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Viernes, 27 de junio de 2008

SON

Artificios verdaderos

Un forense y un fiscal como custodios de una identidad que lejos del derecho personalísimo se impone como verdad absoluta frustraron el casamiento de un hombre trans y su novia.

 Por Mauro Cabral

Hace unos días, Jesús y Blanca intentaron casarse en una iglesia de Paraguay: él, un hombre trans; y ella, su novia. Advertido el cura, vaya uno a saber por quién, no dudó en llamar a un fiscal, y éste a un médico forense para que los revisara. El casamiento se suspendió, y la novia y el novio fueron a dar a la Comisaría de Mujeres. Los medios que cubrieron la noticia los llamaron “lesbis” y no dudaron en identificar a Jesús como “la que hace de él”. No sólo publicaron su nombre legal sino que también recorrieron exhaustivamente las economías del cuerpo y la palabra. Del cuerpo dispersado en el sitio mismo del encierro, el novio fue obligado a dejar su “asunto artificial” en consigna antes de ser llevado a su celda, acusado de falsificar su documento de identidad. De la palabra que tienta, aun en medio del desastre, las posibilidades y los límites del reconocimiento: ante su pedido, algunas policías cedieron y lo trataron de “don”.

Alguien que “hace de él”, un “asunto artificial”, un documento falsificado, una cita al pie de página (“Me voy a operar para ser hombre completamente”), seguida por un nombre de mujer a secas y “el novio”, entre comillas. Todo el relato periodístico gira en torno de la economía interminable del engaño, de la falsedad y del artificio, esa misma a la que habría puesto fin el examen del forense. “Por favor, trátenme de señor porque así me siento yo”, dijo el novio; pero cada línea de ese relato pareciera esforzarse por desconocer esa verdad, esa que, más allá de la evidencia del cuerpo, la falsedad del documento o la artificialidad del asunto, sostiene cabalmente lo que dijo: “Porque así me siento yo”. Esa verdad que aun en medio de toda esa indignidad lo sostiene.

Si nuestros Estados reconocieran la identidad de género de aquellos y aquellas que nos identificamos de un modo distinto al que nos asignaron al nacer, éstas y otras violencias semejantes no tendrían lugar (esta historia es un claro ejemplo). Sin embargo, tal y como ocurre con todas las historias, siempre es posible extraer de ella otras enseñanzas o, al menos, otras advertencias.

La retórica de la identidad de género, aquella que la consagra tanto como un rasgo presente en cada persona como un derecho de rango universal, supone que hay en nuestro interior, en el de todos y cada cual, un núcleo de verdad que debe ser reconocido por la ley a fin de asegurarnos una vida y una muerte dignas. Creo que vale la pena preguntarse por qué ante un sistema que envía fiscales y forenses a una iglesia a constatar una cierta verdad es preciso oponerle otra verdad, tan certera y tan periciable como la anterior. ¿No sería mejor enfrentarlo con el desquiciamiento de toda pretensión de verdad, con la indistinción brutal entre todos los “asuntos”, la impostura irreductible de todas las identidades y la falsedad original de todos los documentos?

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