemporáneo que afecta a Botineras es la falta de relación con la cultura gay. El teórico David Halperin alerta que en los últimos años se dio un giro que tiene que ver con ocultar el sentimiento cultural colectivo y la complicidad camp, para reducir las representaciones de lo gay únicamente a lo sexual. Y esto no es un proyecto ideológico exterior, sino que es sostenido por la misma comunidad: ahora en la mesa del living de un puto se apilan revistas porno en lugar de libros sobre Judy Garland, Bette Davis o Madonna, que pasaron a esconderse en el ropero, para que nadie piense que somos un arquetipo o un cliché. Los actores Sancho y Castaño dicen que la comunidad gay les agradece por su retrato digno de personas gays, porque sus personajes no parecen arquetipos (aunque el exacerbado metrosexualismo de Riveiro es bien tópico). Pero esas caracterizaciones neutras, supuestamente viriles, borran a tal punto las marcas de pertenencia social de cada personaje que desdibuja cualquier forma de identificación cultural. Así, lo único que hay es que la pareja de la ficción, Manuel y Lalo, se vuelven pin-ups abstractos de un realismo estilizado de portfolio nudista de modelos top, pero no tienen vida gay más allá de su cama, de sus cuatro paredes, una vida puertas adentro. Puede que el ambiente homofóbico del fútbol contribuya al aislamiento, pero el guión de la serie subraya este gesto. Huir del personaje de la loca, de la mariquita y sus atributos, una tendencia de cierta telenovela “seria”, también es huir de la sensibilidad de un colectivo, de códigos comunes y formas de ser y hacer cultura. “Yo no sé si podría darle un beso a una mina así, a mí me impresiona”, dijo Susana Giménez cuando entrevistó a los actores en su programa; Castaño le respondió: “Es entrenamiento”, mientras Sancho aclaraba que no había lengua en los besos, como dijeron en algún otro programa, no vaya a ser cosa que piensen que en realidad ahí hay deseo. A falta de unx, tres homofóbicxs. Y la respuesta de Castaño, hablando como un DT que da importancia a entrenar, parece salir del lado futbolístico de su personaje, pero no de su lado homosexual, que de eso sí toma distancia el personaje, como lo hace también Botineras: una serie donde se plantea lo gay por deporte, donde el deseo se representa sin dimensión cultural, casi sin gesto político y sin otra pasión que la de la pose. En los últimos capítulos emitidos de Botineras, el ídolo futbolístico Riveiro salió forzadamente del closet en los medios, y los conflictos comenzaron a ser más públicos: la barra brava se siente insultada por los cantos homofóbicos del club rival, algunos jugadores están paranoicos de ser confundidos con gays y otros conflictos. Hasta ahora, por lo menos en la ficción, un futbolista se hizo visible; esperemos que la realidad aprenda. Tal vez, progresivamente, la telenovela pegue una vuelta de tuerca, salga de su pacatería y pueda festejar ser gay. Y si Argentina se consagra campeón del mundo, y Maradona cumple su promesa de ofrecer su cuerpo de oso desnudo, tal vez podamos decir que eso también es cultura gay.

Bien vestida

Por lo que pasó hasta ahora, Para vestir santos, el unitario de El Trece, debe figurar entre los cinco programas argentinos de ficción más “gay friendly”, compartiendo un posible top five con Son o se hacen, El tiempo no para y Los exitosos Pell$. Era de esperar que, con Javier Daulte como autor, los juegos argumentales sean más sofisticados. Acá sí hay cultura y, lejos de huir de ciertos tópicos, hay un juego constante con ellos. El personaje de Damián (Daniel Hendler) lleva a su casa a Male (Celeste Cid), y le comienza a interpretar una selección de sus musicales de Broadway favoritos como forma de seducción, incluyendo su lip-sync de Evita. Male le pregunta si es gay, y Martín responde que no, que no está bien pensar que por ser fanático de musicales y por interpretar personajes femeninos es automáticamente gay. Male le pide disculpas, pero él responde que los que la tienen que disculpar son los gays. Notable, un diálogo perfecto: el heterosexual que no sólo no se siente insultado por ser “confundido” con un gay sino que reconoce que la comunidad tiene derecho a la diversidad de representaciones. Si ese giro no alcanza, unos capítulos después, Male le confiesa que es gay (dice “gay” y no lesbiana) a Damián, dando lugar para una nueva interpretación de su reconocimiento de lo gay en el otro. Y así, en este unitario hay sensibilidad gay dando vueltas en la trama y jugando a transformarse desde el humor, desde el sentimiento de que la mutación es necesaria para seguir siendo y haciendo diversidad. Por eso, Para vestir santos le da a la televisión un grado de sutileza que las decenas de intentos de calidad Pol-ka no habían logrado aún. Además hay una venganza doble: la posibilidad de redención de Hugo Arana, que había interpretado en Matrimonios y algo más a dos engendros que marcaron la historia de la TV local, como fueron el maricón Huguito Araña y el supermacho apodado El Groncho, dos caras de la misma mala caricatura machista de los ’80 (más por ingenuidad que por maldad, hay que reconocerlo). Ahora, Arana compone al tío Horacio, un puto reprimido, enamorado de un amante de su hermana, que por vergüenza sólo puede relacionarse sexualmente con taxi-boys. Arana le da a su personaje una dignidad alejada de cualquier patetismo o amarillismo, encarnando con soltura situaciones donde se cifran apuntes sociológicos de una generación que creció en la represión, y que ahora se solidariza con sus tres sobrinas a la deriva de una vida con más misoginia, sexismo y opresión de género de lo que la mayoría de la televisión desarrolla. Es verdad que en la escena de sexo lésbico había cierta pacatería y, aunque Celeste Cid pelara las tetas, la pasión no logró asentarse en la performance de las actrices. Sin embargo, Para vestir santos se impone desde un costumbrismo diluido con inteligencia por una imaginación narrativa que, sin miedo a caer en una cierta fantasía farsesca, puede pasar del musical al misticismo barrial, poniendo a lo gay en un tablero que incluye lesbianismo chic, onirismo psicoanalítico sadomaso y otros planteos que, sin ostentación, van cimentando una estética que no sólo no le hace asco al cliché sino que lo usan para gestar a un espectador que sabe que la cultura está tanto para contener como para darse vuelta y mostrar su mecanismo más enrevesado.

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